Resumen
Hace 26 años que Gabriel Moedano publicó un breve recuento de estudios sobre las tradiciones orales y musicales de los llamados “afromestizos” de México. Fuera de este artículo han sido escasos los balances de estudios concernientes a la herencia africana en tradiciones musicales mexicanas. Este artículo pretende ofrecer un repaso de algunos de los estudios más significativos en torno a la influencia africana en la música tradicional de México publicados en el país. Se bosquejan algunos antecedentes históricos de la presencia africana, se hace un recuento cronológico de los estudios sobre la impronta musical africana y finaliza con un balance de los acercamientos en torno al tema.
Palabras clave: Música, Afrodescendientes, México, Estudios sobre música afrodescendiente en México
Abstract
Some 26 years ago, Gabriel Moedano published a short article that makes an account of the studies about the musical and oral traditions of the afromestizos from México. Apart from that article there have been few accounts of studies concerning African heritage on the Mexican traditional music. This article pretends to offer an account of some relevant studies dealing with the African influence on traditional music from Mexico published in that country. The article shows some historical backgrounds of the African presence in México, a chronological account of studies on the musical African trace and a general balance about the approaches to the topic.
Key words: Music, Afrodescendent, México, Studies on afrodescendant music from Mexico
A lo largo de su obra, el antropólogo Gonzalo Aguirre Beltrán ha señalado que en México se ha omitido considerar la valoración y aporte de las culturas africanas que contribuyeron a la conformación de la cultura nacional (Aguirre 1946; 1958).[1] Según Gabriel Moedano, varias son las razones que han propiciado esta omisión, pero las más significativas nos hablan de un racismo implícito y explícito vinculado a la idealización y exaltación mística del mundo mexica enmarcado en la concepción nacionalista posrevolucionaria que comprende a la cultura mexicana como producto de la mezcla entre el mundo prehispánico y las culturas ibéricas (Moedano 1980). Pese a que la llamada de atención de Aguirre Beltrán fue realizada desde mediados del siglo XX, su repercusión no se dejó ver sino hacia fines de la década de los ochenta cuando la política cultural del Estado promovió algunas iniciativas de investigación con miras a reivindicar y (re)valorar la llamada “Tercera Raíz” (Reynoso 2005). Esto coincidió con el creciente interés que ya para entonces había sobre las “raíces africanas” entre algunos estudiosos y grupos de estudio de varias universidades e institutos. Las iniciativas promovidas por las instituciones culturales aportaron varios avances; no obstante que el alcance de las contribuciones fue parcial, hay actualmente mayor atención y conocimiento del aporte africano a la cultura del país. En el plano académico, han ido consolidándose vertientes temáticas mejor establecidas dentro del ámbito de la antropología y la historia.
Durante este periodo de incremento de los estudios “afromexicanos” hacia fines del siglo XX, se realizaron varios encuentros de especialistas en los que se hicieron aportaciones valiosas. Los acercamientos se dirigieron principalmente a los aspectos económicos de la esclavitud colonial, la inserción de los africanos en la sociedad novohispana y la búsqueda de rasgos africanos (a través de la etnografía) en regiones donde es más “visible” la población afrodescendiente. Varios de estos trabajos fueron publicados en ediciones dedicadas al tema (Martínez 1993; Chávez 1997); sin embargo, entre estos, son pocas las aproximaciones en torno a la herencia musical africana en la cultura del país. Considerando que durante el periodo virreinal hubo africanos en casi la totalidad del territorio mexicano (Martínez 1995) y que algunas de las aportaciones culturales más importantes de los africanos se manifestaron en aspectos como la música y la danza, sorprende el escaso número de investigaciones sobre esta temática.
Hace 26 años que Gabriel Moedano (1980) publicó un breve recuento de estudios sobre las tradiciones orales y musicales de los llamados afromestizos de México; fuera de este artículo han sido escasos los balances de estudios concernientes a la herencia africana en tradiciones musicales mexicanas.[2] Esto puede comprenderse si se tiene en cuenta el reducido número de investigadores musicales que hay en el país y el escaso número de ellos que se ha dedicado al tema. Sin embargo, a partir de la década de los noventa hay un incremento de investigaciones que refleja no solo un mayor interés en la temática sino más definición en las diferentes orientaciones.
Este artículo pretende ofrecer un repaso de los estudios más significativos publicados en el país sobre la influencia africana en la música tradicional de México. Con este fin, bosquejo algunos antecedentes históricos de la presencia africana en el país, hago un recuento cronológico de estudios sobre la huella musical africana y finalizo con un balance de acercamientos sobre el tema. En ningún sentido pretendo que sea éste un trabajo exhaustivo, muchos estudios relevantes escapan al recorrido. La selección se restringe principalmente a publicaciones editadas[3] en la ciudad de México; no obstante, se incluyen referencias editadas en el resto del país y, excepcionalmente, fuera de éste. Como podrá observarse, pocos son los escritos que tratan específicamente el tema de la influencia musical africana en tradiciones mexicanas, lo cual relativiza el hecho de poder hablar de “estudios sobre influencia musical africana” como tales. No obstante, en los textos presentados puede identificarse un constante interés en el tema que pretende ser seguido por este recuento.
El ingreso de africanos a Nueva España tuvo lugar desde el comienzo de la conquista y duró hasta el primer tercio del siglo XVIII. No obstante, su ingreso masivo comenzó hacia finales del siglo XVI, abarcando alrededor de unos 70 años, es decir, de 1580 a 1650 aproximadamente (Aguirre Beltrán 1946; Ngou-Mvé 1994). A partir de esa fecha la introducción de africanos fue decayendo hasta casi extinguirse en las primeras décadas del siglo XVIII. La mayoría de africanos fueron llevados a Nueva España en calidad de esclavos a través de la trata negrera. Al iniciar la Colonia los primeros esclavos procedieron de Marruecos y Mauritania. Durante el siglo XVI, predominaban los esclavos de las inmediaciones de Cabo Verde (desde Senegal hasta Sierra Leona) y el llamado Golfo de Guinea (región situada entre Costa de Marfil y Nigeria), más adelante, a finales de ese mismo siglo y durante la primera mitad del XVII, cuando la trata alcanzó su mayor auge, las deportaciones de africanos fueron del área cultural bantú (principalmente del Congo y Angola).
Las razones de la trata fueron principalmente económicas, el creciente desarrollo que tuvieron las industrias coloniales implantadas por la corona española en Nueva España requería de una gran cantidad de fuerza laboral. En los inicios del periodo virreinal los pobladores originarios fueron obligados a trabajar en las empresas de los conquistadores españoles a través de las encomiendas; el abuso y maltrato constante de los encomenderos y las epidemias de viruela y sarampión casi acabaron con la población indígena. Se calcula que en algunas regiones logró salvarse menos del uno por ciento de la población que las habitaba antes de la conquista española (Aguirre 1958: 36). La creciente mortandad indígena disminuyó la mano de obra nativa lo cual repercutió en una mayor dependencia en la fuerza de trabajo de esclavos africanos. Esto propició que el tráfico esclavista adquiriera mayores proporciones.
La mayor parte de africanos llegados a Nueva España arribaron por el puerto de Veracruz, de allí eran llevados a lo que es ahora la ciudad de México para ser comerciados y transportados en el interior. Las actividades a las que se destinó a los africanos fueron el trabajo doméstico, la industria de la caña de azúcar, el obraje, la minería y la labor ganadera. Aunque la distribución de africanos fue relativamente homogénea en Nueva España, algunas regiones tuvieron proporciones más elevadas de africanos dependiendo de las empresas coloniales desarrolladas en cada lugar. Las zonas con intensa actividad minera, ganadera y azucarera, requirieron de mayor fuerza de trabajo africana. Tal fue el caso de los dos enclaves costeros con mayor población afromestiza en el país: la región de Veracruz con sus zonas colindantes, y la llamada Costa Chica que comprende parte de los litorales de los estados de Guerrero y Oaxaca. También otros factores favorecieron el alto número de población afromestiza en estas zonas. La dinámica propia de los puertos coloniales, como Veracruz y Acapulco en ambas regiones, intervino para que posteriormente gran parte de la población de las costas estuviera conformada por “gente de color quebrado”. Asimismo, la cantidad de estancias ganaderas, el tráfico clandestino de esclavos y el cimarronaje presente a lo largo de las franjas costeras en el periodo colonial favorecieron la prominencia de población afromestiza en estas regiones. Cabe mencionar que la región de la Costa Chica, a diferencia de la del Golfo, mantuvo aislamiento relativo con respecto al conjunto del país hasta mediados del siglo XX, por lo que ha sido considerada por varios investigadores como una región con mayor presencia africana.
Por otra parte, aunque hay varios estudios que confirman que en la región central y occidental de México hubo una población africana significativa, ésta se diluyó gradualmente -aunque no su influencia cultural- por la mayoría numérica de españoles, criollos e indígenas en la zona y por el mestizaje frecuentemente buscado por los africanos al tratar de unirse y procrear hijos libres con grupos sociales de mayor jerarquía dentro de la estratificación étnica colonial, pese a los esfuerzos de las autoridades coloniales de mantener separados a los distintos grupos.
Hablar de las influencias culturales que han conformado las tradiciones musicales mexicanas no es una labor sencilla. La diversidad de procedencias y los largos periodos en que éstas consolidaron un profundo intercambio musical son dos factores que le confieren complejidad al tema. Es posible que la proporción numérica,[4] el origen multiétnico y las condiciones cambiantes de los africanos llegados a México, aunado a las políticas de comercio y distribución esclavista hayan dificultado en muchos casos la reproducción de sus formas de vida tradicionales a diferencia de otros países latinoamericanos como Haití, Cuba o Brasil. También es necesario tener en cuenta la previa transculturación de muchos de los africanos llegados a México, pues un número de ellos no llegó a América directamente desde África, sino de España, donde experimentaron un previo contacto cultural que seguramente tuvo repercusiones en lo musical.
Por otra parte, es importante señalar que así como la costa del Golfo ha mostrado tener una fuerte relación histórica con la región Caribe, las islas Canarias y el sur de España (García de León 2002); la región del Pacífico presenta también vínculos importantes y tempranos durante la Colonia, con las zonas portuarias de América del Sur, con las que se tuvo comercio intermitente desde mediados del siglo XVI y, en consecuencia, un contacto cultural significativo. Algo similar puede decirse del continuo vínculo colonial con Filipinas y Asia, aunque el efecto cultural de este contacto, aparentemente, es poco perceptible (Aguirre 1946).
Los enfoques para investigar la influencia cultural africana en las tradiciones musicales de México generalmente han sido de corte histórico aunque no deja de haber aportes en el plano etnográfico. Dentro de los estudios históricos han destacado las investigaciones en archivos y fuentes coloniales donde se han encontrado numerosas menciones a los llamados “bailes de negros” y sus respectivos edictos prohibitivos promulgados por la Santa Inquisición. El acento histórico en las manifestaciones dancísticas coloniales se debe a que, al sobrentender éstas algún tipo de participación musical, los documentos generalmente hacen alusión a instrumentos, géneros y ejecuciones musicales. Lo mismo puede decirse acerca de la temática y contenido de las coplas utilizadas para el canto. De ello se desprende que la mayor parte de la literatura disponible para el estudio histórico de la huella musical africana se encuentre muy vinculada a estos bailes y coplas heréticas. Por su parte, los acercamientos de orientación etnográfica han priorizado la identificación del aporte musical africano en algunas de las culturas musicales actuales, principalmente en lo que concierne a aspectos organológicos, modos de ejecución y tipos específicos de estructuras rítmicas musicales.
Un primer momento de los estudios sobre la influencia musical africana en México surge después del movimiento revolucionario de 1910, etapa en que se reconfigura el país y toma fuerza la noción de lo mexicano. Dentro de esta fase de búsqueda insistente de lo propio en las raíces culturales indígena e hispana, pocos intelectuales señalaron la relevancia del aporte africano. Uno de los primeros acercamientos sobre la impronta musical africana en la cultura nacional fue el de un destacado investigador de la música en México: Gabriel Saldívar. Su aporte pionero es doblemente significativo al subrayar no sólo la importancia de la contribución africana en la cultura mexicana sino el hacerlo específicamente en torno a los aspectos musicales y dancísticos en el periodo virreinal. En su libro Historia de la música en México,[5] publicado en 1934, dedica un parágrafo a “La influencia africana” presente en las expresiones coloniales tomando como fuente documental el entonces Archivo General y Público de la Nación en su ramo de Inquisición. Agrega además algunas observaciones sobre la incidencia africana en géneros tradicionales coloniales y postcoloniales presentes hasta nuestros días como el son, el jarabe y el huapango, entre otros. Conciente de lo innovador de su argumentación y lo estridente que ésta podría sonar a oídos de la investigación musical de aquél entonces, fuertemente influida por un estereotipo de identidad mexicana fundada en lo indio, no deja de señalar sus temores a provocar opiniones encontradas sobre el tema.
Así, su sólido estudio ofrece datos que cotejan la continua interacción de negros y mulatos en danzas de filiación indígena desde la primera mitad del siglo XVII. Aporta también referencias a bailes, música y ceremonias prohibidas donde participaron africanos, mulatos y mestizos, que eran hasta entonces desconocidas. Como señala Saldívar, las autoridades coloniales al principio permitieron el esparcimiento de negros y mulatos al dejarlos tocar y bailar en domingos y días festivos, sin embargo, estas licencias fueron restringidas o definitivamente revocadas con el paso del tiempo.
Gabriel Saldívar proporciona también referencias a cantos y bailes prohibidos, de la segunda mitad del siglo XVII, en los que el uso del arpa y la guitarra era cotidiano. También señala que la profesión de músico estaba bastante extendida entre negros y mulatos y que no fueron tampoco raros los bailes mulatos que llegaron hasta los salones de las clases dominantes. Durante todo ese siglo, hubo un juego constante de prohibiciones y licencias de estas manifestaciones; conforme se acercaba el final del virreinato, las “vueltas a lo humano” se hacían cada vez más evidentes. El contenido de las coplas y la coreografía de los bailes se volvían cada vez más osados y directos; un ejemplo evidente de erotismo, trasgresión y burla del que da cuenta Saldívar es el llamado chuchumbé. El autor publica por primera vez varias de las coplas de esta irreverente manifestación que más tarde, hacia fines del siglo XX, se reformularía musicalmente para pasar a integrarse al actual repertorio tradicional veracruzano.[6]
Otro investigador que aborda el tema es Gonzalo Aguirre Beltrán quien destacaría la importancia del enfoque etnográfico junto al etnohistórico para el estudio de poblaciones de origen africano. Si bien no dedica amplio espacio en su obra etnográfica a las manifestaciones musicales, destacan las grabaciones que hiciera en rollos de alambre en 1949 de sones y corridos (Aguirre 1958) en comunidades afromestizas de la franja costera de Guerrero y Oaxaca conocida como Costa Chica. Quizá éstas sean las primeras grabaciones de música tradicional afromestiza realizadas en la región y destacan no sólo como aporte etnográfico pionero sino por poner de relieve la importancia social que tiene el arte verbal en estas comunidades. Asimismo, es importante subrayar sus pioneras reflexiones sobre la relación entre violencia y corrido entre los afromestizos de la Costa Chica.
Sorprendentemente, Vicente Teódulo Mendoza, el mayor representante de los estudios sobre el folklore musical en México, dedica mínimo interés al aporte africano en la música tradicional. Pese a la extensión de su obra y el amplio rango temático que ésta abarcó, sólo publica un breve artículo sobre el tema llamado “Algo del folklore negro en México” (Mendoza 1956), en el que añade algunas menciones sobre “música de negros” halladas en archivos coloniales.[7] Quizá el interés de Mendoza haya derivado del conocimiento de un estudio entonces recién publicado: La africanía de la música folklórica de Cuba de Fernando Ortiz, la cual él mismo reseñó (Mendoza 1951). Sin embargo, es conocida la perspectiva prohispanista que permeó la obra de Mendoza (Moedano 1976). En todo caso, su aporte reitera las previas contribuciones de Gabriel Saldívar pero añade importantes menciones a sones, guarachas y danzas habaneras “que aún se practican” y cuya procedencia africana se puede “rastrear” como en el maracumbé de Jalisco, el toro viejo de Nayarit o el son quebrantado y el son recortado de las costas de Guerrero y Oaxaca. Es digno de mencionar el señalamiento que hace Mendoza sobre los procesos previos de transculturación musical efectuados en Europa durante el periodo colonial, así como el hecho de subrayar el fuerte mestizaje que diluyó la presencia fenotípica del africano en la región central de México. Como Rubén M. Campos (1929) aporta algunas coplas y estrofas literarias del siglo XVIII atribuidas a versadores afromestizos, algunos ejemplos de villancicos de negros y un fragmento musical de la danza de “Los negritos” de Veracruz.
Unos años después, en 1958, Pablo González Casanova publica La literatura perseguida en la crisis de la colonia, texto fundamental de carácter histórico que ofrece cuantiosos datos procedentes de documentos del Archivo General de la Nación que redondean los aportes de Gabriel Saldívar abundando en “toda clase de coplas, bailes y sones deshonestos” prohibidos durante el Virreinato por la Santa Inquisición. El autor consigna por primera vez varios bailes y canciones registradas principalmente en Veracruz y la capital del país durante la segunda mitad del XVIII, aunque también hay menciones a Puebla, Celaya, Querétaro y Pachuca, Salamanca y Pénjamo. Asimismo, ofrece abundante información sobre los espacios y tiempos en que se hacían estos bailes durante el siglo XVIII donde la religión de la Corona era profusamente expuesta a sátira explícita en vísperas de los movimientos independentistas del país. Al respecto aporta un interesante caso, por demás irreverente, ocurrido en 1772, el día de la natividad de Cristo en la iglesia de Jalapa, cuando en pleno ritual de consagración, en el órgano se tocaron las notas del Chuchumbé, el Totochín y el Juégate con canela, todos ellos sones “lascivos, torpes e impuros, que no solamente bastaron a interrumpir la devoción, sino que escandalizaron a los fieles que asistían al Santo Sacrificio” (González Casanova 1986: 61-62).[8] González Casanova ofrece también una de las primeras menciones a “baile de negros” en la costa del Pacífico aseverando que el conocido chuchumbé se extendió hasta la capital y más tarde hasta el puerto de Acapulco donde fue profusamente interpretado por los vecinos hacia 1771 con otros cantos “no menos profanos y escandalosos” como el de Las bendiciones que también hacía burla de los religiosos y sacerdotes.
En la extensa obra de Robert Stevenson pueden encontrarse numerosas menciones sobre la influencia musical africana en la música escrita del periodo virreinal.[9] En su conocido libro Music in México (1952), Stevenson dedica breve pero sustancial espacio al tema de la influencia africana en obras musicales escritas. El investigador recurre a varias tablaturas novohispanas procedentes de métodos de ejecución de instrumentos de la época (inicios del siglo XVII) que incluyen una gran cantidad de danzas y cantos de presumible raigambre indígena (tocotín) y africana (portorrico de los negros, zarabandas, cumbees, zarambeques, entre otros). Stevenson señala que estos métodos tienen carácter de libros de instrucción por lo que se encuentran en ellos interesantes indicaciones de ejecución musical. En realidad, el énfasis de Stevenson en la impronta musical africana se manifiesta prominentemente una década después al publicar varios artículos sobre la zarabanda y el legado musical afroamericano (1962, 1963, 1968a). Para fines de los setenta, Stevenson aporta datos que cotejan cómo las colecciones de canciones folklóricas españolas publicadas durante el siglo XVI incluyen ensaladas como la negrina y algunas otras, y discute el repertorio de villancicos de los ss. XVI y XVII “con imitaciones de música negra” (1968a). Probablemente este último sea uno de los primeros acercamientos decididamente musicológicos a la influencia musical africana al identificar características musicales “negras” en villancicos y en canciones llamadas negros, negrillos y guineos. Además, agrega otras varias referencias de archivo que hacen alusión a nombres de músicos negros y mulatos así como a diversiones, bailes y cantos de raigambre africana (1968b) durante la Colonia. Por otra parte, subraya también la fuerte influencia africana que había en Andalucía ya para el siglo XV, de tal magnitud era ésta que, apunta el autor, en 1410 “se organizó una cofradía de negros en la Catedral de Sevilla” (Stevenson 1977: 5).
Hasta aquí puede observarse que durante casi medio siglo, la producción académica en torno al tema de la impronta musical africana es escasa y aislada. Ni siquiera la importante publicación de La población negra en México de Aguirre Beltrán, en 1946, atrajo la atención del ámbito académico mexicano para proseguir con esta vertiente de investigación. Aun cuando la relevancia de dicho estudio es fundamental para la investigación afromexicanista, su impacto no se reflejó en las indagaciones en torno a la temática musical. Quizá la fuerte acentuación ideológica del indigenismo apuntalado por el Estado, y su prominencia generalizada desde la década de los cuarenta, desvía la escasa atención otorgada al tema de la influencia musical africana.[10] Esta omisión puede observarse hasta los setenta, cuando el mismo Aguirre Beltrán enfatiza de nuevo en la importancia de esta veta de investigación. Al iniciar dicha década, el autor publica un breve, pero importante artículo, llamado “Baile de negros” (Aguirre 1970) en el que añade datos sobre aspectos históricos relativos a la prohibición de música y bailes en la Colonia, agregando al corpus aportado por Saldívar otros bailes más como el tumteleche, el viaje del arriero y los patoles. Aporte fundamental de la obra de Aguirre Beltrán fue su innovador argumento que sostenía que la conformación de la música y la danza “mestizas” eran básicamente producto de procesos de transculturación entre hispanos y africanos (1970). Esto le valió desencuentros, ya desde 1949, con figuras representativas de la investigación musical en México como Gerónimo Baqueiro Foster y Vicente T. Mendoza (Moedano 1995). No obstante, la importancia de la hipótesis de Aguirre Beltrán es central, pues, sin ser especialista en Folklore y considerando que se desenvolvió en un contexto académico marcadamente nacionalista, intuyó una innovadora hipótesis hispano-africana -discrepante de la aceptada procedencia hispano-indígena de la cultura musical mexicana- que sería más tarde explorada y cotejada por Rolando Pérez Fernández (1987).
Hacia fines de los setenta comienza ha haber mayor interés, directo e indirecto, en la temática de la influencia musical africana en México. A partir de esas fechas es perceptible cierta continuidad en los estudios, así como una mayor delineación de vertientes de estudio en las que hay un énfasis analítico. En 1977, en el marco de la XV Mesa Redonda de la Sociedad Mexicana de Antropología, Noemí Quezada presenta una ponencia con valiosas contribuciones al tema de la música y los “bailes prohibidos” durante el Virreinato. En su trabajo, la autora propone que la diferencia de motivos que arguye el Santo Oficio de la Inquisición para reprimir algunos bailes coloniales da cuenta de un cambio ideológico significativo entre la población criolla de la Nueva España que, hacia mediados del siglo XVIII, exacerba un nacionalismo propio de los cambios sociales y políticos de la Europa de esa época. Con base en documentos de la Inquisición, la autora señala que los edictos prohibitorios de bailes del siglo XVII y la primera mitad del XVIII principalmente reprimen la relajación de la religión y el auge de creencias mágicas y prácticas supersticiosas, mientras que las prohibiciones de música y bailes a partir de la segunda mitad del siglo XVIII obedece al intento de restringir el erotismo, la sátira de ministros religiosos y la mezcla de elementos sagrados con profanos vertidos en los bailes -que para entonces ya reflejan una marcada identidad novohispana-. Así, la autora hace un amplio recuento cronológico de bailes prohibidos a los que añade algunas menciones a sones y bailes hasta entonces desconocidos. Entre estos destaca la participación de negros y mulatos que realizan curaciones –ya desde 1629- mediante ejecuciones musicales con instrumentos de filiación indígena como el teponaxtle. Asimismo, reporta referencias que amplían la escasa información que hay sobre bailes prohibidos en la región costera del Pacífico poblada por numerosas comunidades afromestizas: del puerto de Acapulco se mencionan La mojiganga, las Bendiciones y El Congó, los primeros, de 1770 y, el último, de 1777. Para 1803, se denuncia en San Miguel Azoyú, La Juana como practicada en Ayutla, Cacahuatepec y Coatepeque en estancias y ranchos de negros principalmente.
Por su parte Maya Ramos Smith (1979) en su parágrafo “Danza de salón y popular de los siglos XVII y XVIII”, presenta un panorama de la danza popular novohispana considerando, brevemente, la influencia africana en la danza y la música. La autora subraya el carácter de crisol cultural que tuvo el Caribe en el siglo XVII como tierra fértil para intercambio y conformación de una diversidad de géneros musicales. Apunta también la continua prohibición y licencia de bailes mulatos y mestizos coloniales y ofrece un recuento de géneros dancísticos del siglo XVIII.
Durante este mismo periodo, algunos investigadores abordan someramente la temática musical africana pero añaden muy poco a lo ya indagado hasta el momento (Geijerstam 1976, Moreno 1979, Reuter 1980). Jas Reuter retoma la cuestión de la marimba y sus orígenes reivindicando su procedencia africana (1980) en oposición a la tesis de algunos autores que lo asumen como un aporte prehispánico.[11] Por su parte, Yolanda Moreno y Claes af Geijerstam subrayan la importancia histórica de la presencia africana que según ellos, posteriormente, favorece el auge, a nivel masivo, de ciertos géneros de música popular durante el siglo XX.[12]
En 1980, investigadores del Instituto Nacional de Antropología e Historia publican un artículo colectivo que subraya la presencia de un instrumento tradicional en México de claro origen africano: el marimbol (Fara 1980). En el estudio se ofrecen antecedentes del instrumento vinculándolo a la historia de la sanza africana, un breve bosquejo del marimbol o marímbula en América, sus características de construcción y una transcripción musical de una jarana de Campeche acompañada con tal instrumento. El artículo es significativo por ser una de las primeras menciones al instrumento en la literatura etnomusicológica del país -además de destacar su procedencia africana- y retomar cierta orientación etnográfica en el estudio musical afromexicanista.
En 1983, Robert Garfias aborda el tema del origen de “La marimba en Centro-América y México” presentando argumentos etimológicos y organológicos que demuestran el origen africano del instrumento, pero que acotan la temprana adopción y adaptación de este instrumento en las culturas indígenas hasta derivar en sus actuales usos, funciones y repertorio de fuerte raigambre hispano-indígena. En ese mismo año, Humberto Aguirre Tinoco publica su libro descriptivo Sones de la tierra y cantares jarochos en el que tangencialmente toca el tema de la influencia africana en el fandango veracruzano y su música. Si bien el autor no ofrece argumentos que sostengan sus afirmaciones encuentra rasgos africanos en la estructura de algunas coplas y bailes locales.
A mediados de los ochenta, José Antonio Robles Cahero (1984) publica un artículo de línea histórica que se enfoca también en danzas populares novohispanas. Como previamente lo hiciera Stevenson, dirige su análisis a la música de tradición oral pero basándose en fuentes escritas, aunque, a diferencia de autores previos, propone una metodología para el estudio de las danzas novohispanas que, según Robles Cahero, son portadoras y transmisoras de una memoria corporal, verbal y auditiva perteneciente a un mundo social estratificado. Con ello, hace un balance valorativo de fuentes y metodología para el estudio del tema y hace un recuento cronológico de los bailes prohibidos más perseguidos por la Inquisición durante la segunda mitad del s. XVIII y principios del XIX. Identifica 43 bailes distintos y anota, de estos, los once más recurrentes, aportando además, para la primera mitad del XVIII, de 1715, un baile no mencionado previamente: “el baile de la maroma”. Realiza también breves análisis específicos sobre algunos bailes como el chuchumbé, los panaderos, el pan de manteca y el saranguandingo considerando los contextos espaciales y temporales de estos bailes, así como los estratos sociales y étnicos participantes en ellos (entre los que destaca el papel de negros y mulatos en ciudades portuarias y costeras o en asentamientos mineros). Si bien su análisis no se centra específicamente en la influencia africana, su aporte es significativo por su carácter sintético –aunque omite la mención a autores que lo antecedieron al tratar el tema- y su propuesta metodológica integral aunada a matices importantes sobre el estudio de la danza novohispana.[13]
Los estudios que subrayan la influencia africana en la actual música tradicional del país comienzan a aparecer hasta mediados de los ochenta.[14] Arturo Chamorro es uno de los primeros investigadores que apunta, en el plano etnográfico, este aporte mediante un acercamiento panorámico y esencialmente organológico. Así, en el marco de su estudio sobre Los instrumentos de percusión en México (1984), Chamorro subraya la presencia de instrumentos de filiación africana como la marimba, la marímbola, el tambor de fricción, la quijada y algunos tambores bimembranófonos detallando algunos de sus aspectos morfológicos y modos de ejecución. También advierte la “posible aportación de la música africana dentro de las culturas indígenas de Mesoamérica” (1984: 49) ejemplificando con el uso de polirritmias en tambores indígenas de Tabasco y algunas secuencias sesquiálteras utilizadas en tradiciones mestizas e indígenas. Por otra parte, señala como rasgo africano el tamboreo ejecutado con las manos en la caja de resonancia de las arpas de occidente que, según el autor, está “en estrecha relación con la ejecución de tambores africanos” (1984:158). Pese a que Chamorro en esta obra sólo señala introductoriamente la importancia de la influencia musical africana, varios de estos aspectos los ampliará en un par de artículos posteriores.
Pero no será sino hasta 1987, que una perspectiva musicológica establecerá firmes fundamentos analíticos para el estudio de la influencia musical africana del país. Me refiero al aporte de Rolando Pérez Fernández quien publica un libro de capital importancia para la investigación musical en México: La música afromestiza mexicana.[15] En dicha obra, Pérez Fernández retoma el audaz planteamiento de Aguirre Beltrán que postula que la música mestiza mexicana básicamente es producto de la transculturación entre españoles y africanos. Su estudio tiene como fin fundamentar esta afirmación mediante una aproximación musicológica en el campo etnográfico. Su objetivo no sólo pretende subrayar la importante contribución africana en la integración de la música tradicional de México, sino precisar las regiones geográficas y los géneros musicales donde es identificable el aporte africano, así como evidenciar la unidad cultural de la región del Caribe –en la que incluye a México- y la de América Latina. Siguiendo a Melville J. Herzkovitz, quien considera que la música es uno de los rasgos culturales que presenta menor variación -comparado con la lengua y la religión- como supervivencia africana en América, dirige el énfasis de su análisis a los sistemas rítmicos de la música mestiza mexicana. Su tesis fundamental sostiene que en esta música pueden observarse rasgos rítmicos que resultan ajenos al sistema rítmico hispánico y al indígena por lo que sólo son atribuibles al aporte africano. Según Pérez Fernández, existen puntos de contacto entre los sistemas rítmicos africano e hispánico que posibilitan compatibilidad, y que derivaron, en el contexto colonial, en sincretismos que reflejan la conservación de rasgos cercanos a los originales. Algunos de estos puntos de contacto son el uso del ritmo sesquiáltero, el predominio de ritmos ternarios y la estructura de frase o tramo común en ambos sistemas. El autor subraya que una característica particular africana es el llamado “estilo sesquiáltero africano” el cual organiza de manera aditiva y asimétrica las cinco pulsaciones del ritmo sesquiáltero, rasgo éste que lo distingue de la manera divisiva o simétrica hispana, dándole un “sello distintivo” a la rítmica africana. Así, presenta un panorama de ritmos africanos en América Latina, partiendo de las dos grandes áreas que Carlos Vega comprendió como Cancionero binario oriental y Cancionero ternario occidental e ilustra el proceso de binarización -tendencia de la música vocal africana a transformar en binarios los ritmos ternarios cuando se adoptan cantos no pertenecientes a la tradición del propio grupo étnico- que transitaron muchas de estas músicas y el cual dependió de los contextos particulares de cada tradición musical. Al hacer un repaso documental sobre las condiciones histórico-sociales de los africanos durante la colonia americana, Pérez Fernández pone de relieve la transculturación de los africanos previa a su llegada al nuevo mundo. Sin dejar de considerar la vasta diversidad de la música africana y, apoyándose en los estudios de destacados musicólogos africanistas, distingue regiones africanas con cierta homogeneidad en cuanto a estructuras rítmicas, mismos que identifica más adelante en numerosos segmentos musicales de tradiciones mexicanas registradas fonográficamente en la década de los setenta. Los alcances y propuestas del estudio son de nodal importancia, sin duda, la obra de Rolando Pérez Fernández es esencial para el estudio del aporte musical africano en México.
A fines de los ochenta, aparece otra obra general que hace énfasis organológico en la música de tradición oral; se trata de un volumen del Atlas Cultural de México dedicado específicamente a instrumentos musicales tradicionales. En esta obra Guillermo Contreras (1988) ofrece un panorama de los instrumentos musicales utilizados por las culturas precortesianas y durante el virreinato en la Nueva España. En cierto sentido, vincula la historia con la etnografía y hace un extenso recorrido organográfico de instrumentos tradicionales que aborda temáticamente mediante la división general que establece la clasificación instrumental de Sachs y Hornbostel. En ese marco, hace énfasis en la relación sostenida entre africanos e indígenas durante el periodo colonial, de la cual deriva, según el autor, una notable influencia africana en las culturas indígenas reflejada en el uso de instrumentos de origen africano entre los pueblos indios de México. Aunque Contreras considera la existencia de “paralelismos” y “adaptaciones” de instrumentos musicales similares entre grupos étnicos, cuestiona el presumible origen prehispánico de varios instrumentos (ya de largo arraigados en ceremonias rituales indígenas), y a los que, por el contrario, atribuye ser parte de la herencia musical africana. Así, el autor encuentra que instrumentos de uso indígena como la marimba, el bule palmoteado, el cajón de tapeo, la jícara de agua, el marimbol, la quijada equina, el bote (identificado como idiófono de fricción), la corneta de bule, el cántaro, el arco musical y algunos tambores bimembranófonos y sonajas tienen, en su caso, fuerte influencia o definitiva procedencia africana. Asimismo, destaca que el aporte africano no sólo se encuentra en la implantación o adaptación de instrumentos africanos al contexto novohispano, sino en la manera de ejecutar y apropiarse de la variedad de instrumentos de raigambre indígena e hispana -como en el caso del “tamboreo” en las arpas de occidente-. Otro apunte importante del investigador es el que subraya que la influencia africana no necesariamente se supedita a la existencia de grandes grupos de africanos en determinada región o área geográfica, pues señala que en ciertas condiciones el solo aporte de un músico puede tener significativas repercusiones (como refiere el autor en el caso del arco musical). Desde su publicación, el estudio de Contreras ha sido un importante referente para el estudio de la música tradicional y los instrumentos musicales en México.
Uno de los estudiosos que retoma tempranamente el interés en el folklore afromestizo de México es Gabriel Moedano. Varios ensayos y artículos de este autor, publicados desde inicios de los setenta, se ocupan de las tradiciones literarias, musicales y dancísticas de la población de origen africano en México. Dos de sus ensayos más significativos son publicados en 1988: “El arte verbal afromestizo de la Costa Chica de Guerrero” (1988a) y “El Corrido entre la población afromestiza de la Costa Chica de Guerrero y Oaxaca” (1988b). En el primero, hace un breve balance de estudios sobre el folklore afromestizo haciendo énfasis en la narrativa y otras formas literarias que intervienen en la música y la danza tradicional de la región de la Costa Chica –especialmente en sones y corridos-. Subraya la escasez de fuentes fonográficas para el estudio de la literatura y la música tradicional y agrega información que complementa uno de sus artículos previos (Moedano 1980) que versa sobre fuentes y estudios afroamericanos. Por otra parte, en el artículo sobre el corrido afromestizo en la Costa Chica, ofrece algunos antecedentes del género, sus posibles orígenes y sus temáticas literarias principales. Influido por las propuestas de análisis performativo, en boga en esos años, Moedano ubica el corrido como evento sociocultural de contextos específicos y observa el papel social de intérpretes y compositores en sus comunidades. Basándose en datos etnográficos, da cuenta de los medios de transmisión y conservación del género y repertorio, así como de las instrumentaciones (antiguas y actuales) que se han utilizado para su interpretación. Parte central del artículo hace énfasis en el manejo creativo del lenguaje que manifiesta el corrido (como género poético) y en las funciones que éste tiene en términos socioculturales, en tanto código de expresión estética, de comunicación y entretenimiento que, según Moedano, refuerza la identidad de grupo.[16]
Otro autor que aborda la temática del corrido afromestizo es Miguel Ángel Gutiérrez en su libro Corrido y Violencia entre los afromestizos de la Costa Chica de Guerrero y Oaxaca (1988). Esta importante investigación profundiza en el tema del corrido desde una perspectiva sociocultural. Mediante un intenso trabajo etnográfico en varias comunidades afromestizas, Gutiérrez analiza la relación entre violencia y corrido de este género narrativo. Si bien no todos los corridos tratan el tema de actos violentos, la gran mayoría de corridos sí lo hacen; quizá en ello radica el arraigo de este género, en los lazos de un estilo y un repertorio con lo cercano, con lo cotidiano, con personajes presentes y una violencia regional que debe ser vista en su propio contexto tanto actual como histórico. Gutiérrez toma en cuenta ese contexto y lo vincula a la matriz cultural en la que emerge el género para cuestionar el estereotipo del afromestizo costeño como sujeto “naturalmente” violento. En su nivel discursivo, por ejemplo, observa el corrido como un relato que tiene sentido al reafirmar un conjunto de valores morales, actitudes y maneras de vivir intrínsecamente vinculadas a aspectos identitarios de los afromestizos costeños. Para Gutiérrez el corrido muestra un conflicto “en circunstancias de la moral, la ética y la justicia del grupo” es un hecho detalladamente registrado, que “no hace apología de la violencia” sino que “al desnudarla la previene cuando es dañina, pero la justifica cuando la considera útil. En este sentido cumple con la función indispensable y capital de regulador ideológico de la violencia” (Gutiérrez 1988:15). El trovador así, funge como un censor social que salvaguarda y protege los valores colectivos. El corrido registra sucesos que son percibidos en el marco de una ética y estética social, concentrando valores sociales de una colectividad: el acto violento toma sentido en un marco de criterios morales compartidos. La investigación aporta también reflexiones interesantes sobre las relaciones interétnicas, las particularidades regionales del corrido y la transcipción literaria de un gran número de corridos de la Costa Chica.
Durante los noventa puede observarse un incremento de estudios relativos a la influencia musical africana en México. El retorno a la historia en la temática musical afromestiza viene con creces en los aportes de cuatro investigadores: Antonio García de León, Ricardo Pérez Montfort, Álvaro Ochoa Serrano y Rolando Antonio Pérez Fernández. En esa misma década, Arturo Chamorro y Gabriel Moedano publican a su vez algunos artículos de orientación etnográfica con énfasis en casos específicos de tradiciones musicales mexicanas.
La vertiente histórica de los noventa abre con la perspectiva de Antonio García de León que, durante esa década, publica varios artículos relacionados con el aporte musical africano en el mestizaje cultural de México y América Latina. Un primer artículo, definitorio y rector de su trabajo subsecuente es “El Caribe Afroandaluz” (1992a). En este artículo, García de León retoma el espacio geográfico que Pierre Chaunu comprende como “Caribe Andaluz”, para contextualizarlo y expandirlo mediante una perspectiva geohistórica y socioeconómica de amplia envergadura. Influenciado por el cubano Argeliers León vincula la vida material con las formas musicales y observa la integración de un “Caribe Afroandaluz” gestado durante los siglos coloniales mediante complejas redes culturales y de comercio intercontinental “de ida y vuelta”. Según García de León, el comercio ha sido analizado en lo “material”, pero no en lo musical. Acorde a esto, esboza un Caribe que desarrolla una gama extraordinaria de géneros musicales en complejos portuarios y sus respectivos hinterlands compuestos por “campesinos, vaqueros y pescadores afromestizos, mezcla de tres orígenes étnicos: españoles (principalmente andaluces), negros e indios; generalmente asociados a la ganadería y que ya para el siglo XVIII habían constituido nichos culturales muy característicos y fuertemente mestizados” (1992a: 28). Aludiendo a Argeliers León, subraya la importante presencia compartida de un Cancionero ternario caribeño que permite un constante intercambio cultural de un Caribe amplio que comprende desde el sur de la península ibérica y las islas Canarias hasta los enclaves comerciales y puertos de Cuba, Santo Domingo, Puerto Rico, Colombia (Cartagena), Venezuela (Maracaibo, La Guaira), Panamá (Portobelo) y México (Veracruz). Para García de León, este Cancionero ternario caribeño presenta tendencias musicales claras (orquestas de cuerdas con danzas que recurren al zapateo, instrumentos característicos como el arpa diatónica, acompañamiento de instrumentos de rasgueo similares a la guitarra barroca, un espacio festivo común de raigambre afroandaluza como el fandango) y características musicales regionales (citadas del venezolano Alirio Díaz: cadencias armónicas, uso de contrapunto y poliritmia, afinaciones específicas, uso de falsete o zalomeo, etc.). Según García de León, el papel africano en este Cancionero ternario fue central pues “los negros se convirtieron en portadores de la cultura popular hispana” en una civilización popular que entretejía tradiciones neoafricanas diluidas en un contexto de colonización española. Este contexto estaría “marcado por el tráfico comercial con Andalucía y la alianza étnica entre españoles y africanos en los entornos sociales en donde el indio no había sido del todo exterminado, o en donde constituía la mayoría de la población” (1992a:31). Pero ese flujo cultural y comercial sería más tarde sustancialmente trastocado por los procesos de independencia que cortaron las redes de intercomunicación colonial desde comienzos del siglo XIX. Estas y otras líneas de investigación serán retomadas por García de León en una serie de artículos posteriores (1992b, 1993, 1994, 1995, 1999a, 1999b) que seguirán las rutas trazadas por este “Caribe Afroandaluz”: la literatura, la música y la danza en un marco de relaciones históricas complejas. Aunque no reseño aquí los aportes de esos trabajos, más abajo abordaré la suma de todos ellos reflejada en El mar de los deseos, obra de capital importancia para el estudio de la música en México.
También a inicios de los noventa, en un par de artículos, Ricardo Pérez Montfort (1990, 1991) hace énfasis particular en el fandango veracruzano colonial afirmando que el fandango pudo ser un medio de afirmación de lo propio entre la sociedad de los años del México independiente por lo que vivió su época de oro en el siglo XIX. El autor subraya el uso de instrumentos cordófonos (acompañados por zapateo en tarima) en los fandangos y ofrece múltiples referencias documentales que permiten observar sus características coreográficas y literarias. Pérez Montfort considera la variedad de vertientes del fandango asumiéndolas en su diversidad como un espacio casi ritual que incorpora constantemente distintas músicas en periodos de tiempo prolongados. Dedica especial interés en intentar encontrar reminiscencias musicales prehispánicas e hispánicas en el fandango, matizando la importancia de sus “diluidas” influencias africanas.[17] También brinda amplio espacio al tema del origen de la palabra fandango.
Unos años después, Álvaro Ochoa dedica su capítulo “Mariache: concierto de tres mundos” (1994) al estudio histórico de tres relevantes tradiciones musico-coreográficas en la historia musical de México: el mitote, el fandango y el mariache.[18] Delimitando su estudio a la región del occidente mexicano, Ochoa asume estas tradiciones como representativas de las principales raíces culturales del mestizaje mexicano; las culturas prehispánicas, africanas e ibéricas. Según el autor, entre el mitote, primero, el fandango, después, y el ulterior mariache, existe cierta continuidad histórica que da cuenta musical, respectivamente, de periodos importantes de la historia del país: los inicios de la Colonia, el periodo virreinal y la etapa comprendida entre el México Independiente y el México post-revolucionario. El mitote (o baile en náhuatl) prehispánico logra perdurar entre condiciones coloniales adversas como una variedad de formas colectivas sincretizadas. El fandango colonial -en el que se hace patente el papel de los andaluces, los africanos y sus descendientes-, se presenta como una forma de resistencia ante el establishment virreinal que conjuga una gran cantidad de géneros de interacción continua gracias al vínculo establecido por las ferias regionales, las rutas de arriería y los circuitos de comercio del siglo XVIII. Finalmente, el mariache, semejante al fandango, y muy presente en la región desde el siglo XIX, pasa de expresión popular a “aire nacional” de salón cambiando su acepción primaria de baile en tarima a tipo de agrupación en las primeras décadas del siglo XX. Ochoa ofrece abundantes referencias históricas sobre las tres tradiciones.
Más tarde, el interés de Ochoa en Mitote, fandango y mariacheros sería complementado con su parágrafo titulado “Fandango: bailongo de negros entre blancos y descoloridos” (1997) donde el autor aporta un caudal de referencias y fuentes sobre el fandango del siglo XVIII y XIX; sus andares de ida y vuelta entre el viejo y nuevo mundo; su extensión hasta el sur de EU; la multiplicidad de géneros que acogió como baile sobre tarima y sus diversas variantes regionales. Para Ochoa, protagonistas principales de estos fandangos fueron los afrodescendientes en las ferias y festividades de ranchos y haciendas coloniales en las que el uso del tamboreo del arpa y el baile sobre tarima por parte de negros y mulatos era profuso.
Uno de los primeros bailes que el Santo Oficio de la Inquisición prohibió durante el periodo colonial fue el llamado chuchumbé. Esta expresión músico-dancística es sujeta a análisis en el extenso artículo “El chuchumbé y la buena palabra” de Rolando Pérez Fernández (1996; 1997). El interés de este musicólogo se dirige al origen y sentido de este conocido baile afrodescendiente desde un punto de vista literario, etimológico y coreográfico. En su parte introductoria, el estudio propone como marco histórico de referencia una interesante periodización del canto y baile afromestizos en el México colonial. Ésta abarca, según el autor, cuatro etapas: de 1519 a 1580; de 1580 a mediados del siglo XVII; de mediados del siglo XVII a 1766 y de 1766 a 1820. En la primera etapa, marcada por una fase de transición en cuanto a economía y organización social, la Inquisición todavía no se establece y prevalece cierta permisividad en torno a las manifestaciones musico-dancísticas de los esclavos (principalmente de origen sudanés y bantú). La segunda etapa que refiere a la consolidación colonial y a una economía basada en un sistema esclavista -con el ingreso masivo de africanos a la Nueva España-, se caracteriza, en lo músico-dancístico, por ser una etapa de constante oscilación entre prohibición y permisión de bailes por parte de las autoridades coloniales. Según Pérez Fernández, en esta misma etapa habría una marcada influencia recíproca indígena-africana en lo danzario y lo musical. En la tercera etapa, cesa el ingreso de africanos a la Nueva España y comienza la decadencia de la esclavitud como sistema económico y social. Esto genera una abundancia de expresiones afromestizas -en las que intervienen también españoles y mestizos- caracterizadas por sus atrevidos “excesos”, pero enmascaradas muchas veces bajo el disfraz de supuestas ceremonias de carácter religioso. Según el autor, la cuarta etapa, marcada por el Despotismo Ilustrado y sus consecuencias sociopolíticas y económicas en la Nueva España, se caracteriza por la “expansión de la danza y el canto afromestizos” en los que “predomina el mestizaje entre lo español y lo africano” y en la que la represión de la Inquisición toma acciones más severas. De acuerdo con Pérez Fernández, durante la primera etapa hay una marcada interacción entre lo indígena y lo africano; más tarde, entre lo español y lo africano; y finalmente, lo indígena es influido por lo afromestizo. El canto y baile afromestizos al final de la Colonia serían así la base común que se perpetuaría luego en el periodo independiente a través del llamado tango. Precisamente en esa cuarta etapa, en 1766, es que aparece en Veracruz el baile del chuchumbé. Pérez Fernández analiza el chuchumbé sólo en sus aspectos literario, etimológico y coreográfico -pues menciona que el aspecto musical se ha perdido- y básicamente hace una propuesta para el análisis de un son colonial desde esos niveles. Así, transcribe la totalidad de la letra del chuchumbé y encuentra formas responsoriales y alternancias métricas de los versos que atribuye a la influencia africana. Subraya esta influencia previa en ejemplos de la literatura y la música novohispana como en el caso del portorrico o las guarachas de mediados del siglo XVII o también en danzas que prefiguran a estos procesos como la zarabanda. Subraya el sustrato rítmico compartido entre el “son mexicano” y diversas músicas del área caribeña. Al analizar la descripción inquisitorial del baile del chuchumbé encuentra correspondencias entre éste y algunas tradiciones africanas y afrohispanas. Pérez Fernández cuestiona el significado propuesto por algunos investigadores para el término chuchumbé que tradicionalmente se asocia al baile de “ombligo” (o golpe de pelvis) y plantea una raíz kimbundu del vocablo que lo asociaría denotativa y connotativamente al falo. También cuestiona el que algunos investigadores le atribuyan un origen cubano al chuchumbé para lo cual reconstruye condiciones históricas que sustentan un posible origen de este baile entre las milicias de pardos y morenos –provenientes del hinterland de Veracruz- que patrullaban para ese entonces la costa veracruzana. Pérez Fernández afirma que si bien la danza africana en las distintas etapas coloniales cambió, no necesariamente entrañó este desarrollo una ruptura total con los principios básicos que la sustentaban y de los que provenía. De aquí se desprende que el musicólogo advierta la falta de pertinencia al conceptuar rígidamente estas manifestaciones dancísticas como profanas o sagradas que, por el contrario, vuelven necesaria una perspectiva africana (como la propuesta por Janheinz Jahn) que retome los conceptos africanos de nommo y zorro para poner de relieve la importancia social que tiene la música entre los africanos al considerarla, con la buena palabra, del lado vital (nommo) de la existencia. Acorde con ello, Pérez Fernández asume la música/danza afromestiza de fines de la Colonia como una expresión de resistencia de “las clases populares y la cultura subalterana” frente a la represión y opresión de una cultura dominante, es decir, como “una afirmación de la vida en oposición a la muerte”.
A mediados de los noventa, Arturo Chamorro retoma la orientación etnográfica con un extenso artículo que se propone identificar rasgos africanos en la música costeña y calentana mexicanas.[19] El trabajo de Chamorro, intitulado "La herencia africana en la música tradicional de las costas y las tierras calientes" (1995) ofrece una revisión de fuentes coloniales que subrayan la presencia de población negra y mulata en regiones costeras del país. Posteriormente, identifica las áreas de procedencia de los africanos llegados a México y propone una serie de rasgos musicales característicos del occidente africano que pueden corresponderse con tradiciones mexicanas asociadas al llamado “son mexicano”. Las características generales de la música africana parten de nociones propuestas por reconocidos estudiosos africanistas como Rose Brandel, Kwabena Nketia, Alan Merriam, Simha Arom, John Miller Chernoff y Robert Kauffman, así como de estudiosos latinoamericanos como Felipe Ramón y Rivera, Gerhard Béhague y Rolando Pérez Fernández. Así, Chamorro encuentra correspondencias africanas en varios niveles como el modo de ejecución instrumental, los rasgos organológicos y algunos aspectos dancísticos. Sobre la ejecución, Chamorro indica que son más discernibles los rasgos rítmicos (uso de patrones estándar, rítmicas aditivas y “ritmos cruzados”) en instrumentos de cuerda y tambores; aunque identifica otros rasgos como la inclusión de “sonidos ornamentales” y modificadores de sonidos instrumentales dentro del acompañamiento (uso de idiófonos percutores), el lenguaje del tamboreo como sustitutivo del lenguaje hablado y canto responsorial en varias tradiciones mexicanas. Asimismo, subraya otros usos en tradiciones musicales mexicanas como los toques de llamada (en tambores), la modificación de afinación en las membranas de tambores (al uso africano), la improvisación en instrumentos de cuerda y algunas correspondencias de ejecución entre la Kora africana y el arpa tamboreada del occidente mexicano. Chamorro observa la posible influencia de los griots y su papel como músicos contadores de historias tanto entre los esclavos del periodo colonial como entre los actuales troveros o cantores-narradores de algunas regiones afromestizas. Otro aspecto que nota es el manifiesto en el baile y el zapateo, no sólo en cuanto a sus elementos improvisatorios y ritmos utilizados, sino en la corporalidad de su ejecución. El autor finaliza señalando que los rasgos africanos no están presentes de manera “evidente” en las tradiciones musicales mexicanas y que estos se encuentran insertos en niveles menos obvios, por lo que subraya la relevancia del enfoque etnográfico para su análisis al afirmar: “se puede argumentar que a través de la música de tradición oral, el panorama de la herencia africana es mucho más optimista que el de las fuentes documentales” (1995: 440).
Vinculado al artículo precedente, Chamorro publica en 1996 “Presencia africana en la música de México” en este texto agrega algunos apuntes musicológicos sobre lo ya señalado en “La herencia africana...”.[20] Luego de proponer una generalización sobre las estructuras musicales africanas basadas en un “esqueleto a fondo” (estructura antifonal de llamadas-respuestas con patrones rítmicos de repetición), un “fondo medio” (patrones rítmicos) y “motivos decorativos” (improvisación y variaciones), Chamorro explora, aspectos rítmicos (“rítmica combinada”) de las cuerdas rasgueadas y las baterías de tambores en varias tradiciones musicales de México. Para el autor es importante destacar que los rasgos africanos no están en la superficie musical de aparente hispanidad reflejada en el tipo de instrumentos (arpas y guitarras) del llamado “son mexicano”, sino en la manera de ejecución de éstos, así como en las baterías de tambores que acompañan danzas y zapateados en el Golfo. Señala la presencia de patrones estándar y acentos cruzados entre los grupos de tamborileros de Tabasco así como el uso de entrecruzamiento de ritmos en distintos géneros tradicionales, manifiestos en la improvisación de mánicos (modos de rasgueo), punteo de cuerdas, improvisación melódica y tamboreo sobre la caja de resonancia de las arpas. Aludiendo a Fernando Ortiz -quien asume ciertos tipos de rasgueo en los instrumentos de cuerda como sustitutos de la ejecución del tambor-, apunta el azote y el rasgueo percusivo de las regiones calientes, trópicos y costas mexicanas como elementos de presumible veta africana. Es de destacar que Chamorro concluye su escrito vindicando la presencia africana en el “son mexicano” oponiéndose a la continua negación del aporte africano por parte de algunos “intelectuales que niegan toda presencia africana a ciertas tradiciones, como la del mariachi, reiterándola por la vía de un símbolo o un estereotipo cultural que tiende a interpretarse más bien por la vía de una identidad criolla o mestiza” (1996: 72). También destaca el interesante mapa que Chamorro propone sobre las “Áreas de dispersión de elementos musicales en relación a los asentamientos de población negra y mulata entre los siglos XVI al XVIII” en el que identifica grosso modo “elementos musicales” en relación con zonas de población afrodescendiente e instrumentaciones en las costas del Golfo y el Pacífico mexicanos.
En ese mismo año, el etnólogo Gabriel Moedano aporta un acercamiento etnográfico enfocado en las tradiciones músico-coreográficas de “La Población Afromestiza de la Costa Chica de Guerrero y Oaxaca”. Este ensayo, que acompaña a un interesante fonograma, es el primer panorama general sobre las expresiones musicales tradicionales de esta región. En su trabajo, Moedano incluye antecedentes históricos y un panorama etnográfico regional que ayudan a situar en contexto algunas de las expresiones locales presentadas: el corrido, el fandango de artesa y la llamada danza de diablos. El autor hace hincapié en la relevancia de la oralidad en las comunidades afromestizas de la Costa Chica así como del manejo artístico del lenguaje manifiesto tanto en la vida cotidiana como en formas versificadas rituales utilizadas en el ciclo de vida, los parabienes de angelito o los rituales del matrimonio. Sobre el corrido, género musical presente en buena parte del territorio mexicano, Moedano subraya su relevante papel social, su vigencia regional y algunas de sus particularidades locales. Para el fandango de artesa -baile sobre un cajón zoomórfico de una sola pieza de madera-, el autor ofrece algunos de sus antecedentes coloniales y describe los instrumentos musicales que actualmente participan en esta tradición, su repertorio tradicional y las ocasiones festivas en que se lleva a cabo. Sobre el juego de diablos -comparsas de danzantes disfrazados que bailan en la celebración de muertos en noviembre- se describe la instrumentación, las indumentarias y máscaras zoomórficas, así como el repertorio de sones ejecutado.
Aunque en general el ensayo es abiertamente descriptivo, Moedano no deja de señalar que en las características rítmicas del repertorio musical de la danza de diablos y el baile de artesa “se hace presente la herencia africana”. Si bien el trabajo no presenta un análisis al respecto, hace valiosas contribuciones fonográficas incluyendo arrullos, sones, coplas, corridos, chilenas y huapangos todavía ejecutados para la década de los setenta en esta comunidades. Destaca también la inclusión del corrido “Filadelfo Robles” grabado por Gonzalo Aguirre Beltrán en la década de los cuarenta y que forma parte de un conjunto de grabaciones que posiblemente sean las más antiguas que existan de la música tradicional en la región.
Una de las vetas de investigación más sugerentes de las comunidades afromestizas es la que concierne al arte verbal y la literatura oral. John H. McDowell (2000) en su libro Poetry and Violence analiza este aspecto central del corrido afromestizo de la Costa Chica analizando la respuesta poética hacia la violencia regional manifiesta en la literatura del género. Su aporte afina algunas conclusiones hasta ahora vertidas sobre el tema, profundizando en su complejidad y haciendo énfasis en el hondo significado que poseen las narrativas del corrido para los oriundos de la región. El eje fundamental de su obra es contrastar tres tesis en torno al tema del corrido y la violencia. La primera, denominada tesis celebratoria de Gonzalo Aguirre Beltrán, observa la violencia en el corrido como reafirmación de la necesidad social del sujeto violento, es decir, moldear una personalidad agresiva deseada por la cultura. La segunda tesis, sugerida por Miguel Ángel Gutiérrez, es la denominada tesis regulatoria, en la que el corrido funge como regulador ideológico de la violencia de acuerdo a un conjunto de valores socialmente compartidos. John McDowell propone una tercera tesis denominada tesis terapéutica en la que la poesía es vista como una forma de terapia colectiva e individual ante un evento violento. En un género musico-literario tan asociado al género masculino, uno de los aportes de MCdowell es subrayar el papel de las mujeres, no sólo como intérpretes de corridos, sino como amplias conocedoras del género.
El presente siglo abre con dos investigaciones fundamentales en la temática musical afromexicana del país: El mar de los deseos (2002) y “El son jarocho como expresión musical afromestiza” (2003). Aunque de orientación metodológica distinta, ambos estudios convergen y se complementan mutuamente coincidiendo en la generalidad de sus aportes.
Desde una perspectiva prioritariamente histórica, en El mar de los deseos, Antonio García de León (2002) aborda, haciendo énfasis en lo musical, el extenso espacio geopolítico que conformaron los reinos de España y Portugal en el periodo colonial americano. El autor dirige su atención al Gran Caribe, delimitado por él mismo con anterioridad, el cual concibe como un espacio que constituyó una vasta comunidad histórica vinculada por el comercio y redes culturales. Dicha comunidad multicultural hizo del fandango eje rector y espacio ideal de confluencia de creatividades en el que se reflejó la rica interacción de formas y códigos musicales compartidos. García de León comprende muchas de las tradiciones musicales, dancísticas y literarias actuales como reminiscencias de ese lenguaje común novohispano que alguna vez compartió condiciones económicas y sociales similares. Desde esa premisa, plantea una “particular lingüística histórica” que busca rastrear en las distintas vertientes del fandango el cancionero original del que se desprendieron variantes dialectales manifiestas en una enorme diversidad de géneros coloniales. A partir de cuantiosos datos y fuentes, su perspectiva ofrece un panorama de condiciones compartidas entre tradiciones del mundo novohispano; tradiciones orales que viajaron “de ida y vuelta” entre mares, puertos y nichos ganaderos, y en donde la población afrodescendiente jugó un papel central como portadora, generadora y reproductora de tradiciones. El autor subraya la flexibilidad del barroco español americano en contraste con el de la península ibérica, poniendo de relieve el carácter permisivo de esta nueva sociedad en continuo proceso de conformación. Desde su mirada histórica, la región estudiada es comprendida como “una superficie común de transporte de mercaderías y bienes culturales” que vive una primera globalización en la que el entorno colonial precedía a la metrópoli. Apartándose de la tradición de estudios de corte nacionalista, García de León subraya la enorme complejidad que comprende en sí misma la “tradición” como producto de esta primera globalización y el encuentro de muchos mundos y variadas concepciones que derivan en nuevas concepciones y complejos culturales. Su perspectiva rompe con el mito del “encuentro de dos mundos” o las visiones nacionales sobre el mestizaje entre “indio” y “español” y su visión reduccionista. El aporte africano se reitera recurrentemente en su obra al advertir la importante presencia de los africanos y sus descendientes en casi la totalidad de las actividades de la sociedad novohispana, lo que permite dejar rastro de su impronta cultural, específicamente en lo musical, dancístico y literario. Por otra parte, García de León acorta las distancias entre lo popular y lo culto evidenciando diálogos y circularidades prolongadas durante siglos y perpetuadas en rastros de tradiciones actuales. El propio título de la obra sintetiza el aporte de su investigación: una historia tejida de un intrincado contrapunto cultural, una trama de varias voces que interactúan interdependientemente y que no pueden ser vistas sino mediante palabras clave que se vinculan -fandango, cancionero, civilización popular, comunidad histórica, Caribe histórico, Caribe afroandaluz, décima, aguinaldo, etc.- al ser apreciadas con profundidad histórica. Según el autor, la dispersión cultural de ese Gran Caribe musical comienza a mediados del XVIII y se vincula a los grandes procesos de transformación económica y política de fines de la Colonia, estos se acentúan más tarde por los movimientos de independencia de la mayoría de los países latinoamericanos (tardíos en el caso del Caribe Insular lo que permite el desarrollo de tradiciones “neoafricanas”). García de León hace énfasis en la presencia musical afrodescendiente, a la que otorga especial importancia no sólo en México sino en términos latinoamericanos: “Los rasgos rítmicos africanos son la argamasa común, el sustrato compartido inmerso en dosis diferentes dentro de todos los cancioneros, la tabla de salvación. Sus cadencias constituyen un elemento más que reafirma la unidad de la cultura latinoamericana” (García de León 2002: 210).
El mar de los deseos es una investigación profunda, de audaces conjeturas y significativos aportes que presenta una reconstrucción histórica no lineal que pone de manifiesto el constante intercambio cultural de una macro-región llevado a cabo en condiciones materiales e históricas específicas y cambiantes. En este texto, García de León recapitula sus aportes previos ofreciendo una visión que va más allá de una concepción limitada del mestizaje y que muestra la complejidad que encierran esos procesos en el caso latinoamericano. Su estudio aborda un nicho pendiente en la investigación musical del país y ofrece un marco histórico fundamental a muchas de las actuales investigaciones en el campo de la música tradicional en México.
Un año después, Rolando Pérez Fernández amplía sus aportaciones previas publicando un interesante acercamiento musicológico enfocado en un caso específico: “El son jarocho como expresión musical afromestiza” (2003). En este texto, reitera la omisión que prevalece en el estudio del aporte musical africano en México y encamina su esfuerzo a la justa valoración de este aspecto, así como de los procesos de transculturación ocurridos en América Latina. Siguiendo la propuesta analítica de Aguirre Beltrán en cuanto a observar un enfoque diacrónico y sincrónico en el estudio de las expresiones afromestizas, se propone identificar en qué géneros musicales mestizos puede observarse aporte africano y en qué áreas geográficas de México se localizan estos géneros, cuáles son los rasgos musicales africanos presentes en la música mestiza mexicana y a qué grupos étnicos corresponderían dichos rasgos. No dejando de lado la matriz sociocultural de la música, aborda también las causas sociales y estructurales que, desde su perspectiva, permiten la permanencia de estos rasgos. De acuerdo con Pérez Fernández, el aporte africano puede identificarse en el género conocido como son y en otros más como el jarabe, la chilena, el gusto y el zapateado. Estos géneros se encuentran en las costas y cuencas fluviales de México y sus extensiones hacia las altiplanicies centrales, regiones que, en lo general, pueden comprenderse como la Llanura Costera del Golfo y el México Meridional. El número elevado de afromestizos en estas zonas durante el periodo colonial y su vínculo con actividades ganaderas permitieron mayor interacción y movilidad geográfica durante esa misma época, ayudando a la conservación de cualidades africanas. Según el autor, los rasgos rítmicos africanos existentes en la música mestiza mexicana son: patrones rítmicos y esquemas métricos divisivos y aditivos (como la presencia del patrón estándar); empleo de diferentes esquemas de subdivisión ternaria que crean efectos de contrarritmo; desplazamiento de patrones rítmicos con respecto al tramo temporal (o time span y denominado por Nketia como polirritmia); entradas a contratiempo en las que no coincide el punto axial y el punto inicial (Kubik); uso de los denominados recursos africanos de variación rítmica; empleo simultáneo de la subdivisión ternaria y la binaria; variaciones improvisatorias; carácter percusivo de los rasgueos y la diversidad de formas de ataque y articulación de cordófonos; uso de estructuras responsoriales en el canto; uso de instrumentos como el marimbol o maneras de ejecución como el palmoteo en cajas de resonancia; algunas categorías nativas de origen africano. Para Rolando Pérez, la retención de rasgos africanos ha estado determinada por la mutua influencia entre las culturas africana y europea principalmente durante la Colonia. La población africana conservó “manifestaciones artísticas como manera de mantener la cohesión entre sí como grupo humano” (2003: 42) produciendo “una interinfluencia entre las culturas africanas e hispánicas que dio origen al canto y el baile mestizo, básicamente hispano-africano” (43). Según el autor, la compatibilidad entre el sistema rítmico africano y el hispánico (a pesar de sus diferencias) permitió sincretismos de parte de los africanos, quienes identificaron elementos similares a su antigua cultura en los de la clase dominante española. Pasando a un plano específico, Pérez Fernández ilustra algunas de las características señaladas analizando musicológicamente tres sones jarochos: “El Coco”, “El Siquisirí” y “La Morena” registrados en 1995 en Veracruz. Finaliza su artículo con un análisis de los componentes etimológicos del vocablo saranguandingo, integrado a las coplas del son “El Animal” y denunciado en 1767 ante el Santo Oficio, para sustentar su origen bantú.
La precedente revisión permite observar grosso modo el curso que han seguido los estudios que tratan el tema de la influencia musical africana en México. Un primer punto a notar es que la calidad y profundidad de los acercamientos ha ido incrementando, aunque no así el número de éstos ni las regiones de estudio. Siguen siendo pocas las aproximaciones dedicadas a este tema, no obstante que ya se cuenta con investigaciones generales que ofrecen un marco de referencia a futuros estudios específicos. En cuanto a las regiones abordadas, el interés se ha dedicado a los enclaves donde fenotípicamente son más perceptibles los afrodescendientes, es decir, la costa del Golfo y la costa del Pacífico. Estos estudios se han enfocado en periodos específicos, la mayoría hace énfasis en los siglos XVII y XVIII de la costa del golfo, la región de occidente y en menor medida la región central del país. De aquí se desprende otro rasgo de las investigaciones sobre el aporte musical africano en México: hay un contraste notable entre el cuantioso número de acercamientos históricos comparado con la escasez de trabajos etnográficos. El enfoque complementario entre la perspectiva etnográfica y etnohistórica que tanto subrayara Gonzalo Aguirre Beltrán ha sido insuficientemente realizado.
En el plano histórico hay cierta continuidad de estudios, sin embargo, la mayoría de éstos no son investigaciones dedicadas específicamente al tema de la influencia musical africana, sino breves referencias, artículos o capítulos de libros con otras temáticas centrales. Puede observarse que los estudios dedicados exclusivamente al tema de la música afromestiza comienzan hasta finales de los ochenta del siglo pasado. Por otro lado, el estudio histórico de la música de tradición oral presenta algunas dificultades. Aun cuando las fuentes documentales hacen múltiples menciones a la música que acompañaba los diversos bailes prohibidos durante el Virreinato, estas descripciones generalmente se limitan a la mera mención del repertorio de piezas o a los instrumentos utilizados, omitiendo la escritura musical del fenómeno sonoro –que no tendría sentido para los fines perseguidos por un proceso inquisitorial-, lo cual vuelve muy difícil el estudio específicamente sonoro-musical desde una perspectiva histórica. Al respecto son interesantes las propuestas ya citadas más arriba.
Faltan además acercamientos sobre las zonas no consideradas como típicamente afromestizas como la región central del país, el sureste, la península de Yucatán,[21] el norte y noroeste del país. Quizá la falta de estudios en algunas de estas regiones obedezca a cierta escasez de fuentes documentales, aunque esto también vale para regiones con mayor presencia afromestiza. Un caso representativo, por ejemplo, es la diferencia cuantitativa y cualitativa de referencias documentales que existe para las regiones del Golfo y la Costa Chica: mientras que para la costa del Golfo se conserva un mayor número de fuentes debido a la importancia comercial del puerto de Veracruz durante la Colonia; para la costa del Pacífico hay menor abundancia de documentos (Widmer 1990).
En el plano etnográfico el terreno permanece poco estudiado, pues, a excepción de unas cuantas aproximaciones musicológicas, ha habido pocos aportes al respecto. Los acercamientos basados en análisis musicales han contribuido con resultados concretos sobre patrones rítmicos característicos del occidente de África encontrados en tradiciones musicales de México. Los tres autores más importantes en torno al tema, Pérez Fernández, Chamorro y García de León, coinciden en la rítmica como herencia africana común a un vasto número de tradiciones musicales mexicanas. Estos autores han aportado importantes metodologías y líneas de investigación, sin embargo, no existen análisis rítmicos sobre repertorios completos de tradiciones musicales específicas, ya sea de las costas del Golfo o de las del Pacífico; por no mencionar las tradiciones de las demás regiones del país o repertorios indígenas. Asimismo, es importante explorar líneas de análisis que pongan énfasis en otros aspectos musicales importantes de las ricas tradiciones africanas como la melodía y la polifonía. Por otra parte, algunas aproximaciones desde la organología han dado cuenta de nexos con tradiciones africanas tomando en cuenta la morfología y construcción de los instrumentos musicales presentes en tradiciones mexicanas, pero es necesario un mayor conocimiento del uso y características de los instrumentos de presumible ascendencia africana en sus contextos de origen considerando las regiones de procedencia de la diáspora colonial africana. Y no sólo eso, como señalan Colin Palmer (2005) y Nicolás Ngou-Mvé (2005) hace falta un profundo conocimiento de la historia y las culturas africanas para poder acceder a estudios más fundamentados en el campo de estudios afromexicansitas; señalamiento especialmente válido en lo que concierne a la influencia musical africana. Faltan también acercamientos que centren su interés en aspectos como el uso, función, timbre y aspectos performativos de los instrumentos. Aportes significativos podrían derivar asimismo de estudios comparativos entre tradiciones musicales de distintas regiones del país considerando sus propios entornos sociohistóricos.
Es de notar en este recuento que varios de los estudios sobre el tema hacen énfasis en permanencias africanas y su rastreo histórico,[22] en algunos casos, esas permanencias dan cuenta de valores estéticos africanos arraigados desde hace centurias –ampliamente transculturados y sincretizados-, y en los que los significados han cambiado de acuerdo con contextos también cambiantes. A partir del siglo XIX deja de haber la compleja interrelación que gestó a estas tradiciones, provocando cambios que se acentúan significativamente en el contexto del siglo XX. En suma, los trabajos de corte etnográfico musical con los que se cuenta hasta el momento son contribuciones valiosas y necesarias que preparan el camino a venideros estudios. Varios acercamientos recientes han planteado nuevas preguntas desde distintas disciplinas ampliando el ámbito de acercamientos a la música, danza y literatura afromestizas; investigadores como Ma. Cristina Díaz, Octavio Rebolledo, Glenn Michael Swiadon, Alfredo Nava Sánchez, Ana Elisa Santos, Alejandra Espinoza, Maria Isabel Rojas, Lilith Alcántara, y quien esto escribe, entre otros, hemos apuntado algunas nuevas rutas o profundizado en vertientes ya establecidas.[23]
Por otra parte, en México, hay una enorme falta de fuentes y referencias (directas e indirectas) sobre la música africana. Si bien existe el acceso a un número limitado de ejemplares de Ethnomusicology o el Yearbook for Traditional Music estos ofrecen una perspectiva parcial sobre la temática musical africana que requiere ser complementada con reflexiones de investigadores africanos contenidas en revistas africanas como African Music. La falta de conocimiento sobre la etnografía africana y afroamericana tanto musical como coreográfica y el escaso diálogo con Latinoamérica dificultan el desarrollo de estos estudios. Existen también pocos diccionarios de lenguas africanas y una restringida colección de grabaciones de música africana a las cuales recurrir.
En algunas obras recientes de gran envergadura y de carácter internacional en las que se incluyen rubros generales sobre la música tradicional mexicana, el aporte musical africano es abordado sólo de manera periférica en cuanto a instrumentos y géneros musicales específicos. Ejemplo de ello puede observarse en la entrada sobre “México” incluida en el Diccionario de la Música Española e Hispanoamericana.[24] Tratamiento similar puede observarse en el segundo volumen de The Garland Encyclopedia of World Music y en The New Grove Dictionary of Music and Musicians que advierten un interés musical prioritariamente indígena en las tradiciones mexicanas omitiendo el aporte africano. Esto da cuenta, por un lado, de la imagen general que tiene un sector de la comunidad académica internacional sobre la música de tradición oral de México y, por el otro, de la propia noción que desde el país se ha proyectado hacia el exterior. Prevalece cierto estereotipo de la cultura mexicana como producto de un mestizaje hispano-indígena.
Actualmente, en el plano general de las investigaciones sobre poblaciones de origen africano en México hay un importante debate en torno a algunas categorías utilizadas para identificar grupos humanos como lo son las acepciones de etnia y raza. La mayoría de los estudiosos ha identificado a los grupos afromestizos principalmente por sus rasgos fenotípicos utilizando categorías de identificación de grupos sociales que en sí mismas pueden ser contradictorias. Esta misma problemática puede observarse en los estudios aquí presentados (y en este mismo escrito) al utilizar vagamente categorías como afromestizo, afromexicano o afrodescendiente, las cuales implican cuestiones identitarias y epistemológicas importantes. Otra discusión relevante es la importancia de conocer de manera más directa las propias culturas africanas como referente inicial al hacer este tipo de estudios. Excepcionalmente ha habido un conocimiento profundo de las culturas africanas originales o se ha partido de fuentes de primera mano; por el contrario, la mayoría de enfoques parte de puntos de vista contenidos en investigaciones europeas o estadounidenses, heredando así tanto sus alcances como sus límites.
El fuerte impacto ideológico de la revolución en la sociedad mexicana, aunado al auge de la modernidad tecnológica y la masificación de la cultura han ratificado una negación implícita o una presencia silente del aporte africano en la cultura mexicana. Tal vez la contribución más significativa de los estudios sobre la influencia musical africana sea el hecho de afirmar que la herencia africana no se encuentra en la superficie de la cultura, sino en un nivel menos evidente, pero no por ello menos importante. Este nivel, musical, quizá especializado, puede ofrecer algunas estrategias de investigación con interesantes resultados para los estudios afromexicanos generales. De aquí la importancia de enfoques metodológicos y orientaciones analíticas musicológicas más sólidas -aunque no por ello menos flexibles- que ayuden a mostrar la multiculturalidad presente en la música tradicional mexicana. Si consideramos el complejo proceso de mestizaje que se ha llevado a cabo en México y el cuidado que sugiere éste al indagar los vestigios de las culturas que lo conformaron, una perspectiva africanista necesariamente sugiere una postura flexible. Esta postura presenta sus retos pues es difícil no responder a una reiterada omisión académica sobre la importancia del aporte africano en la cultura mexicana. No obstante, avivar una posición afro-determinista puede también reducir el universo musical a esa sola influencia cayendo en un determinismo velado similar al de la concepción del mestizaje indio-español nacionalista.
El presente recuento hace patente que el desarrollo de la historia musical de México estaría incompleto sin considerar el significativo aporte africano en la cultura del país. También destaca una ruta de estudios que si bien por momentos parece poco discernible, no deja de estar vigente dando cuenta de la larga presencia de esta veta de investigación. Varios estudiosos han establecido cimientos generales que dan ahora paso al surgimiento de acercamientos más específicos. Conviene así, en el estudio de la influencia musical africana, tener presente no solo el equilibrio entre acercamientos históricos y etnográficos, sino el afán de construir una historia de la música incluyente y plural, de “ida” y “vuelta” entre lo culto y lo popular, de “aproximaciones mestizas” a largos procesos en constante movimiento; perspectiva que ya desde 1934 tiene un inicial pero sólido precedente en la figura de Gabriel Saldívar y su connotada Historia de la música en México.