1. Paula es un Neanderthal hembra de mediana edad. Está inclinada. Con la ayuda de un palo pica y remueve la tierra. Recolecta frutos y tubérculos para alimentar a sus dos crías y a otros compañeros del clan. De repente un ruido amenazador la sorprende por la espalda. Paula da un salto, gira unos 120 grados sobre su eje, cae sobre sus dos piernas separadas, firmes y algo flexionadas, extiende el brazo a la altura de su pecho en la dirección en que ha localizado el peligro y bate furiosamente el palo ahora convertido en una improvisada arma de defensa. Todo lo hace en un instante y con un solo gesto. Paula no sabe que miles de años de evolución le han dotado de un sistema auditivo complejo, capaz de traducir información acústica en señales de alarma. No es consciente de que sus habilidades auditivas generan un mapa espacio-acústico detallado que le permite localizar con precisión la ubicación de la fuente sonora, calcular su tamaño y prevenir el riesgo que representa. Tampoco sabe que su sistema auditivo no es tan sofisticado como el de su primo que viene subiendo del sur, el homo sapiens sapiens, pero le es suficiente (hasta el momento) para su objetivo fundamental: sobrevivir. Paula ha evaluado toda la información que extrajo de ese ruido, así como las posibles estrategias a seguir como huir, ocultarse o enfrentar la amenaza. A partir de ese análisis instantáneo toma una decisión. Su supervivencia depende de la perfección de su sistema auditivo.
2. En medio del estruendo Paula sigue batiendo el palo para acallar el peligro. Lo agita atizando torpemente todo el espacio que abarca con sus extremidades hasta que por fin logra apagar el despertador. Paula no es una Neanderthal, es una estudiante de grado superior de violonchelo y, si no se da prisa, llegará tarde a clase. La ducha le hace olvidar la pesadilla. Al salir del lavabo se tropieza con Pepo, uno de sus compañeros de piso que estudia arquitectura y que a estas horas de la mañanaya está escuchando Metallicaa todo volumen. Sin mediar palabra, Pepo la reta ciñendo una guitarra eléctrica imaginaria que rasguea rítmicamente siguiendo la canción Ain’t my bitch. Pepo nunca ha estudiado música ni toca ningún instrumento. Su “ejecución” es intuitiva y se basa exclusivamente en su conocimiento de cómo se produce esa música y en su capacidad general de imitación. Paula acepta el reto y ahora es ella quien toma con firmeza la guitarra imaginaria. Tensa el cuello y la mandíbula y mueve rítmicamente la cabeza de arriba a abajo. Parece formar una sola pieza compacta pero flexible desde la coronilla hasta las rodillas. Toda ella es como un muelle en el que la cabeza es el extremo que se agita con más energía como resultado de la inercia y fuerza centrífuga que se concentra ahí. Llega por fin el solo de guitarra. Paula y Pepo dejan el rasgueo y se entregan extasiados a un punteo virtuoso: mueven un plectro imaginario a velocidad de vértigo. Acompañan los giros agudos moviendo el brazo izquierdo hacia su cuerpo, como si subieran a los trastes de las regiones más agudas del diapasón de la guitarra virtual. Los dedos de la mano izquierda se mueven caótica y rápidamente. Reproducen de manera tosca los acentos y giros melódicos que se escuchan en la música. Parece que realmente son ellos los que tocan. Pero se hace tarde y no hay tiempo para terminar la canción ni para recibir el aplauso.
3. En el metro, Paula se enchufa a su reproductor de MP3. Alguna vez alguien le contó que el oído recrea parte de la información extraída digitalmente de los sonidos comprimidos en ese formato. Un archivo MP3 es música perezosa que pide al oído humano que le ayude a completar su trabajo.
4. Paula escucha el disco Pa’ fuera telarañas de Bebe. Se lo compró porque considera “muy importante que la música aborde los problemas de discriminación y violencia de género”.
5. Mientras ella escucha, el resto de los pasajeros se divierten al ver a la simpática jovencita moviéndose en su asiento despidiendo virutas sónicas: “trsh, trsh, trsh, trsh, trsh”. Ella mueve la cabeza hacia un lado y otro de forma paralela a la recta que dibujan sus erguidos hombros. También sigue el ritmo con la mano y el brazo. Se mueve de manera orgánica dentro de las limitaciones de su postura en el asiento y el espacio que le dejan sus vecinos. Ahora su cuerpo es más articulado y diferenciado en comparación a la masa compacta que formaba cuando cantaba con Metallica.
6. A veces es posible leer en su rostro la letra de la canción. Su boca modula sordamente el texto: “hoy vas a sé la ‘mujé’, que te dé la gana de ‘sé’”…
7. Rumbo a la salida del metro, Paula se descubre sola en un corredor rebosante de eco. No desperdicia la ocasión y entona a viva voz el estribillo de la canción que antes sólo esbozaba mímicamente: “Hoy vas a descubrir que el mundo es sólo para ti, que nadie puede hacerte daño, nadie puede hacerte daño./ Hoy vas a comprender que el miedo se puede romper con un sólo portazo./ Hoy vas a hacer reír porque tus ojos se han cansado de ser llanto, de ser llanto./ Hoy vas a conseguir reírte hasta de ti y ver que lo has logrado”. Le gusta sentir cómo su garganta se tensa levemente para producir sonido. Su cabeza entera vibra como la piel de un tambor. Se escucha así misma de un modo “sordo”, desde dentro. Percibe su canto a través de sus propios huesos. Disfruta de ajustar (o desajustar) la afinación en las notas largas y de hacer ornamentos y flexiones agógicas a los inicios o finales de frase. Es un canto placentero que se regodea más en el mismo ejercicio corporal de su producción que en los resultados musicales.
8. Llega justo a tiempo para su clase. Se encuentra en el aula con Patricia. Ésta, sentada frente al piano, se estira, gira a un lado y otro la cabeza, relaja los brazos, respira profundamente… ¡ufff! ¡Demasiadas horas de estudio y no quiere pasar de nuevo por una contractura dorsal!
9. Entra el profesor y las estudiantes someten a revisión su interpretación de la Sonatapara violonchelo y piano nº 5, Op. 102 de Beethoven. Alguien pasa por el pasillo y a través de la ventana observa sin escuchar cómo Paula se entrega a una euritmia total: con ambas manos abraza y acaricia la regordeta panza de su instrumento. El arco se transforma en una prolongación de su brazo y el propio instrumento es una articulación, hueso o cartílago más entre sus dos rodillas. Cada movimiento responde eficazmente a una indicación del profesor: acentúa, liga, hace un crescendo o un ritenuto. Paula no es consciente de todos y cada uno de los movimientos que realiza. Éstos van desde los gestos más amplios y aparatosos como los desmangues en los que la mano izquierda salta de las zonas más graves a las más agudas del instrumento, hasta las pequeñas variaciones en la presión del arco sobre las cuerdas que le ayudan a producir esa conducción melódica que tanto admiran sus profesores y compañeros. Todos sus movimientos responden a una psicomotricidad amplia o fina que su cuerpo ha adquirido durante años de estudio dedicado a perfeccionar y amplificar sus habilidades musicales y motrices innatas.
10. Cuando realiza esos movimientos no piensa ni en sus dedos ni en sus brazos, aunque los percibe y controla internamente. Se concentra exclusivamente en la música que produce. Su oído es el gran director de toda esa danza. Ahora se mueve sin reparar en su cuerpo ni gozar necesariamente de él: está instalada en el drama interno de la música de Ludwig y es desde ahí dentro desde donde regula toda su ejecución motora.
11. Por la tarde, Paula tiene un ensayo con el ensamble de música antigua donde toca la viola da gamba. Aquí sujeta el instrumento y el arco de otra manera. La nueva posición de la mano en el arco le permite hacer articulaciones mucho más precisas y frecuentes así como acentuar dinámica y agógicamente ciertos puntos de las frases. El estilo de la música francesa del siglo XVII le fascina aunque le exige un particular esfuerzo motriz para lograr ejecutar las notas en estilo inégal, realizar un fraseo flexible pero truncado continuamente por articulaciones puntuales y acentuar de forma diferenciada cada uno de los innumerables procesos de disonancia. Su gesticulación y actitud corporal general, así como su motricidad fina se transforman cuando toca un instrumento u otro. Paula de algún modo lo sabe y se explica así misma su habilidad para dominar dos instrumentos en estos términos: “es como si montas en bicicleta; te detienes y continúas en patines. Es el mismo cuerpo pero en cada ocasión lo posicionas y mueves de manera distinta porque piensas diferente”.
12. Pero lo que más gusta a Paula de la música antigua es que ella y sus compañeros de ensamble se mueven constantemente durante sus interpretaciones. La comunicación gestual es amplia, divertida y relajada. Se miran y anticipan con un movimiento nítido de sus cabezas la entrada a una frase. Otras veces se yerguen sincronizadamente acusando (o imitando) que la frase termina o queda suspendida. Se balancean siguiendo las incidencias métrico-tectónicas de la música. Sus movimientos corporales delatan las intenciones musicales de su interpretación. En particular le gusta entrar en contacto visual con Pablo, el clavecinista. Sus miradas se cruzan de vez en vez y la complicidad que se establece entre ellos es tan evidente que se escucha en la propia música… ¡ah!, ¡si no fuera tan tímido!…
13. Cae la noche y ella y sus compañeros asisten a un concierto de música del norte de la India. A Paula le encanta el modo en que los músicos indostaníes controlan la afinación. Las mismas notas suenan microtonalmente más agudas o graves según la conducción melódica y la expresividad de cada momento. Cuando se lo proponen, los unísonos son exactos: voz, sarangi y tambura se funden en un único sonido del que emerge un color complejo y una densidad compacta, cuyo peso apenas se sostiene en el aire. Pero muchas otras veces la afinación no es exacta, produce batimentos y genera una tensión premeditada por los músicos.
14. Paula sabe que si hubiera nacido en Benares y hubiese seguido su instrucción musical en el seno de esa cultura, seguramente estaría sumergida en un estado mental expresado por un color, un aroma o un sabor. Toda ella se impregnaría del rasa particular al que todo raga aspira llegar cuando se toca con la maestría y en la hora adecuadas. Se entregaría a una contemplación del infinito donde espíritu y cuerpo se fusionan en una calma armónica y sosegada.
15. Si hubiese crecido en esa cultura musical seguramente su escucha atenta se acompañaría de repentinos giros horizontales de la cabeza, similares a los que hacen los taxistas de Bombay cuando quieren decir “si” con el mismo gesto con el que en occidente solemos decir “no”. Cada giro es una suerte de mimesis motora de los movimientos que hacen los propios músicos en el escenario y colabora para que el público penetre en el estado de ánimo que emana del raga.
16. Pero Paula, en su “aquí y ahora”, sabe que se encuentra en situación de escucha musical intercultural. Cierra los ojos y aguza el oído. Se concentra. Sin darse cuenta se lleva la mano a la oreja para extender al pabellón auricular y escuchar mejor. Se abandona, segura de su propia imaginación cinético-musical. Observa cómo los músicos gustan de acentuar y mantenerse en las notas más disonantes del modo sin resolverlas a la consonancia más cercana, como ocurriría en la música occidental tonal. Los grados del modo que funcionan como sensibles tienden a resolver a la nota inmediata superior o inferior (algunas veces el quinto grado quiere saltar a la tónica de arriba o abajo). Pero en este raga las notas sensibles no resuelven. Los músicos repiten una y otra vez el mismo giro melódico ornamentándolo de manera diferente en cada ocasión… pero no resuelven. El cantante y el sarangi evitan sistemáticamente llegar a la nota de resolución. Ellos la circundan, simulan dirigirse a ella, pero nada. Se aproximan de nuevo, ahora modifican la nota disonante microtonalmente... se quedan en ella un rato largo… ¡pero no resuelve! “¿Ellos vivirán también esos momentos con la misma tensión y expectación de resolución con que los vivo yo?” se pregunta Paula cuando por fin la voz resuelve al grado más estable inmediato superior. Ahora los músicos se preparan para la conquista del tetracordo superior durante la siguiente sección del alap. Paula se imagina la tónica, la octava y el quinto grado de una escala como puntos de reposo. Para ella son los puntos de partida o llegada de los diferentes impulsos cinético-melódicos. El recorrido no estará completo hasta que cada impulso, originado en un punto de partida, llegue a su respectiva meta. Dentro de este recorrido, el paso por algunos grados como el segundo, séptimo, cuartas aumentadas, etc., es el más inestable: el movimiento se tensa, tiende a precipitarse y quiere resolver descendente o ascendentemente.
17. Paula también podría bailar o tener imaginaciones místicas a partir de esta música. De hecho, se imagina a sí misma realizando algún movimiento de cabeza perpendicular como ha visto en algunas danzas de la India. Podría también ejecutar un mudra con sus manos o realizar algún movimiento hiperbólico con los ojos al estilo del teatro-danza Kathakali. De repente siente como si estuviera sentada en flor de loto adoptando alguna postura de meditación. Son percepciones instantáneas de actividades corporales que se le ocurre podría ejecutar con esa música. En ocasiones se observa perfectamente en su imaginación realizando algún tipo de acción. Otras veces son “sensaciones” fugaces, como si realmente estuviera desarrollando ese movimiento. En algún momento siente como si su cuerpo estuviera listo para proceder a moverse de una forma determinada. Le gustaría hacerlo: saltar de su asiento y ponerse a bailar o moverse de uno u otro modo. Pero eso no se hace en un teatro repleto. Así que no se lo permite. Se mueve solo un poco en su asiento. De cualquier modo, la mayoría de las veces su cuerpo sigue la música por medio de la imaginación o preparación para la realización algunas de esas acciones. Auque ella no es enteramente consciente de ello.
18. Por eso, la mayor parte del tiempo se concentra (y contenta) con apreciar la afinación y la conducción melódica modal. Cuando atiende ese parámetro y se focaliza en el juego de alturas y tensiones de los diferentes sonidos, todo lo demás desaparece. No sabe que cuando elige un tipo de escucha musical su mente musical hace cosas específicas, diferentes a las que haría si eligiera otro modo de escucha como bailar, imaginar, sentir… Su sistema auditivo no es una antena que capta pasivamente las señales que le llegan del exterior. Sus sentidos salen al exterior a la caza de aquellos elementos que su mente musical necesita para trabajar del modo en que ha sido educada. Su sistema auditivo trabaja a varios niveles simultáneamente: el oído externo registra los cambios de presión en el aire; el oído medio transforma la energía eólica en información tacto-tectónica al compás del trabajo óseo del martillo, yunque y estribo; el oído interno la traduce primero a oscilación líquida en el medio acuoso de la endolinfa y la perilinfa para finalmente, por medio de la transducción, transformarla en impulsos eléctricos. Estos van y vienen montados en procesos neuronales que no sólo se limitan a llevar información al cerebro. De hecho durante los procesos de escucha, el cerebro no sólo recibe información del exterior sino que también la envía hacia afuera. Todo ello está guiado por procesos cognitivos superiores.
En efecto, cuando Paula identifica lo que escucha como “música” todo su sistema auditivo-musical y cognitivo se prepara y adapta para buscar y capturar cierto tipo de información y no otra. Esta exploración y recolección de información acústica se refina si su competencia musical es capaz de identificar y moverse en estilos musicales diferentes. Por ejemplo, Paula no espera encontrar cadencias armónicas tonales ni contrastes tímbricos en la música india que escucha. Tampoco intenta emocionarse con las Structures para dos pianos de Pierre Boulez de manera similar a como le emocionan los madrigales de Claudio Monteverdi o las canciones de Joaquín Sabina. Sin saberlo, su competencia musical le indica en qué franjas de la información acústica esparcida en el entorno debe concentrarse para generar la coherencia musical que espera en cada caso. Su escucha no es pasiva. Paula no sabe que muchos fenómenos de la música que escucha no están en el ambiente: ocurren en su mente. Incluso la sensación de tono o la identificación de timbres tienen que ver con esquemas o mapas conceptuales, con representaciones mentales, o cómo se prefiere pensar hoy en día, con estrategias y contingencias sensoriomotoras que forman parte de sus competencias y que se activan y complementan cuando entran en contacto con entornos o situaciones musicales específicas. Tampoco es enteramente consciente de que sus habilidades cognitivas musicales se han desarrollado en el marco de un haz de constricciones que incluye: constricciones biológicas (compartidas con otras especies), antropológicas (compartidas con otros miembros de su especie), psicológicas (constreñidas a su vez tanto biológica como culturalmente), socioculturales (exclusivas de su comunidad), personales (idiosincrasias particulares) y circunstanciales (estrategias que implementa a su propio gusto en momentos puntuales).
19. Ella no sabe todo esto. Sólo sabe que la experiencia musical que acaba de vivir la arrebata, la transporta a niveles extáticos, de trance, de experiencia única, irrepetible, intransferible… inefable… Ella y sus compañeros salen del concierto visiblemente conmovidos: se les ve en las miradas, en su modo de hablar, en la forma en que caminan. No hace falta escuchar lo que comentan. La intensa experiencia musical se les nota en su tono y actitudes corporales. Es como si flotaran por la acera. De repente algo les interrumpe el aterrizaje: se ha corrido el rumor de que Manu Chao ofrece una presentación relámpago en las afueras de la ciudad. Se apresuran a llegar. Pedro, el tecladista de la banda, es su amigo y les ofrece entradas gratis.
20. Con las canciones de Manu Chao Paula y sus amigos saltan y saltan. Les gusta esa alternancia de reggae y ska. Una chica africana se agita de modo despampanante mientras que una latina baila como si fuera salsa. Otros son más discretos. Paula sólo salta y salta. En las secciones de ska la música se hace más rápida y agitada. Entonces los músicos golpean al aire con el puño en alto y gritan “¡eh!, ¡eh!, ¡eh!, ¡eh!, ¡eh!”. Todos en la sala se sincronizan sonora y gestualmente en ese extraño ritual donde el grito de batalla es “me gustas tú”. Paula sonríe cuando entre la muchedumbre distingue al despistado de Pablo, despeinado y visiblemente animado por un par de cubatas que tiene entre las orejas.
-Hola Pablo… ¿te gusta la música mestiza?
-Bueno, si por “mestizo” entiendes que un tipo vaya por todo el Caribe y Sudamérica apropiándose de estribillos de canciones tradicionales para meterlo a su particular y único modo de producción a partir de sincopas de reggae y ska… y… reducirlo todo a “!eh!, ¡eh!, ¡eh!, ¡eh!, ¡eh!, ¡eh!”… en fin… a mi más que mestizaje esto me parece un tipo de colonialismo posmoderno, una nueva forma de explotación imperialista; eso sí, ¡muy solidaria! ¡jijijijij!
21. Paula lo mira divertida (¡hasta ingenioso se pone cuando se atreve a hablar!!). No lo piensa dos veces y se lo come a besos. Un par de canciones más y se escabullen entre la sudada multitud. Se van a casa de ella. Dos horas más tarde Paula no sabe qué le acaricia el pelo ni qué es lo que se pasea por su piel: si la mano de Pablo o la tersa voz de Caetano Veloso que sale del altavoz.[2]
Como Paula, todos escuchamos, comprendemos, disfrutamos e imaginamos la música con, en y gracias al cuerpo. Esta reflexión parece obvia y de hecho carecería de interés si no fuera porque hasta hace muy poco tiempo diferentes vertientes de investigación musical se han tomado en serio el estudio del papel del cuerpo dentro de los procesos de producción, percepción y comprensión musicales. De las múltiples maneras que tiene el cuerpo de participar en los procesos musicales, y dentro de los diferentes modos de ser estudiado por musicologías diversas, podemos mencionar por lo menos las siguientes: 1. Actividad motora productora de sonido musical; 2. Actividad motora que acompaña la producción de sonido musical; 3. Propiocepciones; 4. Acciones, posturas o patologías corporales desarrolladas con/en música; 5. Neurología, fisiología, sensoriomotricidad y niveles cognitivos superiores en de la audición; 6. Actividad motora manifiesta en la percepción musical 7. Actividad motora encubierta en la percepción musical; 8. Proyección metafórica de esquemas cognitivos corporales; 9. Emociones musicales; 10. Semiotización corporal de la música y 11. Discursos corporizados sobre la música.
La inmensa mayoría de la música que escuchamos es producto de una actividad y esfuerzo corporal determinado. Algunas músicas electroacústicas y acusmáticas pretenden eludir esta acción pero el estudio de su recepción demuestra que en ocasiones los oyentes experimentan una fuerte propensión a imaginar acciones virtuales que podrían estar detrás de la producción de esos sonidos (ver sección 2.7.). La acción corporal sobre los instrumentos, así como las posibilidades de acción e interacción corporal que los músicos desarrollan con ellos, determinan en gran medida las estructuras, lenguaje y características estilísticas de determinada música. Hay una estrecha relación entre patrones sonoros y los patrones motrices ejecutados para su producción (Blacking1961, Baily1977, 1985 y Baily y Driver 1992). De hecho, una partitura, o una tablatura, o cualquier notación musical, pueden ser entendidos como programas motores que el instrumentista debe ejecutar para producir música (ver sección 2.7.) (Godøy 2003).
En efecto, toda música puede ser potencialmente traducida a la serie de acciones motoras que la producen, como lo vimos recurrentemente en la historia de Paula [7, 9, 10, 11 y 13].[3] De hecho, podríamos estudiar la música exclusivamente en términos de movimiento corporal en el espacio. Algo parecido hizo Gerhard Kubik (1965, 1972) con sus famosas transcripciones de música africana partir de películas silentes. Incluso hay algunas músicas de nuestros días que sólo se pueden estudiar a partir de su componente gestual y motor, como las composiciones e improvisaciones del contrabajista italiano Stefano Scodanibbio, las complejas creaciones intermedia de Fátima Miranda o las músicas para campanario portativo (o campanario de bolsillo) de Llorenç Barber.[4] Más aún, no sería exagerado afirmar que hay momentos en que la música no es más que eso: cuerpo que disfruta de sí mismo, el gozo intenso por las acciones que realizamos para producirla [ver Paula 7].
La actividad productora de sonido musical no se detiene en lo meramente “operativo”. La economía cinética de la ejecución musical incluye también toda la gesticulación amplia o microscópica aparentemente “innecesaria” para la producción de sonidos. Como en el caso de Paula [9, 10, 11 y 12], los gestos faciales, los movimientos de las extremidades o cabeza anuncian intenciones interpretativas o el afecto que el músico vive o pretende transmitir. Las operaciones motoras que acompañan la ejecución musical conectan el mundo interno del músico con su propia producción sonora. En la música popular urbana, el desarrollo motriz de la performance suele erguirse en recurso de interpelación que colabora en la construcción de identidades. Este es el caso de las ostentosas gesticulaciones vinculadas con el desafío, la arrogancia y el narcisismo machista y racial, el acto sexual, o la sensibilidad religiosa afrocubana que realizan los cantantes de las bandas de timba cubana (López Cano 2004 y en prensa). De este modo, la gesticulación paramusical tiene pertinencia tanto operativa como semiótica (Delalande 1988). En ocasiones las rutinas motrices de los músicos incorporan gesticulaciones, posturas o actitudes corporales específicas de los grupos sociales a los cuales cada música pertenece o interpela [ver Paula 15]. Un ejemplo de ello son los cantantes de tango que adoptan los movimientos y formas de hablar del “compadrito de barrio” (Pelinski 2000: 268). Encontramos un caso similar en las tañedoras de flauta de pan de las provincias de Briansk, Kaluga y el sur de Kursk en Rusia que realizan gesticulaciones propias de tareas cotidianas cuando ejecutan su instrumento (Velitchkina 1994 y 1996).
Un caso similar lo encontramos en los modos de bailar que proponen las bandas de fusión de la ciudad de Monterrey, México, en la frontera con los Estados Unidos. En la música y el baile combinan de manera inusitada el rock, la cumbia colombiana (y sus múltiples variantes), el vallenato, la música Tex-Mex, la música tradicional de la región (polcas, redobas, chotis, etc.), el raggamuffin, el hip-hop, en especial las salmodias de rap. Algunos de los gestos del baile llamado estilo chúntaro [5] imita los modos de sostener algunas drogas muy populares como los cigarros de marihuana o las bolsas de pegamento (ver Figuras 1 y 2).
Figura 1. Fotogramas del vídeo Cumbia sobre el río de Celso Piña, Control Machete y
Blanquito M. (Director: Leche)
Figuras 2. Fotogramas del vídeo Chúntaro Style del Gran silencio (Dirección: Leo Sánchez)
El concepto de propiocepción se refiere a la percepción del propio cuerpo a través de receptores neurofisiológicos y propioceptores fisiológicos. Las propiocepciones constituyen la información aferente acerca de la postura corporal y la postura de los miembros que permite el autocontrol corporal del movimiento. El cuerpo hace un cálculo en tiempo real de la trayectoria, la fuerza, la velocidad y demás parámetros implicados en la consecución óptima de dicho movimiento (Peñalba 2004: 167). Además, aporta información acerca de la presión, temperatura y fricción, del estado de las articulaciones, del equilibrio y la postura, de la disposición a la acción, del movimiento efectivo de los miembros y el resto del cuerpo, de los estados nutricionales y homeostáticos, de la fatiga muscular y de las molestias corporales, etc. Por medio de las propiocepciones conocemos la relación entre el movimiento corporal y los cambios que se producen en el entorno. Los procesos de percepción requieren de las propiocepciones ya que gracias a éstas evaluamos la relación de entre la información sensorial y el movimiento de nuestro cuerpo. El concepto de propiocepción se originó en la neurofisiología. Ha sido incorporado al lenguaje de la filosofía de la mente entre otros por José Luis Bermúdez (1998) quien las considera como un recurso irreducible de la autoconciencia corporal.
Son las propiocepciones las que permiten a Paula [9 y 10] modificar las operaciones motoras durante su ejecución de Beethoven sin atender específicamente a su propio movimiento, sino controlando el resultado musical que éstas producen. También son éstas las que le permiten modificar los parámetros de las mismas operaciones cuando cambia del violonchelo a la viola da gamba [Paula 11]. Pero las propiocepciones tienen también un papel fundamental en los procesos de percepción musical (Penalba 2004 y en preparación).[6]
Los instrumentos musicales son una prolongación del cuerpo humano, pero también lo transforman. Del contacto y acción continua sobre ellos surgen callosidades, la piel de las mejillas se hace más elástica, las uñas crecen, aparecen rastros en el cuello, los hombros se arquean, la columna se deforma, etc. Nuestra relación con los instrumentos penetra en la misma dinámica de relación (en ocasiones conflictiva) que tenemos con nuestro propio cuerpo. La técnica Alexander es un ejemplo de las prácticas que promueven la higiene en esas relaciones. Si no tomamos las debidas precauciones como Patricia [Paula 8], corremos el riesgo de malograrlas.
Pero el cuerpo y las rutinas motoras también se transforman por los modos de bailar, por la imitación de posturas y gesticulaciones que los músicos desarrollan en el escenario o por la imitación de estereotipos difundidos por diferentes músicas [ver Paula 2 y 5]. Consideremos este caso: la timba cubana retoma frases, clichés, expresiones y modos de hablar de la población negra de los barrios bajos de la Habana. Al mismo tiempo crea, inventa y propone nuevos modismos que difunde en su música y transforma así los usos lingüísticos de la misma sociedad en la cual se inspira. Del mismo modo, no debe sorprendernos que las imitaciones y estilizaciones de los movimientos sexuales presentes en el baile hayan tenido cierto impacto en las prácticas sexuales de algunos jóvenes cubanos. Seguramente la sexualidad de muchos de ellos no sería la misma de no haber entrenado sus cuerpos al son de la timba y de no haber adquirido con ello algunas de sus rutinas motoro-kinéticas más aptas para el amor (ver Figuras 3).
Figuras 3. Parejas Bailando Timba (Plaza Roja, La Habana, 11.12.05.)
Por último, el modo en que ataviamos nuestro cuerpo acusa también la tribu musical a la cual nos inscribimos: los copetes suenan y los tatuajes, ropas y calzado, en ocasiones, cantan.
Como vimos con la audición de Paula [18], el sistema auditivo funciona simultáneamente a varios niveles, desde los fisiológicos hasta los mentales; desde los procesos de la imaginación hasta el anclaje en la “realidad física”; desde la cognición virtual hasta la cognición corporal. Durante la audición, procesos químicos se alían con impulsos eléctrico-neurológicos y éstos se combinan a su vez con procedimientos táctiles, eólicos y líquidos. Todo ello se organiza por medio del conocimiento del mundo acústico que hemos acumulado durante nuestras vidas. En esta organización intervienen también, y de manera definitiva, nuestras filias y fobias más inconscientes así como nuestra imaginación y fantasía. En esta tarea es el cuerpo quien gestiona y coordina toda la acción: es el lugar donde ocurre el proceso y la fuerza que lo anima. Hay que subrayar, una vez más, el papel activo de nuestros sentidos (y el cuerpo con ellos) en los procesos de percepción. Exploramos perceptivamente el entorno y nos apropiamos de él, realizando una serie de actividades macro y micro motrices que emplean todo nuestro potencial neurológico, fisiológico, cognitivo y corporal.
Veamos un ejemplo de ello. La acústica ha considerado tradicionalmente que la audición funciona básicamente a la manera de un análisis de Fourier: el oído trabajaba como si se tratara de un enorme filtro de sonidos armónicos. En nuestros días, las investigaciones psicoacústicas recientes han matizado esta concepción y conceden un papel importante a la actividad de los diferentes operadores neurofisiológicos y la mente en general. Éstos colaboran, por lo menos, a hacer más fino este análisis. Para valorar este nivel de participación en los procesos de percepción acústica, consideremos el fenómeno de transducción: la transformación que hace el oído interno de las señales mecánicas en impulsos eléctricos por medio de las células ciliares ubicadas en el Órgano de Corti en la cóclea. Existen dos tipos de células ciliares. Las internas, asociadas con las fibras neuronales aferentes, y las externas, que se asocian con las fibras neuronales eferentes. Las primeras llevan fundamentalmente información al cerebro, mientras que las segundas transmiten las instrucciones de éste hacia el resto del cuerpo. Por cada una de las células ciliares internas tenemos aproximadamente tres o cuatro externas (Gelfand 1990: 67). Durante los procesos auditivos el flujo es constante entre la información que entra y la que sale del cerebro. Esto produce la ruptura de los procesos lineares propiciando lo que se conoce como sistemas de retroalimentación activos no lineales (Zwicker and Fastl 1998: 31).
Esto quiere decir que, durante la audición, el cerebro no sólo capta pasivamente la información que recibe “objetivamente” del exterior sino que envía información hacia fuera. De algún modo el cerebro selecciona, remodela y regula la información que recoge al tiempo que envía instrucciones a los operadores neurofisiológicos para que se comporten de acuerdo con el tipo de información acústica que se está procesando (o que el cerebro cree que está escuchando). De este modo, es posible imaginar que los diferentes movimientos que se registran en los oídos externo, medio e interno, así como en otros órganos sensoriomotores, registren variaciones de acuerdo con las estrategias que el cerebro considere más adecuadas para extraer coherencia del entorno acústico. Por ejemplo, a nivel de oído externo hay especies (como el caballo) que tienen la posibilidad de mover el pabellón auditivo externo para focalizardo a determinado lugar. A nivel de oído medio, existe un fenómeno conocido como “reflejo acústico” que consiste en el incremento de la tensión del tímpano cuando estamos sometidos a mucha presión sonora. A nivel de oído interno, más allá de la cóclea, es posible señalar los procesos que “modulan” la aferencia de información al córtex auditivo.
Es por ello que el cerebro, a través de los movimientos sensoriomotores apropiados, es capaz incluso de aportar la información que le falta a la señal acústica para poder procesarla correctamente como ocurre en el fenómeno de “fundamental perdida”: cuando ante una deficiente percepción de frecuencias bajas el “oído” debe inferir la frecuencia fundamental “calculándola” a partir de los armónicos audibles de ésta. Algo parecido ocurre en los archivos MP3 [ver Paula 3]. Si bien es cierto que la codificación MPEG elimina información perceptivamente redundante y que por definición se trata de información que no necesitamos para captar “correctamente” los preceptos, existe la hipótesis de que el oído musical interviene activamente dada la naturaleza reconstructiva de nuestra memoria.
El sistema auditivo se adapta al tipo de información acústica que ésta explorando gracias a su experiencia en audiciones similares anteriores, su conocimiento del mundo y sus condicionamientos biológicos. En este proceso el sistema atencional juega un papel fundamental.[8] La plasticidad del sistema auditivo para adaptarse al entorno acústico y extraer la información que más ventaja ofrezca al organismo perceptor, considera no sólo el tipo de información acústica que se propone procesar sino, más aún, la naturaleza de las acciones globales que estamos haciendo a partir y con esos sonidos. Cada modo de escucha requiere estrategias diferentes. No hacemos lo mismo cuando aproximamos la oreja a la vía del tren para percibir si éste se aproxima, que cuando, en un partido de fútbol, buscamos auditivamente la señal de un compañero para pasarle el balón. Y lo mismo ocurre si lo que queremos es asegurar la supervivencia. Como vimos en la historia de Paula [1], la vida de determinadas especies depende de identificar correctamente, y lo más rápido posible, los sonidos de sus posibles depredadores o de su alimento potencial. Pero el modo en el que usamos el “oído” en esa situación cambiará mucho si lo que queremos es escuchar música. En efecto, en la audición musical los sentidos necesitan explorar el entorno acústico de una manera distinta. En suma, cada modo de escucha, cada actividad de percepción auditiva requiere de diferentes estrategias cognitivas y distintos procesos neurológicos mentales que se traducen en diferenciados movimientos fisiológicos, microscópicos pero efectivos.
Pero el vínculo entre movimiento, acción corporal y cognición auditiva, como veremos más adelante, no se detiene en el nivel neurofisiológico. Revisemos dos tipos de movimientos fundamentales que hacemos durante los procesos de escucha musical: los movimientos manifiestos y los movimientos encubiertos.
Cuando escuchamos música nos movemos. Siempre, invariablemente y aunque no nos demos cuenta de ello, nos movemos. En algunas ocasiones nuestros movimientos son amplios y evidentes: los controlamos, somos consientes de ellos y hasta llegamos a disfrutarlos tanto como disfrutamos de la música misma. Sin embargo, en otros momentos, estos movimientos pueden ser microscópicos. En este caso son menos evidentes y requieren de mucha concentración para ser percibidos. Pero además, hay otra clase de movimientos que acompañan nuestra experiencia de la música y que pueden llegar a ser virtuales. No siempre reparamos en ello pero toda esa actividad motora colabora en mucho con nuestra percepción y comprensión de la música. Para su estudio, dividiremos los movimientos que acompañan la escucha musical en dos clases: manifiestos y encubiertos. Los primeros son los más evidentes, estamos más acostumbrados a ellos y son más fáciles de discutir y analizar. Dejaremos para el siguiente apartado los movimientos encubiertos. Como veremos más adelante, entre unos y otros existen mucho más similitudes que diferencias.
De entre toda la actividad motora manifiesta que suele acompañar nuestra percepción de la música podemos destacar las siguientes:
Actividad motora paramusical: se refiere, en términos generales, al conjunto de acciones motoras que solemos desplegar mientras escuchamos música. Son acciones similares a las que desarrolla Paula en el metro [ver Paula 5]. Entre éstas podemos señalar: seguir el ritmo con los dedos, pies o manos, bailotear siguiendo el ritmo o sugiriendo la coreografía (o la performance) que suele asociarse con determinada música (sin llegar a bailar propiamente pues el baile pertenece a otra categoría), mover la cabeza, chasquear los dedos, seguir el compás imitando burdamente la batuta de un director de orquesta, silbar o fingir silbar, etc.
Imitación de actividad motora productora de sonido musical: hay situaciones en que, mientras escuchamos una música, imitamos el modo en que los músicos tañen sus instrumentos. En ocasiones lo que imitamos intuitivamente no es el movimiento productor de sonido sino la actividad motora que acompaña la producción de sonido musical. En efecto, como vimos en la historia de Paula [15], hay prácticas musicales en que los espectadores imitan la gesticulación expresiva de los músicos. Eso es perceptible no sólo en la música del norte de la india. Con relativa frecuencia, el público de la música antigua suele mimetizarse con la gesticulación amplificada de los músicos [ver Paula 12]. Hay músicas que incluso nos invitan a imitar elementos de la performance como la ejecución de un solo de guitarra en el heavy metal [ver Paula 2], donde a la mimesis de los movimientos operativos de producción sonora se suma la coreografía, las posturas estilizadas y estetizadas del cuerpo, elementos de la parafernalia del show, etc.
Baile y conductas coreográficas y de coordinación colectiva: El baile “formal” es parte de estas actividades motoras. Por su naturaleza e importancia, el baile es mucho más que un movimiento asociado a la escucha musical. Es una instancia fundamental dentro de las prácticas de socialización, comunicación y ritualización de un grupo. Posee una carga simbólica y entidad social autónoma. Sus modos de insertarse e interactuar con la música son variables y complejos. Si en ocasiones se puede entender como un modo de recepción musical, en otras es el elemento vertebrador que coordina música, vestido, modos de hablar, etc. dentro de una performance, ritual o evento unitario. En el complejo del baile las fronteras que separan lo musical de lo gestual son borrosas. De hecho, un género musical bailable se transforma tanto por las necesidades de cambio musical como por los requerimientos del baile. Sin embargo, el baile entendido como forma de recepción musical (o lo que tiene de esto), puede ser considerado como una actividad motora que acompaña la escucha musical.
En esta categoría se incluyen también los juegos colectivos como las prácticas lúdico-musicales que realizan los niños en los colegios preescolares que pretenden ayudar a su desarrollo psicomotríz. También pertenecen a ésta las prácticas de sincronización colectiva que se realizan en conciertos y bailes de música popular como la que vimos en la historia de Paula [20]. Éstas, además de brindar una inapreciable oportunidad de recreación colectiva, refuerzan también los lazos de solidaridad dentro de un grupo, al tiempo que incrementan la sensación de pertenencia e integración de nuevos miembros.
Existen por lo menos dos funciones fundamentales en las que todas las acciones motoras paramusicales descritas hasta el momento participan. En primer lugar, juegan un papel fundamental en los procesos de categorización cognitiva musical: es decir, los modos en que identificamos y filiamos un objeto musical a un género determinado. A partir de esa inserción somos capaces de vincular la música a un mundo de sentido amplio y complejo que nos abre la posibilidad de interactuar con ella, generando significación a partir de las constricciones que establece el propio género. Nuestra pericia para evaluar la aplicación de alguno de estos movimientos durante la escucha de una música determinada, así como la habilidad motriz para desarrollarlos efectivamente, forman parte de nuestras competencias musicales.[9]
En segundo lugar, todas estas actividades motoras colaboran de manera importante en el proceso de apropiación musical. Un sujeto se apropia de una pieza, obra, estilo o género, cuando genera un sentido particular a partir de ellos. Con la expresión “sentido particular” me refiero a que la música permitirá al sujeto construir significados que, si bien ya circulan socialmente, no se volverán pertinentes para él hasta que los incorpore a un ámbito propio a través de su propia experiencia personal, ya sea por el contacto directo con la música y/o por el intercambio verbal que sobre ésta realiza con otros sujetos. La apropiación del individuo transforma o matiza, a su vez, el significado musical que recibe de la sociedad. Así mismo, de algún modo transforma e incide en la manera en que este significado vuelve circular socialmente. A partir de entonces la música ya no es para el individuo una serie de objetos sonoros que poseen una vida propia fuera de él, sino una suerte de prolongación de su yo, de su aquí y ahora, de su ser, de su cuerpo. En este momento, el sujeto hace de una música un modo de expresión, de organización de sus propios deseos, aspiraciones, emociones, modos de entender la vida, un modo de producir estados de ánimo. Ahora existe un ensamblaje firme entre música y sujeto que le permitirá producir más y más significaciones, ya sean contingentes o trascendentes, estables o efímeras, vagas o concretas. La música se ha vuelto entonces significativa para él. Eso no quiere decir necesariamente que haya codificado un significado único y estable de una vez y por todas, sino que ha allanado diversas rutas de interacción, diversos puntos de ensamblaje con la música. Éstos se rearticulan constantemente y le ayudan a refrendar, matizar o producir nuevas significaciones con y a partir de ella.
La música es en exceso etérea e inaprensible. El ser humano requiere modelarla cognitivamente para hacerla significativa para su vida. Los músicos profesionales poseemos categorías teóricas que nos ayudan a realizar un tipo de modelaje cognitivo particular. La actividad motora que efectuamos cuando escuchamos música colabora en otro tipo de modelaje cognitivo que es común tanto a legos como a especialistas (ver parágrafo 9). Si la música se modela cognitivamente en nuestros propios cuerpos, entonces los movimientos que hacemos con ella forman parte integral de la esencia de la música en tanto experiencia. Nuestro cuerpo forma parte de la música que escuchamos y amamos: tu brazo es parte de Mozart y tu movimiento, una sinfonía.[10]
Hay una última actividad motora que hay que mencionar y que se encuentra a medio camino entre las actividades manifiestas y las encubiertas. Son los movimientos exploratorios. Muchas veces, para percibir mejor, utilizamos alguna parte de nuestro cuerpo como extensión de otra que trabaja directamente en la percepción. Por ejemplo, cuando ponemos la mano extendida en la frente para proteger los ojos de la luz directa y ver mejor a lo lejos, o cuando un director de fotografía simula con sus manos el cuadro de la cámara para imaginar como se percibiría la escena en la película, o cuando llevamos la mano a la oreja para extender el pabellón auricular y escuchar mejor [ver Paula 16], etc.
En esta categoría se incluyen también los movimientos que realizamos con la cabeza, cuello y tronco, con el objetivo de localizar espacialmente la fuente sonora y establecer contacto visual con ella. Ante un estímulo sonoro intentamos responder de inmediato a varias interrogantes como ¿quién emitió ese sonido?, ¿dónde se encuentra su fuente? y, muy especialmente, ¿representa una amenaza, alguna posibilidad de alimentación o, quizá, de reproducción? En efecto, como vimos al principio de la Historia de Paula [1], nuestro sistema auditivo ha evolucionado para colaborar con nuestra supervivencia. Si bien realizamos con mucha frecuencia movimientos exploratorios en la vida cotidiana, quizá no sean muy frecuentes en situaciones musicales. Puede ocurrir, por ejemplo, cuando escuchamos una obra espacializada y algún instrumento de la orquesta nos sorprende emitiendo sonido desde un sitio en que no es habitual encontrarlo. Este es el caso de la trompeta fuera de conjunto de la Obertura 3 de Leonora de Beethoven, o en la Unanswered Question de Charles Ives y de muchas partituras del siglo XX y XXI en las que la distribución espacial es tratada como un parámetro más. Ocurre también con cierto tipo de músicas para espacios abiertos. De hecho, este fenómeno es uno de los fundamentos de la poética plurifocal de la música para campanarios de ciudades de Llorenç Barber. Durante sus conciertos es común ver al público deambulando por el espacio urbano, oteando hacia las alturas para localizar la torre que emite determinado sonido. A menudo se pierden intentando discriminar los sonidos que perciben directamente de los que llegan de quién sabe dónde a través de ecos y travesuras del viento (López Cano 1997).
En la música electroacústica, la espacialización de los altavoces requiere en ocasiones que realicemos movimientos exploratorios para seguir el diseño del desplazamiento del sonido. Pese a que en esa última circunstancia no es muy importante conocer la naturaleza de la fuente sonora (pues se supone que lo importante son las cualidades intrínsecas del sonido, la estructura de la pieza, etc.) y que no corremos riesgo alguno (como no sea en términos estéticos), no cesamos en nuestra pretensión natural de esclarecer qué es lo que produce este sonido. En esta situación echamos a andar la imaginación: mentalmente valoramos, en ocasiones inconscientemente, las propiedades de esa fuente sonora imaginaria (ver 2.7.).
Con todo, son poco comunes los movimientos exploratorios manifiestos dentro de las prácticas de escucha musical occidentales. Esto se debe, entre otras cosas, a que las situaciones de consumo musical poseen normas de etiqueta que proscriben movimientos como los que realiza Paula [16]. Sin embargo, de algún modo realizamos esos movimientos o, mejor dicho, parte de ellos: cuando cerramos los ojos e intentamos concentrarnos en tal o cual aspecto de la música, por ejemplo, estamos ejecutando el segmento de un movimiento exploratorio. Este proceso tiene mucho que ver con la serie de actividades motoras que denominamos encubiertas o simuladas.
Volvamos por un momento al punto [6] de la historia de Paula. Abordo del metro y enchufada a su reproductor de MP3, la joven se entrega a la música de Bebe. Se mueve, bailotea, menea la cabeza y los brazos y en ocasiones canta sordamente la letra de la canción. No emite ningún sonido pero es posible leer en sus labios trozos de la letra que está escuchando. Más adelante [Paula 7], en el corredor solitario a la salida del metro, Paula por fin entona a viva voz el estribillo de la canción. A simple vista, la diferencia entre ambas acciones reside en que dentro del vagón del metro Paula no emite aire, sólo mueve los labios mientras que en el corredor sí lo emite, de tal suerte que sus cuerdas vocales producen sonido. Pero en ambas acciones los músculos de la boca se mueven casi igual. ¿Y mentalmente? En lo que respecta al cerebro y al proceso cognitivo, ¿cuál es la diferencia entre la primera y la segunda acción?
Recordemos ahora el momento en que Pepo arremete contra Paula como si fuera un guitarrista de Metallica [Paula 2]. Paula decide seguir el juego y ambos imitan la performance de la banda empuñando sendas guitarras imaginarias. Consideremos el momento justo en que Paula decide acceder a la provocación de su compañero de piso. En un primer instante, quizá Paula se sorprendió con “aquello” que le salía al paso en el corredor. Un poco después se sobrepone de la sorpresa y entiende la situación “¡ah! es Pepo quien ya está con Metallica a estas horas”, y es entonces cuando ella decide moverse como él. ¿A nivel cognitivo qué diferencia existe entre el momento en que ejecuta el movimiento y el momento inmediatamente anterior? Y ¿qué relación existe entre el proceso cognitivo que le permite observar los movimientos de Pepo y aquél que le permite imitarlos? La respuesta es que mentalmente, neurológicamente, y en alguna medida también muscularmente, el movimiento ya ha comenzado incluso antes que ella mueva un dedo. Los especialistas llaman a esto preparación y programación de acciones e insisten en que salvo el último momento en el que los efectores ponen en acción los músculos, la actividad neurocognitiva es la misma. Y otro tanto sucede con la observación del movimiento que poco tiempo después ella va a imitar: algunas áreas de su cerebro presentan la una actividad neuronal similar tanto cuando observa el movimiento como cuando lo realiza imitándolo. De este modo, neuronal y cognitivamente, prácticamente no existe diferencia cognitiva entre simular el canto y el canto efectivo que realiza Paula en el corredor del metro.[11] Este es el momento de introducir el concepto de imaginación motora.
La imaginación motora se refiere a una clase de estado mental “dinámico”, en el cual un sujeto simula mentalmente una acción determinada. Se trata de una experiencia fenoménica en la que un individuo siente como si ejecutara una acción, pero sin la manifestación efectiva de la misma (Mahoney y Avener 1987 y Reybrouck 2001: 129). Se vincula estrechamente con los procesos de preparación y programación de acciones. De hecho, para algunos autores, la imaginación motora es un modo de manifestación mental de la simulación interna que acompaña a la planificación e incluso a la propia ejecución de los movimientos (Berthoz 1996: 110).La única diferencia con la acción efectiva radica en que en algún momento se interrumpe el flujo de información entre el cortex y la médula espinal (Decety 1996). Tanto la acción efectiva como la imaginada, ponen en marcha los controladores sesoriomotores que conectan los sensores al sistema nervioso central y a los músculos efectores (Reybrouck 2001: 129-130). La imaginación motora y la ejecución motora involucran actividades similares en las estructuras motoras cerebrales en todos los niveles del control motor (Crammond 1997).
La habilidad de imaginar movimiento, o mejor dicho, la capacidad de un sujeto de imaginarse en situaciones de movimiento está particularmente desarrollada en aquellos individuos con competencias cinéticas elevadas. Es por ello que el fenómeno ha sido estudiado principalmente por los psicólogos del deporte. En los tiempos recientes ha llamado la atención de la psicología cognitiva. El tema ha sido introducido a la investigación musical por autores como Rolf Godøy (2001 y 2003), Arnie Cox (1999 y 2003) y Mark Reybrouck (2001 y 2005).
Godøy, por ejemplo, ha introducido el concepto de Mimesis motora. Se refiere a la traducción de sonidos musicales a imágenes visuales que realiza un escucha por medio de la simulación e interacción mental con las acciones productoras de sonidos. Para el autor, cuando escuchamos música estamos constantemente realizando hipótesis tanto de las acciones que causan los sonidos que percibimos así como de las acciones apropiadas que debemos efectuar frente a esa percepción. De este modo, sonidos aislados o frases musicales y texturas complejas son integrados a programas motores que recodifican y colaboran a la retención del sonido musical en nuestras mentes. De este modo, cada sonido puede insertarse en una trayectoria de acción completa y ser entendido como un momento del complejo gestual entero (Godøy: 2003).
Algunos autores insisten en referirse a la imaginación motora en términos de “representaciones mentales”. Sin embargo, es necesario subrayar la dificultad creciente de usar el concepto de “representación mental” porque implica una concepción de la mente clásica o centralizada: como un ordenador central que procesa símbolos abstractos. Como de lo que se trata es precisamente de eludir esa concepción de la mente para sustituirla con un modelo corporizado de la misma, y como lo que estamos estudiando es precisamente el movimiento que caracteriza a la mente corporizada, Berthoz (1997) sugiere que es más apropiado usar el término simulación. Esta noción refuerza la idea de que la cognición y la imaginación generan constantes interacciones durante el proceso de percepción. Éstas incluyen todos los componentes motores que intervienen en el acto perceptivo, por ejemplo, los movimientos de los ojos de la cabeza, etc. así como la constante producción de hipótesis sobre lo que puede venir en el próximo momento y sobre la acción o postura más apropiada que se debe adoptar en cada caso (Godøy 2001: 240).[12]
En efecto, parece más apropiado emplear el concepto de simulación para referirse a la imaginación motora. Esta simulación tiene su origen en las acciones efectivas que realizamos durante la percepción y acción. Parece ser que, como señalan Decety (1996) y Reybrouck (2001: 129-130), en la imaginación motora, las acciones perceptivas o cinéticas efectivas se fragmentan: realizamos efectivamente una parte del movimiento real mientras que la otra se desarrolla virtualmente. Tomemos por ejemplo las investigaciones de McAngus Todd, O’Boyle y Lee sobre la inducción métrica, es decir, el proceso mediante el cual al escuchar una pieza musical determinada somos capaces de asimilar el metro, repetirlo y anticiparlo. Para los autores la inducción métrica no es un proceso pasivo sino más bien una forma de acción guiada sensorialmente que involucra todos los componentes sensoriomotores. Involucra por ejemplo a porciones grandes del sistema nervioso y del sistema músculo esquelético que éste controla: “aún cuando el sistema músculo esquelético [la planta] no está activado, como puede ser el caso de que no haya respuesta motora, los niveles supraespinales altos [el controlador] del sistema sí lo están” (McAngus Todd, O’Boyle y Lee 1999: 5).[13]
Estas constataciones sugieren que, en momentos determinados, los procesos cinéticos funcionan por medio de metonimias o sinécdoques: la parte sustituye al todo. Pero el todo aparece, aunque sea de manera virtual.
El nexo neuronal entre la imaginación motora y el movimiento efectivo es el mismo que vincula nuestra capacidad de imitar los movimientos que vemos. Parece ser que en ambos casos juegan un papel determinante las neuronas especulares. A mediados de los noventa un grupo de neurólogos dirigidos por Giacomo Rizzolatti conectaron unos electrodos en el cerebro de unos simios. Los científicos pretendían registrar la actividad eléctrica de las neuronas del “cortex premotor”, la región cerebral donde se planifican y originan los movimientos, cuando cada uno de lo simios manipulaba algún objeto. Sorpresivamente se dieron cuenta que los aparatos registraban actividad no sólo cuando un simio hacía cosas con los objetos sino cuando uno de ellos observaba que otro lo hacía. Más aún, se dieron cuenta que ciertas neuronas reaccionaban no al observar el objeto, ni cuando otro lo tomaba sin ningún objetivo claro de manipularlo de algún modo, sino “sólo cuando se ven juntas ambas cosas (acción y objetivo [de la acción])… sucedía como si las células representaran el propósito ligado al movimiento. Al parecer, los simios estaban en situación de reconocer la intención de una acción, recapitulándola internamente” (Ayan, 2004: 79). A estas neuronas les llamaron neuronas especulares.
A partir de la publicación de estas investigaciones en 1996 sabemos que las neuronas especulares son las responsables de la “conexión directa entre percepción y acción… posibilitan comprender las intenciones de otras personas… [y] simulan subliminalmente las acciones completas que observamos” (Ayan 2004: 79). Los fenomenólogos vieron en este descubrimiento la base científica que explica procesos fundamentales de esa doctrina como la empatía y la epojé, etc. (Pelinski 2005). Existe actualmente una disciplina llamada neurofenomenología que explora estos vínculos (Petitot et al. 1999).
Pero además de las neuronas especulares existe una teoría filosófica un poco anterior al descubrimiento de éstas que nos ha explicado el origen corporal de ciertos modos de conceptualizar fenómenos más abstractos (como la música) y de la función de ciertas metáforas corporales que utilizamos con el objetivo de comprender mejor estos dominios. Me refiero a la filosofía de la mente corporizada (embodied mind) de Mark Johnson.
Del mismo modo que Paula, muchos de nosotros vivimos la música como movimiento en el espacio. Como ella, entendemos los centros tonales como estables puntos de partida o llegada del desplazamiento de las melodías o pensamos las frecuencias como alturas donde lo grave se corresponde con la dimensión espacial “abajo” y lo agudo con la región de “arriba” [ver Paula 16]. Estos modos de pensar y hablar sobre música no son un capricho, sino que reflejan la manera en que una cultura construye andamiajes cognitivos para interactuar mejor con ella, para apropiársela (Zbikowski 1995, 1997 y 2002). Pero la música no es el único dominio abstracto en el que desarrollamos metáforas espaciales: nuestro lenguaje pone en evidencia de qué manera necesitamos dar a algunas afirmaciones una consistencia corporal para hacerlas inteligibles y comprensibles. Considérese el modo en que nos referimos al más que abstracto concepto de tiempo. En el lenguaje cotidiano el tiempo se pierde, se gana, se tiene o no se tiene, como si fuera un objeto que podemos guardar en el armario. Para poder referirnos a él, el tiempo se conceptualiza como un objeto manipulable fácilmente por los seres humanos (Lakoff y Jonson 1980). Tal parece que para poder pensar en conceptos abstractos debemos recurrir a la proyección metafórica de esquemas mentales vinculados a al experiencia corporal. Estos esquemas reciben el nombre de esquemas corporales.
El concepto de esquema corporal [Image schemata] proviene de la filosofía de la mente corporizada de Mark Johnson (1987) y se refiere a “un patrón dinámico y recurrente de nuestras interacciones preceptuales y programas motores que da coherencia y estructura nuestra experiencia” (Johnson 1987: xiv). Los esquemas no son proposicionales, son preconceptuales, y se forman a través de la interacción repetida de nuestros cuerpos en el espacio.[14] El aprendizaje que tenemos de nuestra experiencia corporal nos permite entender mejor otros fenómenos que no tienen raíz corpórea. De este modo, cuando decimos que una persona es equilibrada, por ejemplo, estamos proyectando toda una serie de vivencias valores que hemos adquirido a partir de nuestras experiencias de conservación del equilibrio, entre otras, las que se derivan de caminar erguidos en dos piernas.
Desde la proposición de esta teoría han proliferado los desarrollos y aplicaciones a la música. Trabajos interesantes son los de Brower (2000), Echard (1999), Field (1981), Marconi (2001a y 2001b) Walser (1991), Larson (1997), Cox (1999), Cook (2001) Saslaw (1996) y Zbikowski (1995, 1997 y 2002). Sin embargo, muchas de las aplicaciones a la música presentan problemas de adaptación, e incluso de comprensión de la teoría original. He tratado con detenimiento algunos de estos problemas en López Cano (2003). En el texto de Peñalba (2005), incluido en este número, se explica con más detalle las características de estas teorías y sus problemas.[15]
Por el momento baste decir que, efectivamente, los esquemas corporales propuestos por Johnson juegan un papel importante en el modo en que nuestra mente se organiza a sí misma optimizando la experiencia corporal para proyectarla en forma de metáforas. Gracias a esa corporalidad virtual, somos capaces de vivir experiencias cinéticas en la música que se corresponden con nuestra vivencia del espacio real. Pero también la pueden superar. La conceptualización espacio-corporal de la música nos permite explorar recovecos cinéticos inusitados. Con la música y dentro de ella nos movemos virtualmente dentro de un espacio que los humanos hemos creado a la medida de nuestra fantasía. De este modo, la música puede entenderse como una mente extendida: por medio de ella entramos en espacios virtuales donde no llegan nuestras extremidades al tiempo que nos permite movernos en él. Gracias a ella tenemos acceso a un aprendizaje cinético-corporal al que no tendríamos acceso a través de nuestros cuerpos reales en el mundo físico real. La música amplía considerablemente nuestro conocimiento y experiencia cinética, nos da la oportunidad de aplicar nuestra capacidad motriz a situaciones que trascienden el espacio físico y construye un puente entre la espacialidad real y la imaginada.[16]
Este aprendizaje espacial es similar al que utilizamos cuando desciframos algunas de las famosas figuras imposibles de M. C. Escher (ver Figura 4). Sus dibujos nos sorprenden porque pese a que sus diseños no podrían construirse en espacios tridimensionales reales, de hecho somos capaces de verlos, de comprenderlos como volúmenes sólidos. ¿Cómo es posible que perceptivamente comprendamos una continuidad espacial incoherente que no se corresponde con nuestra experiencia efectiva del espacio real? Desde Giotto (ca. 1267-1337) los pintores occidentales se dieron a la tarea de conquistar la representación de la perspectiva tridimensional en el lienzo. Llevamos setecientos años aprendiendo a leer espacios “reales” en representaciones bidimensionales. Este mecanismo perceptivo lo aplicamos a las figuras de Escher: “vivimos” en la imaginación sus espacios incoherentes gracias a las mismas operaciones perceptivas con las cuales reconstruimos los espacios tridimensionales en la pintura tradicional. Del mismo modo, la música pone a nuestro alcance una serie de experiencias motoras únicas que se relacionan con nuestra vivencia del espacio real pero que lo trascienden. Este aprendizaje seguramente colabora (aunque sea de manera indirecta) en el desarrollo de actividades cognitivas superiores. Su incidencia, así como su modo de operar son algo que todavía estamos por descubrir. ¿Para qué nos sirve imaginar y vivir un espacio que nunca recorreremos con los pies?[17]
Figura 4. Figura imposible de M. C. Escher
No hay nada más cercano a la emociones que el cuerpo. El cuerpo es el escenario donde la emoción se gesta, transcurre y se acusa. Los efectos de una pasión se dejan percibir a través de las expresiones faciales, el tono muscular, el modo de moverse, la entonación de la voz, etc. [ver Paula 19]. El cuerpo es a un tiempo productor, síntoma y parte de las emociones musicales. Varios discursos teóricos en distintos períodos históricos han abordado la relación que existe entre el cuerpo, la música y las emociones que ésta puede despertar, sugerir y alimentar. Esta teorización no es exclusiva de occidente. Las teorías del Rasa indio, por ejemplo, insisten en la colaboración entre cuerpo y espíritu durante la experiencia de emociones estéticas [ver Paula 14] (Maillard y Pujol 1999). Mencionaré sólo dos desarrollos teóricos occidentales particularmente relevantes. Cada uno de ellos se inscribe en un momento crucial del desarrollo de la filosofía de la mente en general y del problema mente-cuerpo en particular. El primero lo constituyen las teorías de los afectos del barroco basadas en la concepción mecanicista de las pasiones de René Descartes (1993). El segundo lo constituyen las teorías fisonómicas de la expresión musical que proponen filósofos anglófonos como Peter Kivy (1989 y 1996) o Stephen Davies (1994) desde los años ochenta del siglo XX.
Desde finales del siglo XVI y hasta finales del siglo XVIII los compositores buscaron dotar a sus obras del poder de despertar los afectos de sus escuchas. Este empeño los llevó a apropiarse de los recursos de la retórica clásica. Después de todo eran los oradores los que más y mejor conocían sobre la gestión emocional de una audiencia. Diversas teorías y prácticas compositivas desarrollaron varios modos de concebir la naturaleza de las pasiones. En ocasiones los músicos conocían las especulaciones que sobre el tema hacían los filósofos de su tiempo. En otras los desconocían. Sin embargo, es innegable la extraordinaria coincidencia de muchos aspectos de teorías musicales, prácticas compositivas y teorías filosóficas coetáneas. Quizá sea efecto de la casualidad o de esos procesos epistémicos que hacen que en una misma época diversas disciplinas coincidan en el modo en que se formulan los problemas, el caso es que, en algunos aspectos, la praxis compositiva se aproxima mucho al modelo mecanicista que para comprender la naturaleza de las pasiones formuló René Descartes en su Tratado de las Pasiones del Alma (1649).
El tratado pretende superar la pobreza explicativa de las teorías hipocráticas sobre los “humores” a partir de un modelo basado en reglas causales.[18] Los principios básicos del modelo conjugan procesos mecánicos tanto fisiológicos como psicológicos. Cuerpo y mente (alma en Descartes) son dos entidades separadas pero en constante interacción. En filosofía de la mente se conoce este principio como dualismo cartesiano. Pese a que es muy criticado por los que consideramos que mente y cuerpo deben ser comprendidos como una unidad indisociable, hemos de reconocer que sus principios y posturas teóricas son más productivas que la del reciente materialismo reduccionista para el cual todos los procesos mentales se pueden reducir a estados neuronales (Churchland 1988). En Descartes la relación de interdependencia mutua es muy importante: mientras estados psicológicos específicos son causados por procesos fisiológicos determinados, las modificaciones experimentadas en el plano de lo psicológico, generarán, invariablemente, efectos en el terreno de lo fisiológico.
Toda pasión produce una sintomatología corporal específica que se rige por el principio aristotélico de causa-efecto. La aproximación cartesiana a las pasiones se puede resumir en la máxima: lo que es en el alma una pasión es en el cuerpo una acción, o bien, a cada afecto del alma, le corresponde un efecto del cuerpo. Según Descartes, los movimientos corporales que producen una pasión operan a nivel microscópico. Hay unas partes muy sutiles de la sangre que el filósofo denominó espíritus animales o espíritus animados. Estos se mueven de manera específica trayendo y llevando sangre y otros líquidos vitales por todo el cuerpo. Su acción se prolonga hacia el cerebro hasta alcanzar la glándula pineal donde se encuentra el alma. Ésta es sacudida de modos específicos dependiendo de los movimientos de los espíritus animales. Ese movimiento despertará en el alma una pasión determinada. El alma imbuida en la pasión producirá a su vez un movimiento en la glándula pineal que se prolongará de nuevo hacia los espíritus animales. Así las cosas, la pasión se refuerza por el tipo de movimiento de los espíritus y de la glándula.
Esta actividad microscópica tiene una repercusión a nivel macroscópico. Dependiendo del movimiento de espíritus, determinado por la pasión en cuestión, nuestro cuerpo comienza a mostrar la somatología típica de cada estado afectivo. Por ejemplo, si estamos tristes los espíritus concentran la sangre y otros líquidos en el pecho. Las extremidades se vacían de sangre por lo que empalidecemos. La pesadez en el pecho hace que el modo de hablar se haga lento y pausado y el tono de la voz sea grave. En la alegría o la cólera, en cambio, los espíritus llevan la sangre hacia las extremidades tornando nuestros rostros colorados. El habla se anima y sube la entonación. En casos de extrema cólera la rapidez y agudeza del discurso llegan a límites extraordinarios. Las palabras se tropiezan en la boca y en ocasiones la indignación es tanta que somos incapaces de pronunciar ninguna palabra. Los músicos entendieron que para estimular determinados afectos era necesario imitar los estados corporales que los somatizan así como intentar incentivar los movimientos de espíritus animales que los producen. El recurso era la imitación y alegorización de todos estos movimientos (López Cano 1996 Y 2000). Luca Marconi (1995) detecta cinco procedimientos o Modos de producción de efectos por medio de la música prescritos por la teoría musical de la época.[19] Los cinco modos son: (1) Isomorfismo simpatético,[20] (2) la imitación de palabras, (3) la imitación de acciones, (4) imitación de síntomas y (5) estilizaciones.
A fines del siglo XX el tema de las emociones musicales reapareció con pronunciado protagonismo dentro de la filosofía de la música anglófona de la mano de autores como Peter Kivy o Stephen Davies. Es curioso pero la propuesta de ellos no es muy distinta a la de los teóricos del siglo XVII a quien Kivy, por otro lado, no desconoce en absoluto. Estas teorías pueden denominarse teorías fisonómicas de la expresión musical. Según Kivy existen rutinas lingüísticas y gestuales asociadas generalmente con las emociones que las causan. Algo parecido propone Davies cuando afirma que “al menos algunas emociones pueden ser individuadas en términos de las conductas que las expresan típicamente” (Davies 1994: 219). Por ello, para Kivy “la música es expresiva en virtud de su parecido con la pronunciación y conducta humana expresivas” (Kivy: 1989: 56). Para explicar las bases de este procedimiento, el filósofo afirma que los seres humanos estamos condicionados evolutivamente a comprender perceptivamente ciertos patrones ambiguos como si estuvieran animados. Por ejemplo, tendemos a ver figuras en las nubes, y esas figuras que vemos, en su mayoría, tienden a parecerse a cosas animadas. Entonces nosotros intentamos leer la música emotivamente cuando ella nos da la oportunidad de entenderla como animada (Kivy 1996: 176).
El que nosotros seamos capaces de reconocer apariencias emotivas en objetos no significa que el portador de esta apariencia padezca esa emoción. Kivy propone el ejemplo de un perro San Bernardo y su apariencia triste. Su estructura facial se parece a las manifestaciones humanas de tristeza y es posible que al verlo nosotros evoquemos ese sentimiento (Kivy: 1989: 51). Del mismo modo, podemos reconocer fácilmente que el hocico de los delfines luce una “eterna sonrisa”. ¿Cabría preguntarnos entonces sobre la felicidad del los delfines o de la férrea depresión de los San Bernardo? En ambos casos el reconocimiento de una “apariencia” emotiva no implica que los animales posean las emociones que detectamos fisonómicamente. Del mismo modo, nosotros podemos reconocer una emoción sin necesidad de experimentarla: atestiguar que algo es triste no significa que nos pongamos tristes. Luca Marconi analiza las bases psicológicas y cognitivas de las proposiciones de Kivy y Davies a la luz de algunas teorías que ellos no mencionan. Marconi concluye que el procedimiento de animación de patrones musicales, de comprensión de apariencias y su posterior asociación con estados afectivos, se origina en procedimientos metonímicos derivados de la proyección de los esquemas corporales de Johnson que vimos en el apartado anterior (ver 2.8.) (Marconi 2001a y 2001b: 21-45).
Con todo lo que hemos visto hasta el momento no es difícil constatar que la música no sólo es motivo de experiencia sino espacio para la representación. Por medio de diversos recursos semióticos, los músicos de todos los tiempos y de las más variadas culturas han sabido producir signos musicales para representar características físicas y corporales, valores de belleza, acciones, síntomas corporales de pasiones, cualidades espaciales, táctiles, etc. [ver Paula 21]. Todos los elementos mencionados anteriormente funcionan como base de operaciones semióticas que logran aprehender y representar el cuerpo por medio de la música. De entre los estudios semiótico-musicales que ponen de relieve los modos semióticos de representación musical del cuerpo podemos señalar los de Hatten (1997-1999, 2003 y 2004), Tarasti (1994, 2001 y 2002), Delalande (1988), Stefani y Guerra (2004a y 2004b), Walser (1991), Marconi (2001a y 2001b), Lidov (1987 y 1999). Cumming (2000) y López Cano (2003a, 2003b, 2004b, 2004c, 2004d).
Sin embargo, nuevas aproximaciones cognitivas, epistémicas y filosóficas en general ponen en entredicho que la mente humana trabaje con representaciones individuales y discretas de fenómenos y objetos del mundo. Su propuesta es que el mundo, sus valores y lo que de él percibimos, emergen del contacto de nuestros sentidos con aquello que está fuera de nuestra mente. De ese modo, no es posible hablar más de representación sino de producción, de ensamblaje, de enacción (Varela, Thompson, y Rosca 1991). La música no representa, la música ES nos advierte Pelinski (2005). La teoría semiótica de Peirce y su modelo de semiosis indefinida es capaz de asumir y contribuir a estos nuevos debates toda vez que la producción sígnica que trae consigo todo proceso cognitivo, no implica la representación de un mundo “objetivo” dado de antemano, sino la articulación de múltiples elementos externos e internos a la mente, subjetivos e intersubjetivos, y que no son otra cosa que esas redes de signos interpretantes que sostienen la cognición como un modo de ensamblaje entre el dentro y el afuera, de la interacción de lo uno con lo otro y la generación de la continuidad lógica que le imprimimos al mundo.[21]
De entre los discursos musicológicos en los que el cuerpo adquiere una nueva significación es preciso señalar los estudios de género [ver Paula 4]. La musicología feminista, homosexual y masculina hace referencia constante a distinciones corporales que determinan características culturales. No profundizaré más en este aspecto porque excede la naturaleza de los textos contenidos en este dossier. Simplemente mencionaré algunos trabajos emblemáticos de esta orientación como los de McClary (1991), Brett (1994), Kramer (1998), Solie (1993), Koestenbaum (1994), Moisala y Diamond (2000) y Borgerding (2002). En castellano son muy buenas introducciones las de Viñuela (2003) y Ramos (2003).
Los nuevos marcos teóricos de la investigación cognitiva conceden cada vez más importancia a los procesos sensoriomotores y corporales en la percepción. Este es el caso, por ejemplo, de la teoría ecológica de la percepción visual (Gibson 1986), de la teoría de la cognición enactiva (Varela, Thompson y Rosch 1991) o la teoría de las contingencias sensoriomotoras (O´Regan y Noë 2001a y 2001b). Si bien estas investigaciones se aplican fundamentalmente a la percepción visual, poco a poco se está reuniendo un corpus de investigación de aplicación a los procesos auditivos y en particular a la cognición musical. La teoría ecológica está siendo adaptada a la música principalmente por Windsor (1995 y 2004), Clarke (2005) y Oliveira y Oliveira (2003) entre otros. La teoría enactiva por Reybrouck (2001a, 2005a y 2005b) y Lopez Cano (2004a, 2004b, 2004c y 2004d), mientras que la teoría de las contingencias sensoriomotoras por Peñalba (2004). Pero hay otros discursos que se ocupan también de la experiencia corporal de la música como es el caso de la fenomenología. En este dossier elaborado especialmente para TRANS varios autores nos presentan algunas de estas aproximaciones.
Alicia Penalba realiza un balance crítico tanto de la teoría de Mark Johnson sobre las proyecciones metafóricas de los esquemas corporales como de sus de las aplicaciones a la música. Su contundente análisis desenmaraña los malos entendidos que suelen padecer las aplicaciones musicales de este corpus filosófico al tiempo que propone rutas más seguras para el desarrollo de la investigación.
Ramón Pelinski en su “Fragmentos sobre corporalidad y experiencia musical” estudia la complejidad de la experiencia musical: un universo de significación total de naturaleza “preconceptual”, “prelógica” y “preverbal” donde la música y el Ser se confunden y se dan cita en el cuerpo. Su instrumento de análisis es la fenomenología teñida de su reciente romance con las neurociencias cognitivas. Pelinski defiende la convicción de que la corporalidad de la experiencia musical colabora de manera determinante tanto en la praxis musical como en la construcción de significados a partir de la música. Para el autor, las significaciones producidas en la inmediatez de la experiencia musical gozan de cierta prioridad frente a los significados que le asignamos los analistas vía inferencia racional fuera de la experiencia misma. Por otro lado, si bien la experiencia musical posee un componente de subjetividad extrema, nuestras condiciones neurofisiológicas (como lo demuestran las neuronas especulares) son la garantía de que esa experiencia puede ser compartida intersubjetivamente y aun que puede incidir en la construcción social del significado de la música. El punto más problemático que plantea Pelinski es de naturaleza epistemológica: la imbricación de mente y cuerpo es tan fuerte en la música que resulta difícil “y quizá innecesario” distinguir claramente entre una y otra. Se trata sin lugar a dudas de un gran reto para el discurso académico que tiende a subsumir la realidad que estudia en favor de las posibilidades de producción y transmisión de conocimiento por medio del logos racional. Este trabajo constituye una valiosa aportación que inaugura este tipo de reflexión en la investigación musical en castellano.
Para explicar sus tesis, Mark Reybrouck en su “Body, mind and music: musical semantics between experiential cognition and cognitive economy” echa mano de una diversidad de discursos teóricos que incluyen la biosemiótica de Jakob von Uexküll, la filosofía pragmatista de John Dewey y William James, las affordances de Gibson o la teoría de la metáfora de Johnson. Particularmente interesantes son sus referencias a información obtenida en laboratorios experimentales que sostienen la especulación teórica. Para Reybrouck, la música más que un artefacto de entretenimiento, es un recurso adaptativo que los seres humanos necesitamos ejercitar para desarrollarnos cognitivamente. En este proceso el cuerpo juega un papel fundamental. Reybrouck propone un modelo adaptativo general de producción de sentido con la música [general adaptive model of sense-making] que se fundamenta en nuestra biología y habilidades cognitivas. Su objetivo último es el de “ensamblar de nuevo mente, cuerpo y música”.
En su “Polyphony and embodiment: a critical approach to the theory of autopoiesis”, Paulo C. Chagas explora el concepto y principios de la autopoiesis propuesto por los biólogos chilenos Humberto Maturana y Francisco Varela para aplicarlos al estudio de la percepción de las texturas polifónicas. Su aplicación se basa en la lectura sociológica que de esta teoría realiza Niklas Luhmann. Chagas define la polifonía como un modo de operar de la conciencia que da forma a la percepción simultánea del entorno acústico. Para el autor, el sonido marca el punto de distinción entre la auto-referencialidad (el mundo interno) y la hetero-referencialidad (el mundo externo) en la percepción acústica. La distinción entre sonido, silencio y sonido no se deriva de las cualidades acústicas en sí mismas toda vez que otras “operaciones internas” al sistema también intervienen. En éstas colaboran tanto nuestras posibilidades auditivas como las estructuras sociales que crean significado a través de los sonidos: nuestra experiencia sónica se articula por la definición del sonido dentro del sistema social.
Por su parte, Edson Zampronha en su artículo “Gesture in Contemporary Music: on the edge between Sound Materiality and Signification” analiza los diferentes modos de gestualidad que ocurren en la música contemporánea. El gesto se encuentra en el límite de la materialidad sonora de la música y su significado y se interna en ambos siendo responsable, a su vez, de la posibilidad de producir significados en una obra. El gesto naturaliza la música y en diferentes poéticas contemporáneas llega a asumir el papel de hilo conductor de la coherencia que en la música tonal realizaban ciertas progresiones armónicas. Zampronha analiza las diferentes funciones sígnicas del gesto musical al tiempo que se muestra escéptico ante la sobrevaloración del gesto que se ha dado en algunos discursos recientes para los cuales el significado de una obra puede reducirse a él y que por su naturaleza corporal puede considerarse como transcultural.
Los textos reunidos en este dossier de TRANS son sólo una pequeña muestra de la enorme variedad de literatura académica que se ha producido en los últimos años en torno a la importancia del cuerpo en diversas actividades musicales. Esperamos que este número sirva para estimular a los investigadores de nuestra comunidad a adentrarse en este campo, apropiarse de algunos de los conceptos y problemas que aquí se presentan y aplicarlos a los temas musicales que son su objeto de estudio.
Barcelona, diciembre de 2005