Resumen
Este artículo reflexiona sobre las músicas urbanas como objeto de estudio en la etnomusicología española. Sin pretender una revisión exhaustiva del estado del arte en un campo poco explorado de forma sistemática hasta la fecha por los etnomusicólogos de nuestro país, tratará de aportar algunos insights al estudio de este tema desde la perspectiva de la antropología urbana. Me centraré en tres puntos principales: (a) Cómo ha sido construída la categoría de "música urbana" y su carácter inicialmente residual dentro de la tradición etnomusicológica; (b) Un breve repaso a la investigación sobre músicas en/de ciudades en España, destacando algunos procesos sociales; (c) Una agenda de problemas para el campo de la etnomusicología urbana.
Abstract
This paper reflects on "urban music" as an object of study in Spanish ethnomusicology. It does not pretend an overall review of the state of the art (in a field not systematically explored by Spanish ethnomusicologists), but rather it will summarize a number of findings on the topic from an anthropological point of view. I will focus on three main topics: (a) The making of the "urban music" label within the ethnomusicological tradition as a reminder of other musicological concepts; (b) A review of research on musics in/of Spanish cities, with some significant social processes involved; (c) A working agenda for research in the field of urban ethnomusicology.
¿A qué nos referimos cuando hablamos de "música urbana"? ¿Por qué ha tardado tanto este concepto en ser reconocido como un objeto legítimo de la investigación etnomusicológica? ¿Qué implicaciones acarrea para la comprensión del campo?
Voy a elaborar estas preguntas partiendo de la paradoja siguiente: en su calidad de ciencia inicialmente desplazada a los márgenes geográficos, sociales y simbólicos de un sistema de jerarquías culturales, especializada en todo aquello que la música culta de Occidente había situado en su periferia, la etnomusicología sólo ha alcanzado a tematizar tardía y residualmente la música que se produce, circula yconsume en las ciudades. Obviamente, esta afirmación precisa cualificarse, en el sentido de que mucha de la música estudiada por los etnomusicólogos probablemente se producía o se recogía en centros urbanos de cierta entidad; lo llamativo del caso es que el entorno reconstruido de la música siempre haya respondido a una imagen ideal de "pueblo", es decir, de pequeña comunidad de origen.
Más específicamente, sólo se ha producido el surgimiento de una "etnomusicología urbana" -es decir, de una investigación mediante trabajo de campo de las relaciones sistemáticas entre el contexto urbano y la vida musical- a raíz de las transformaciones que estaban sufriendo, por efecto de la modernización y la descolonización, nuestros objetos tradicionales. Por esa razón, la entrada en foco de las músicas llamadas "urbanas", "populares" y "masivas" tiene el efecto de una reescritura de la etnomusicología como ciencia, en el sentido de imponer una suerte de reconversión de nuestro capital científico.
Consideremos, por ejemplo, la voz "Etnomusicología" del diccionario New Grove. Barbara Krader definía así, a finales de los setenta, los alcances temáticos de la disciplina:
"La etnomusicología se ocupa primariamente de las músicas vivas de tradición oral (y de los instrumentos musicales y la danza), fuera de los límites de la música artística urbana europea. Los principales temas de investigación son las músicas de los pueblos sin escritura (o músicas tribales), las músicas transmitidas oralmente de las altas culturas de Asia (entre las cortes, altos sacerdotes y otros estratos superiores de la sociedad), como en China, Japón, Corea, Indonesia, India, Irán y los pueblos árabe-hablantes; y la música folk, que Nettl (1964: 7) definió tentativamente como música de tradición oral encontrada en aquellas áreas dominadas por altas culturas (...) Las tres categorías representan las áreas principales de interés de los etnomusicólogos, pero no son las únicas. Por ejemplo, el cambio o la aculturación son un campo de interés, a través del cual se puede emprender un estudio de música popular o comercial. En ella la tradición urbana puede ser central, en cualquier parte del mundo". (Krader 1980: 275. La traducción es mía).
Probablemente esta definición haya quedado anticuada. Pero lo que interesa destacar de ella son ciertos rasgos que caracterizan bien los avatares del concepto de "música urbana" en relación con el modus operandi etnomusicológico. Primero, fija la actividad de la etnomusicología al estudio de tipos específicos de música -un rasgo heredado de la musicología comparada. Segundo, lo hace por yuxtaposición, de tal modo que el objeto resultante constituye una summa aditiva de tipos musicales. Tercero, al contrario de definiciones anteriores, como la de J. Kunst, que había excluído expresamente el estudio en este campo tanto del arte occidental como de la música popular ("de entretenimiento"), la definición de Krader sí abarca "algunas tradiciones urbanas".
Es significativo el escaso interés que desde hace dos décadas suscita este tipo de acotaciones exhaustivas. Es como si constituyera la culminación de una manera de razonar a la que ya difícilmente podemos adherirnos, aunque sólo sea por el hecho de que la misma inclusión de la música urbana en la lista de tipos musicales -un tanto a regañadientes y por la puerta de atrás- la volvió imposible.
Lo que quiero decir es que resulta paradójico colocar como una suerte de agregado marginal, al final de la definición, a aquellas músicas procedentes de los centros de poder. Como si, por una especie de zoom invertido, la etnomusicología sólo se hubiera aprestado a visibilizar el centro desde los márgenes -a partir de las periferias de un sistema de legitimidad musical. Acaso lo ha hecho tan sólo cuando los márgenes quedaron suficientemente al descubierto como manifestaciones donde también el centro (colonial, nacional, y urbano) estaba irremediablemente presente de forma explícita y audible. Del mismo modo que los procesos de descolonización urbanizaron y modernizaron (vertiginosa y desigualmente) los países del llamado Tercer Mundo, sus músicas "entraron en representación" (usando la expresión de Stuart Hall), irrumpiendo en la escena musical cotidiana de las ciudades metropolitanas (cf. Hall 1995). Y así también hubo de hacerlo el discurso que se ocupaba de ellas.
Hay una segunda paradoja. El añadido de "música urbana", yuxtapuesto a otras "músicas" (la folklórica, la tribal, etc.), parecería estar destinado a precisar el objeto de la etnomusicología. En realidad, su efecto es el contrario: lo diluye. Así, en las definiciones de Kunst o Krader, "música urbana" significa, entre otras cosas, la "música culta" de las ciudades; pero también es "música comercial", así como "tradición urbana", es decir, tres cosas manifiestamente dispares.
Esa ambigüedad no es casual. Es que la inclusión del concepto de música urbana hace colapsar la lógica tradicional del campo que definía la disciplina en función de un producto musical determinado. Pues es justamente la indefinición de los contenidos musicales de lo urbano -la heterogeneidad y diversidad sociocultural; la convivencia de tradiciones dispares; la hibridación y el préstamo- frente a las imagenes igualmente construídas, pero más homogéneamente perfiladas, de lo "primitivo", lo "tribal", lo "oral", lo "ágrafo", lo "folklórico", lo que quiebra esa forma de operar. A propósito de los festivales callejeros de Nueva York, por ejemplo, escribía a comienzos de los ochenta Reyes Schramm, en uno de los primeros llamados en favor de una etnomusicología urbana:
"La diversidad permea todos los componentes de este tipo de eventos -los participantes, los repertorios musicales, los comportamientos, y las situaciones en las que se dan tales actos. Las coocurrencias e interacciones entre dichos componentes son muy complejas: los actos de música étnica no están limitados a los miembros del correspondiente grupo étnico; los ejecutantes de música artística pueden interpretar también otros tipos de música; los miembros de la audiencia que en determinado contexto bailan, cantan o siguen con palmas los espectáculos de música popular latina pueden, en otro, escucharla tranquilamente. La participación de toda clase de tecnologías mediáticas, de grandes masas de gente, y de una amplia gama de agencias seculares y religiosas -todo esto lleva la marca de la vida urbana" (Schramm 1982: 9. La traducción es mía).
En otras palabras: desde que estudiamos "músicas urbanas" ya no sabemos muy bien lo que estudiamos. O, al menos, no con las certezas con que antaño se pudieron establecer distinciones tipológicas en función de características atribuidas al material musical per se. Estudiamos, desde luego, tradiciones musicales específicas de determinadas ciudades (el chotis madrileño, el fado lisboeta, la murga gaditana, etc). Pero sería ésta una visión demasiado restringida de lo que significa "música urbana" -una visión que replica mecánicamente en las ciudades los conocidos vicios de un concepto demasiado insular y homogeneizador de la cultura en la pequeña comunidad.
En realidad, en el contexto de la ciudad nos encontramos sobre todo estudiando tradiciones nacionales o regionales (la cobla catalana, la danza del aurresku, la gaita gallega, las bandas valencianas, las charradas salmantinas) con respecto a las que ésta opera como centro concentrador. Y es que muchas ciudades carecen de tradiciones musicales distintivas, absorbiendo las de su territorio de influencia, sin que por ello pueda decirse que carecen de una vida musical propia, un cuadro de conjunto donde se relacionan de un modo específico la circulación y producción de musica y la vida en común de los habitantes. Lo específicamente urbano no parecería entonces ser la generación de sentidos locales sino, precisamente, la ligazón transterritorial de dichos sentidos con un ámbito cultural mayor (regional, nacional o internacional) del que la ciudad funciona como centro y donde se amalgaman y conviven una pluralidad de manifestaciones de corte cosmopolita.
Por eso, una tercera acepción de "música urbana" incluye la difusión generalizada y translocal de esas mismas imágenes en un circuito amplio -como las noches flamencas de Barcelona, los reels de los círculos celtas en Madrid, el bakalao en Valencia o las ferias de abril que las casas regionales andaluzas organizan en tantas ciudades fuera de Andalucía, por poner algunos ejemplos. En esta medida, lo "urbano" funciona como escaparate de lo que ocurre fuera de la ciudad misma, dentro de horizontes regionales, nacionales o supranacionales. O como una red que integra culturalmente un sistema de ciudades, más allá de cualquier entorno netamente definido. Esa red es hoy día extremadamente difusa y la categoría de "música urbana" un auténtico cajón de sastre donde, para el caso madrileño por ejemplo, conviven el soukouss africano, el neocasticismo zarzuelero municipal, los Cuarenta Principales, las tribus de punkis, las majas y majos de Lavapiés, los moteros y neohippies de Malasaña, las danzas goyescas, la ruta del bakalao, la cultura rosa en la plaza de Chueca, los gitanos de cabra y organito.
¿Debemos estar contentos con semejante confusión? Un cierto grado de resignación ante la ambiguedad generada por la amalgama y el pastiche -ante las identidades migrantes y los géneros desanclados- con la consiguiente inconsistencia de nuestras categorías para pensar la realidad, tal vez forme parte del signo de los tiempos, en los que se proclama, remedando a Marx, que todo lo sólido se desvanece en el aire. Es saludable entender que la aparente confusión no es producto de nuestra indolencia intelectual, sino la materia de que están hechas las cosas.
Sin embargo, el principal objetivo de una etnomusicología urbana consiste, precisamente, en encontrar principios de ordenación en esa diversidad interna de la vida musical de las ciudades contemporáneas. Reyes Schramm expuso felizmente el problema en los siguientes términos:
"Postular un orden sobre la base del supuesto de que la diversidad es meramente la suma total de ciertas musicas o grupos sociales contradice el hecho de que, en el área urbana, tales unidades discretas no sólo coexisten unas junto a otras, sino que interactúan entre sí. De manera inversa, asumir que existe un sistema musical englobante sería difícil de mantener, si no imposible: sobre la base de un único conjunto de estándares, las irregularidades superarían en número a las regularidades". (1982: 9. La traducción es mía).
Es decir, el problema es el de dar orden a lo heterogéneo, encontrar la organización posible de una totalidad por definición plural. Si hablamos de músicas urbanas es porque presumimos en esa diversidad un entretejido, una trama, la cual se manifestaría en ciertos patrones del contexto de los que convencionalmente llamamos "extramusicales" -la presencia de industrias culturales, el peso del mercado fonográfico y las tecnologías de reproducción sonora, ciertos modos de recepción, ciertos usos del espacio. Pero dicha trama urbana se manifiesta sobre todo en la música misma, en forma de una permanente interlocución dialógica. Dos ejemplos: en el último concierto de flamenco al que asistí en Madrid, un homenaje por la retirada de Fosforito de los escenarios, La Cañera de Málaga y su acompañante insertaron entre sus bulerías sendas versiones de "Angelitos negros" y "El corazón partío". En otro concierto en la Plaza Mayor de Salamanca la Vieja Trova Santiaguera halagó a los presentes con una versión bolerística de "La vida sigue igual". Esos remakes flamencos y soneros de Antonio Machín, Alejandro Sanz o Julio Iglesias no pasarían de ser anecdóticos si no se produjeran en el lenguaje de tradiciones locales que se venden y ejercen como tales. La trama urbana forma ya parte indisociable del ejercicio de la tradición.
Hablar de trama urbana parece entonces conllevar el supuesto de que, al menos parcialmente, los principios de ordenación de estas manifestaciones se encuentran en el contexto mismo -es decir, su sistematicidad habría de buscarse en eso que llamamos "lo urbano" como unidad espacial y sociocultural de análisis. Así, por ejemplo, en la definición de Salwa El Shawan Castelo-Branco:
"La etnomusicología urbana tiene como objetivo la comprensión de los fenómenos musicales urbanos en relación con sus contextos. Esta nueva subdisciplina de la etnomusicología se distingue por su problemática de investigación, que surge de las propias características de las ciudades, como la densidad poblacional, la diversidad cultural y la intensa actividad comercial” (El Shawan 1986: 45. La traducción es mía).
¿En qué medida "lo urbano" designa realmente un contexto sociocultural específico, diferenciado como tal de "lo masivo", "lo moderno", o "lo informacional"? ¿Representa una unidad de análisis pertinente y viable para el trabajo etnomusicológico? Éstas son algunas cuestiones urgentes que abre este planteamiento; por razones de extensión, no voy a abordarlas aquí (para esta discusión a propósito de la cultura urbana, cf. Cruces 1995, 1997; Marcus 1995; Hannerz 1998; García Canclini 1995). Pero sí querría adelantar un par de ideas sobre la ciudad como unidad de observación y análisis de la música, y sobre su importancia en la comprensión de los procesos transculturales.
En primer lugar, el contexto urbano ha de ser comprendido como un haz complejo de procesos socioculturales en varios niveles, no sólo como una realidad espacial, geográfica, determinada por la concentración de los asentamientos residenciales. En ese sentido débil, lo "urbano" (como opuesto a "rural") se ha ido desdibujando crecientemente al hilo de nuevas formas globalizadas de producción de bienes y de circulación de personas y expresiones culturales. Por un lado, aparecen pautas de residencia crecientemente descentradas respecto a las aglomeraciones tradicionales de la ciudad industrial, por ejemplo la "ciudad dispersa" (Borja y Castells 1997: 56). Por otro, las formas de vida en el campo se modernizan y mecanizan hasta el punto de constituir poblaciones catalogadas como rururbanas. En tercer lugar, la relación entre campo y ciudad tiende a convertirse en un flujo de idas y venidas, con implicaciones de doble dirección, que no permiten segregar analíticamente ambos contextos (Pelinski et al. 1997). Finalmente, el crecimiento desordenado de las megápolis del mundo, cada vez más numerosas, ha desurbanizado aspectos de la vida cotidiana de las barriadas de estas ciudades, donde pautas de residencia y relaciones sociales, literalmente trasladadas del campo a la ciudad, pueden convivir con las más modernas y cosmopolitas (García Canclini 1998).
Eso no significa que el contexto urbano deje de definirse espacialmente. Yo creo que el locus de la investigación sigue, en antropología, irremisiblemente atado a una idea -por relativa que se quiera- de localidad, de lugar.[1] Pero sí implica una comprensión compleja del contexto urbano, definido simultáneamente como hecho espacial (extensión y concentración), demográfico (elevada cifra de población), sociológico (heterogeneidad social y cultural), comunicacional (densidad de intercambios), económico (producción industrial, circulación de mercancías, concentración de actividades y servicios), político (presencia institucional del Estado y las organizaciones formales).
En otros términos, lo urbano es, en la expresión de Louis Wirth, una "forma de vida" (1998: 29). Esa forma de vida puede caracterizarse por la ligazón a un sentido cívico de convivencia, a un "proyecto civilizatorio"; una determinada configuración ideológica -el individualismo moderno- con su horizonte de valores ilustrados, higienismo y orden racional; un tipo de sujeto marcado por disposiciones espaciotemporales como las que Simmel denominara actitud blassé, cosmopolita y desencantada; la abstracción mercantil de los procesos de circulación y consumo cultural, con su desanclaje con respecto a los contextos originarios de producción; una particular sensibilidad o sensorio.
La ciudad como contexto proporciona una unidad privilegiada donde mostrar etnográficamente estas disposiciones y procesos; cabría, no obstante, trazar una distinción ya clásica entre estudios "en" y "de" la ciudad. Las etnografías "en" la ciudad han tendido a aislar objetos dentro del conjunto urbano (normalmente, barrios residenciales, o gremios u otros grupos sociales), trabajando sobre ellos al modo tradicional en que los antropólogos abordan pequeñas comunidades. Hablamos de etnografías "de" la ciudad en un sentido más ambicioso: no el de una visión completa, exahustiva, de la totalidad cultural de una urbe (hemos acabado por reconocer que es esa una pretensión utópica); pero sí el de la recomposición tentativa de un cierto tejido de conjunto -un sistema de posiciones y exclusiones, un horizonte común, una memoria compartida. Conviene recordar que el antropólogo y el etnomusicólogo no están solos en esa pretensión sisífica. Los gobernantes de la ciudad, la prensa local, los técnicos municipales, los analistas del mercado y hasta los mismos ciudadanos se debaten diariamente con la tarea imposible de hacerse una imagen apropiada de ese todo inabarcable y en permanente movimiento en el que viven. Más que la pretensión holista de la etnografía clásica, lo que el contexto urbano ha venido a cuestionar es su monopolio interpretativo de la totalidad.
Matizo: decimos sólo "cierto sentido de conjunto" porque, si algo significa el proceso de globalización, es que ya no hay unidades territoriales culturalmente autocontenidas. Ni siquiera para el caso de conjuntos socioculturales tan amorfos, plurales y omniabarcantes como son las grandes ciudades.[2] Lo que afirmo es que dicho nivel resulta estratégico para reconstruir las relaciones entre formas locales y globales de cultura, para entender lo que siguen teniendo en común gentes que viven juntas, aunque ya no oigan las mismas melodías ni canten -salvo en contadas ocasiones- las mismas canciones. La comprensión de ese mínimo denominador común no significa pasar por alto lo que tienen de diferente, sino atender a los modos locales de negociar y organizar las diferencias. El supuesto subyacente a un estudio de música urbana es que ésta constituye una trama de interacciones y diálogos, de oposiciones y exclusiones, de segmentación e hibridación en los modos de producir, transmitir y consumir música.
Creo que este lugar estratégico de la música urbana constituye el motivo por el que algunos de los principales teóricos de las conexiones transnacionales están recurriendo a procesos musicales para iluminar otros fenómenos de la cultura contemporánea. Valga como ejemplo la modelización por parte de Hannerz de los procesos de incorporación de las músicas y las comidas étnicas al mercado transnacional de las ciudades mundiales. Cabe preguntarse qué tienen en común la música y la comida, que los hace igualmente idóneos para un argumento sobre la globalización. La música resulta útil para mostrar el permanente trasvase entre los cuatro órdenes o marcos (la interacción cotidiana, el mercado, el Estado y los movimientos sociales) que a juicio de Hannerz organizan el tráfico de significados en un ecúmene global (1998: 220).
Así, la música se manifiesta como un potente heurístico de descubrimiento en un contexto donde tales conexiones, precisamente por su índole global, no vienen prefiguradas de antemano. Hannerz alude a los rastafaris de Ámsterdam, quienes resultan ser en buena parte originarios de Surinam, guayaneses-holandeses de segunda generación. La identificación a través del reggae jamaicano permite construir una cultura negra en la metrópoli que conecta insospechadamente la Guayana y Las Antillas en su común condición de ex-colonias (Hannerz 1998). Lo interesante no es que la música sea vehículo de un imaginario (siempre lo ha sido), sino el hecho de que permita visualizar el proceso de globalización como conexión entre periferias a través de un centro (Surinam-Amsterdam-Jamaica). El contexto urbano no es necesariamente el único productor de cultura global, pero sí el más importante entre sus agencias intermediadoras.
Otros autores desde fuera de la etnomusicología están haciendo referencias pertinentes al papel de lo musical en la cultura urbana. Renato Ortiz, por ejemplo, toma las oposiciones ideológicas generadas por el rock (rock vs. enka en Japón, rock vs. samba en Brasil, rock vs. estilo chansoniere en Francia) como expresión paradigmática a nivel nacional de un proceso supranacional de mundialización (1994: 202). Y García Canclini, en un bello texto titulado “Narrar la multiculturalidad”, utiliza metafóricamente la sintonía musical en la radio del automóvil como síntoma de la construcción privatizada de la cotidianeidad urbana en las megaciudades y del uso fragmentado de sus espacios, en la lógica del videoclip:
"Como en los videoclips, andar por la ciudad es mezclar músicas y relatos diversos en la intimidad del auto y con los ruidos externos (...) Todo es denso y fragmentario. Como en los videos, se ha hecho la ciudad saqueando imágenes de todas partes, en cualquier orden. Para ser un buen lector de la vida urbana hay que plegarse al ritmo y gozar las visiones efímeras" (García Canclini 1995: 101).
En resumen, he partido de la paradoja de una inicial marginalidad de la música urbana en la tradición etnomusicológica para acabar subrayando, a la inversa, su centralidad como lugar privilegiado desde el que comprender los procesos de transformación cultural en marcha. Como etnomusicólogo, siempre pienso en la música como ese lugar estratégico. Pero bajo condiciones de modernidad avanzada esto se vuelve cierto a fortiori, debido a la circulación generalizada de personas, capitales, bienes y significados. Ya B. Nettl entreveía en 1985 una suerte de signo de los tiempos en esta pertinencia social del sonido como vehículo de autoidentificación:
"Resulta difícil saber cuáles pueden haber sido las funciones culturales de la música en cualquier sociedad del pasado lejano. Quizás una de ellas siempre haya consistido en reforzar las fronteras culturales, sostener una integridad. Se trate o no de un verdadero universal, esta función de la música ha ido ganando en importancia según los límites culturales se vuelven borrosos y precisan ser defendidos. Puede que el siglo XX sea especial en muchos sentidos. Aumentan las posibilidades de comunicación entre grupos culturales -virtualmente, la comunicación se impone. El hecho de que la mayoría de los humanos ya no pueda exhibir de manera conveniente su carácter especial mediante el vestido, la estructura social, la cultura material, o incluso por su ubicación, lenguaje o religión, ha ampliado el papel de la música como emblema de etnicidad. Unidades culturales, naciones, minorías, incluso grupos de edad, clases sociales y estratos educativos, todos se identifican por medio de su adherencia a repertorios y estilos de música particulares. Mientras otros medios de identificación se han vuelto menos efectivos, la música cada vez se acentúa más. Yo sugeriría que es por esta razón por lo que la música del siglo XX ha conservado su diversidad" (Nettl 1985: 165).
Los estudios urbanos han ido desplegándose en los últimos años en la etnomusicología española; con resultados hasta ahora modestos y más orientados a demostrar lo evidente frente a discursos hegemónicos sobre el arte y la comunicación musical -la pertinencia cultural y científica de ese esfuerzo- que a construir un objeto autónomo. Opino sin embargo que ha sido pólvora bien gastada, capaz de abrir un espacio de legitimidad científica donde trabajar con cosas como el rock local, los procesos de revival tradicionalista en las Comunidades Autónomas, la incorporación de España al circuito de los megaconciertos, la expresión musical de los emigrantes magrebíes y latinoamericanos o las nuevas formas de fusión del flamenco.
Aunque nos ha tomado más tiempo del deseable salir de argumentos definicionales y acotación de competencias, podemos apreciar una tendencia creciente a que estos temas sean reconocidos desde una diversidad de disciplinas. Como suele suceder, esto llega más tarde a las ciencias sociales que a la vida cotidiana: hace años que Ketama, Leño, el hilo musical o el merengue forman parte de nuestro sentido común sonoro. En lo que sigue no me detendré en hacer la cronología de este reconocimiento, en la que cabría resaltar dos hitos: en los años ochenta, la institucionalización de la etnomusicología como materia de las licenciaturas de varias universidades en Historia y Ciencias de la Música; en los noventa, la fundación de la SIbE (Sociedad Ibérica de Etnomusicología) como espacio de intercambio científico. La aceptación académica de los estudios sobre música popular se viene produciendo lentamente y a remolque de la dirección dominante en la etnomusicología internacional y los Cultural Studiesanglosajones. Es posible, no obstante, identificar algunos procesos y líneas de trabajo específicamente españoles.
En términos generales, se trata de análisis de músicas "en" la ciudad (de géneros o fenómenos específicos), más que de análisis "de" la ciudad propiamente dicha, contemplada desde un punto de vista musical. El tema urbano aparece lateralmente (aunque no por ello resulte secundario). Frecuentemente las únidades de análisis son subculturas (jóvenes, emigrantes, asociaciones festivas), o géneros dentro del campo musical (coros, pop, música de bandas, rock, música celta). También encontramos argumentos sobre algún aspecto de la escena nacional o regional, concretado en una o varias poblaciones. En lo que sigue destacaré algunas claves interpretativas presentes en la literatura, con la conciencia de no estar agotando lo publicado sobre el tema (v. las escasas entradas en castellano de la bibliografía de sociología de la música publicada por Rodríguez Morató 1988).
A propósito del fenómeno de la proliferación de bandas de música y asociaciones festivas en Levante, los antropólogos J. Cucó, A. Ariño et al. publicaron a comienzos de los noventa un interesante estudio sobre la trama de asociaciones voluntarias que soportan la actividad musical y festera en la Comunidad Valenciana (Cucó et al. 1993). La unidad del análisis es la región, siguiendo lo que ellos llaman un planteamiento cualitativo-extensivo, con un mapeo general de la importancia de las sociedades musicales y las asociaciones falleras y de Moros y Cristianos. Hacen, no obstante, algunas catas en profundidad en poblaciones-tipo, como Lliria (13.000 habitantes), lo que les permite mostrar, por una parte, la vinculación entre la música y el complejo festivo en esa región de España y, por otra, la importancia del mismo en la construcción de la identidad local y la trama de la sociabilidad y reciprocidad vecinales. El hecho de descartar las ciudades mayores limita, no obstante, su alcance respecto a los fenómenos propiamente urbanos.
Ese fue, en cambio, el objetivo de mi tesis doctoral, donde abordé una etnografía del ciclo de fiestas madrileño desde el punto de vista de la democratización de la vida municipal y la intensa revitalización festiva de los años ochenta. Frente a cualquier visión ingenuamente inmediatista de las tradiciones urbanas, lo que aparece al estudiar el entramado organizativo de la fiesta en una ciudad como Madrid es un complicado espacio de negociación entre una pluralidad de sentidos de la convivencia cívica, espacio mediado por distintas agencias técnicas y políticas. La fiesta de la ciudad moderna es una fiesta racionalizada, programada, civilizada: desactivada en su potencial de transgresión simbólica. Entre otras manifestaciones me interesó reconstruir la escena de los conciertos de rock, uno de los fenómenos emergentes durante el proceso de revitalización (Cruces 1995, 1999).
En la misma línea de interés por las puestas en escena de demandas de la sociedad civil y pretensiones identitarias de grupos urbanos se pueden situar las investigaciones de J. Ayats sobre la proferencia de eslóganes en manifestaciones de Barcelona y París, así como del canto de himnos y consignas en estadios de fútbol (1997, 1999). En una suerte de reducción irónica, Ayats muestra las potencialidades e insuficiencias de un análisis formal de la materia sonora, al trasladarlo a objetos considerados poco "nobles", cuya eficacia simbólica ha de ser buscada en otro lugar que en la mera sintaxis musical -en la pragmática de interacción que hacen posible.
Desde una aproximación más histórica, J. Labajo ha presentado un panorama de los coros de Valladolid a comienzos de siglo (1987). El higienismo, la moralización de las costumbres y el valor educativo del canto -es decir, el proyecto civilizatorio específicamente urbanizador- aparecen como claves comunes a los distintos tipos de orfeón, ya sea en su versión liberal-republicana, socialista o católica. Significativamente, la articulación de los distintos orfeones se correspondía con la de las líneas ideológicas de la ciudad de entonces; cabría preguntarse qué ha quedado en la ciudad actual de ese modelo cívico de organización de las diferencias a través del canto. Más recientemente, esta misma investigadora ha realizado una tesis doctoral en la que analiza el paisaje sonoro de esta ciudad castellana (Labajo 1992).
En las islas Canarias, Sagrario Martínez Berriel ha realizado una monografía sobre la vida musical en Las Palmas de Gran Canaria desde una perspectiva fundamentalmente sociológica donde no faltan, no obstante, referencias cruzadas a la obra de antropólogos y musicólogos. Edificado sobre el concepto de "comunidad musical", este trabajo explora de una forma descriptiva datos sobre la historia musical de la ciudad, el ejercicio profesional de los músicos y la transmisión familiar de las vocaciones musicales (Martínez Berriel 1993).
Cabe también mencionar trabajos que, a través de un acercamiento tangencial al contexto urbano, han iluminado variados aspectos de la estrecha relación entre transición política, usos musicales y modernización de la vida española en el pasado más reciente -por ejemplo, el reestudio de un cancionero castellonense por R. Pelinski et al. (1997), el texto de W. Washabaugh sobre los documentales de flamenco realizados en el tardofranquismo (1997) o algunos de los artículos sobre música popular de la compilación de estudios culturales en España de H. Graham y J. Labanyi (1995).
El comportamiento festivo en contexto urbano suscita preguntas interesantes sobre las relaciones entre la tradición ritual y el proceso weberiano de la secularización. Ariño (1992), Cruces (1995, 1999), Angela López (1994) y otros autores han enfrentado empíricamente este problema tratando de interpretar desde conceptos como "ritual" o "religión civil" el sentido de distintas performances festivas en el contexto modernizado de la ciudad (las Fallas de Valencia, el baile en discoteca, los conciertos de rock). La importancia del argumento del ritual comunitario en la tradición antropológica se une aquí al peso de una tradición hispana de fiestas públicas. Desde estas aproximaciones, los nuevos eventos callejeros en el entorno urbano son susceptibles de leerse como formas de recreación numinosa de la experiencia en una sociedad secularizada, donde la secularización no se entiende como pérdida de lo sagrado sino como un desplazamiento de su monopolio desde la institución eclesial hacia una apropiación pluralista por instancias de las organizaciones formales y la sociedad civil.
En el contexto español, la referencia a "músicas urbanas" suele evocar automáticamente la práctica de ciertos géneros juveniles (fundamentalmente, el pop y el rock) y su consumo masivo. Desde luego, la ecuación urbano = rock = juventud se presta a un estereotipo equívoco que convendría deshacer;[3] pero no es menos cierto el lugar privilegiado de esa ecuación en la articulación del campo musical a un nivel transnacional (y, dicho sea de paso, en la literatura internacional sobre popular music ).
Se plantea aquí una cuestión interesante. Teóricamente, sería necesario adaptar a cada una de las realidades nacionales las connotaciones de esta ecuación, tomada literalmente de la vida musical inglesa y norteamericana (tal como lo viene haciendo, por ejemplo, T. Mitchell en sus trabajos sobre rap italiano, rock checo o world music neocelandesa, cf. 1996). En nuestro caso, esto supone sondear, por ejemplo, los límites diferenciales de las categorías del "pop" o el "rock" en relación con variantes locales como la Nueva Ola madrileña, el Rock bravú gallego o el Rock alternativo vasco. En la práctica, sin embargo, acontece una suerte de doble correspondencia: el campo musical reproduce (dentro de ciertos límites) formas globalizadas, y por esa razón nuestro discurso puede también reproducir con relativo éxito discursos globales, aunque vengan calcados de los Popular Music Studies y los Cultural Studies. Es como si existiera una literal imposibilidad de hablar de rock sin introducir, tácita o explícitamente, un patrón de legitimidad musical tomado de los modelos originales, fundamentalmente anglos. Así, por ejemplo, describíaen 1987 -con gran lucidez, por otra parte- la escena rockera española el corresponsal inglés J. Hooper:
"En el campo de la música rock, España está retrasada. La historia del rock español es la de una serie de imitaciones sucesivas. Estados Unidos produjo los Everly Brothers y España, entonces, presentó al Dúo Dinámico. Gran Bretaña produjo a los Beatles, Who y Rolling Stones, y de pronto en España apareció una multitud de grupos, aunque sólo uno de ellos -Los Bravos- suscitó una cierta impresión en el exterior, con una canción titulada Black is black. Por lo demás, este hecho tiene probablemente que ver con la naturaleza de la sociedad latina. El rock es el producto de una cultura juvenil, la cual, a su vez, es el rechazo de los valores socialmente establecidos. En las sociedades en que los lazos de familia todavía son sólidos, es imposible crear esa cultura juvenil. El problema de los músicos españoles de rock -incluso de los más talentosos, como Miguel Ríos, que ha gozado de mucho prestigio desde los años sesenta, o del grupo Tequila, que alcanzó su apogeo en los años setenta- es que por la apariencia y el sonido dan la impresión de ser -y son- chicos buenos con las caras lavadas y los cabellos bien peinados que no alcanzarían a identificar un abismo generacional aunque cayeran en él. Por otra parte, el rock es también el producto de una sociedad urbana más que rural, y de la clase trabajadora más que de la clase media. La vida urbana en la España actual requiere, por lo menos, algo de la rudeza y de la astucia necesarias para desenvolverse, por ejemplo, en Detroit o Liverpool; y el progreso económico de los años sesenta y los cambios políticos de los años 70 han aportado a la clase trabajadora una prosperidad y una influencia que antes nunca había tenido. Todo eso se ha reflejado en el rock español, y hasta cierto punto ha contribuído a reducir la distancia entre España y los países anglosajones" (Hooper 1987: 191, cit. en Fouce 1999: 15).
Pese a esta tendencia a juzgar el campo musical contemporáneo desde patrones anglos, tanto teóricos como sonoros, no debe olvidarse, sin embargo, la gran enseñanza de los estudios sobre el mercado fonográfico hispano: el producto local puede ser top de ventas. Hasta el año 1992 al menos, el cantante que más discos había vendido en España en todos los tiempos era Julio Iglesias (Jones 1992: 75). Actualmente, su hijo Enrique está siguiendo un camino parecido entre un público joven y no tan joven. Por supuesto, la pregunta es qué tan "local" resulta un cantante español que vive en Miami, graba con la Fonovisa mexicana, canta en Spanglish y cobra en dólares. Una pregunta similar suscita comprobar quiénes son los músicos de la Sociedad General de Autores de España que más vendieron en 1999: Oreja de Van Gogh, Luis Miguel, Chayanne, Miliki, Sabina, Bosé y Maná, por este orden (SGAE 2000: 4).
Aunque algunos productos glocales desdicen, por tanto, la ecuación rock = urbano = juventud, algunos otros la confirman; es por ello que el seguimiento de los gustos juveniles se muestra como una estrategia factible para entender musicalmente la ciudad. La lógica de este enfoque tiende a construir su objeto a partir de algún género para, a continuación, seguir al grupo social de sus incondicionales (etiquetados como heavies, skins, punkos, bakaletas, siniestros). El supuesto subyacente es la productividad contrahegemónica de la música para dar expresión a formas emergentes de vida juvenil, basadas en su vida cotidiana y sus formas de sociabilidad, diferenciadas entre sí y con respecto al mundo adulto dominante. El problema que suscita, sin embargo, esta forma de proceder arranca, ya desde el inicio, con la definición apriorística del género y el recorte correspondiente de un grupo social las más de las veces ficticio. Nada es tan escurridizo como una audiencia.
El trabajo más completo con que contamos en esta línea es el de Silvia Martínez sobre el heavy metalen Barcelona (1997;1999). Cabe también señalar los estudios comparativos de Feixa sobre punks en Lleida y Ciudad de México (1998), los de H. Fouce sobre la movidita madrileña(1998), el de A. Méndez Rubio sobre hip-hop valenciano, el de J. Contreras sobre círculos celtas en Madrid (1999). Sobre música máquina o fenómenos tan interesantes como la ruta del bacalao y sus variantes (de Toro a Asturias existe, por ejemplo, una ruta del torrezno) apenas tenemos reflexiones incidentales, como las del semiólogo G. Abril (1995: 96).
Un planteamiento diferente es el de sociólogos de la juventud, como E. Gil Calvo, que buscan construir el cuadro de conjunto de los consumos y las prácticas entre los jóvenes, calificados en bloque como "depredadores audiovisuales" (sic). Aunque los trabajos de este autor no atienden propiamente a la producción musical de diferencia entre ellos (1985) , sí lo hacen otras investigaciones sociológicas como las de J. Levices, mediante el análisis de redes urbanas y el análisis factorial de cuestionarios a lectores de revistas musicales (1987, 1993).
En realidad, en este nivel lo urbano no aparece sino como mero escenario donde se representan teatralmente las identidades nacionales. Los trabajos de S. Brandes y J. Martí sobre los usos de la sardana como símbolo nacional catalán (Brandes 1985; Martí 1994), J. Roma sobre la jota aragonesa y el nacionalismo español del XIX (1995), G. Ibarretxe sobre los coros y el nacionalismo musical vasco (1996), K. Sánchez Ekiza sobre la historia del txistu y la danza aurresku (1999), los de G. Steingress sobre flamenco y andalucismo (1998), los de L. Costa sobre la folklorización de la muñeira(1998) inciden en esta línea, con diversa profundidad temporal. Aunque son fenómenos forjados en la larga duración, destacan dos momentos históricos: la reacción nacionalista de mediados del XIX (Renaixença, Foralismo, Rexurdimento), y el reciente proceso de "etnogénesis", en paralelo a la democratización y la institucionalización de las Autonomías, donde la música tradicional ha tomado un importante papel en las puestas en escena del "hecho diferencial" (cf. Prats 1998; Greenwood 1992; Comelles y Prat 1992).
El paradójico resultado es que la exhibición folklórica lleva la marca de la vida urbana. En España, hoy día, hablar de "música urbana" es hablar de cante hondo, txalapartas, gaitas, sardanas, isas, sevillanas y danzas de palos. Se trata de imágenes rurales a menudo ejecutadas y difundidas desde los centros autonómicos, pues la descentralización del Estado postfranquista ha conllevado nuevas formas de centralidad. Un aspecto notable de ese fenómeno sería la comarcalización del folklore. Por ejemplo, en opinión de algunos músicos tradicionales, la creación en las ciudades de centros dedicados a la enseñanza formal y la difusión del folklore regional podría estar teniendo el paradójico efecto de unificar estilos de distinta procedencia geográfica.
Si bien denominar "etnogénesis" a estos procesos de nueva centralidad cultural parece otorgarles el beneficio de una espontaneidad popular, adánica y desinteresada, tampoco veo exclusivamente en ellos folklorización, en el sentido de Hobsbawm y Ranger de invented traditions (1983), predicaciones modernas desde el Estado de una continuidad ficticia; ni tampoco manipulaciones políticas más o menos descaradas y aviesas (que por supuesto existen). La oposición folklore/folklorismo designa tipos ideales equívocos pues nunca, creo yo, ha dejado de estar sujeta la vida del folklore a la apropiación folklorística. En este punto corremos el riesgo de reproducir, mediante una distinción demasiado rígida, la creencia en un momento tradicional de intocada pureza. Las puestas en escena de lo popular generan siempre tanto sentidos endógenos como exógenos de la identidad, visiones en competencia y pactos de lectura entre actores diversos, entre los cuales hay que incluir, junto con las agencias políticas locales y los propios actores, el mercado turístico, las instancias supranacionales y los medios de comunicación. La economía política de la diferencia resulta de todos estos elementos, no siendo reducible ni a una total nivelación por el mercado, ni a una absoluta invención desde el Estado, ni mucho menos a una voluntad política espontánea y anónima de los ciudadanos.
Lamentablemente, esta dimensión fundamental de la vida musical en nuestras ciudades aún ha sido poco investigada, sobre todo teniendo en cuenta el elevado porcentaje de concentración de los emigrantes, principalmente latinoamericanos y magrebíes, en las grandes poblaciones. Constituye una notable excepción el trabajo de S. Asensio sobre distintos tipos de eventos musicales en el colectivo magrebí de Barcelona, y en particular sobre "la conversión del rai en símbolo" entre la juventud emigrada (1997, 1998). La música -tradicional y menos tradicional- se muestra como una superficie de adaptación extremadamente sutil, capaz de vehicular diferencialmente un "nosotros para nosotros" y un "nosotros para los otros" (en la aguda distinción de Ll. Prats, 1998), posibilitando distintos repertorios para las distintas situaciones. Es este un campo de estudios que tendrá que desarrollarse, en particular en la línea de una comprensión más precisa de los mecanismos de incorporación progresiva de lo que inicialmente son formas de vida al mercado multicultural de la ciudad (Hannerz 1998: 220).
Una última connotación del concepto de música urbana apunta hacia la industria cultural. Cabría incluir en este capítulo el reciente ensayo de J. E. Adell (1998), que recoge y desarrolla bajo el concepto de simulacro argumentos hilados principalmente en la sociología crítica, la teoría literaria y los estudios culturales del entorno anglófono. La profundidad del tratamiento teórico contrasta con la deslocalización de los argumentos; según comentaba a propósito de los estudios sobre juventud, es notoria nuestra tendencia a trasladar urbi-et-orbe la discusión de los estudios culturales internacionales. La pregunta es: ¿pueden Madonna o los Sex Pistols significar en nuestro contexto musical lo mismo que en los textos de Frith, Lipsitz, Wicke o Hebdige?
El trabajo empírico de mayor interés en este campo lo ha llevado a cabo J. Martí sobre las "músicas invisibles", un trabajo que precisamente tiene la virtud de visibilizar un objeto cotidiano de primordial importancia como son los recursos de música ambiental, en este caso en Barcelona (1999).
Existen también algunos artículos de revisión de la economía de la industria musical en España. Desgraciadamente, para el mercado español no contamos con ninguna tan exhaustiva como la reciente de G. Yúdice para el conjunto de América Latina (1999); el tratamiento más detallado se encuentra en los artículos de D. Jones, que incluyen un repaso a la historia de las discográficas en España,un análisis de su desarrollo en los años ochenta y una útil bibliografía al respecto (1988, 1992, 1995). Es de destacar la privacidad y escasa transparencia de los datos disponibles sobre el mercado fonográfico español, la mayoría de ellos propiedad de la patronal de productores de fonogramas (AFYVE).
Como puntos clave de esta industria cultural resaltan, en términos globales, su conversión progresiva en complejo multimedia y la integración y conglomeración transnacional (tanto horizontal como vertical) de las empresas fonográficas; en términos locales, el crecimiento del mercado español de fonogramas tras la crisis de los ochenta (un crecimiento considerable si tomamos por comparación el resto del mundo latino, llegando a superar en volumen de ventas a Brasil y México; cf. Yúdice 1999), así como la exportación hacia América Latina de productos de la industria transnacionalizada.
Finalmente, habría que añadir en este capítulo las historias del pop y otros géneros en España realizadas desde dentro del propio campo artístico. Se trata en general de aproximaciones de naturaleza periodística o histórica, algunas de ellas profusamente documentadas, que oscilan entre la crónica, la hagiografía de los artistas y la crítica musical. Fundamentalmente centradas en los grupos, su estilo, sus influencias mutuas y la evolución de discográficas y promotoras, cabe destacar las de Silva (1984), Ordovás (1997), Feijóo, Carrero y Palau (1998), García Martínez (1996) y VV. AA. (1985, 1998).
Para terminar, presentaré sucintamente algunos problemas clave de cara al desarrollo de una etnomusicología urbana en España.
1. El paso de etnografías "en" a etnografías "de" la ciudad. Revisando la investigación disponible, se echa en falta una aproximación más empírica y localizada a las músicas en su contexto (es decir: más etnográfica), así como una reconstrucción holista de las relaciones entre música y vida citadina. Como hemos visto, trabajar sobre la hipótesis de algunos principios de orden no implica necesariamente postular que exista un único sistema musical, pero sí una imbricación entre los distintos géneros, grupos de edad, repertorios y discursos musicales: interactúan al tiempo que mantienen sus fronteras. Es esta imbricación local la que está en buena medida por revelar.
Parte de este trabajo conceptual nos obligará a tematizar con mayor precisión el contexto urbano como tal -por ejemplo, en la dirección de N. García Canclini (1998) cuando distingue en la ciudad de México cuatro "ciudades" diferentes (la histórica, la industrial, la comunicacional y la multicultural); o en la dirección de los marcos de circulación de significados de U. Hannerz (interacción personal, mercado, Estado y movimientos sociales; cf. García Canclini 1998; Hannerz 1998).
2. El peso de lo local en las músicas urbanas no está fijado de antemano. La unidad pertinente para describir la música puede o no ser el lugar, la localidad. Algunos estudios se concentran exclusivamente en procesos de desanclaje -en el traslado espaciotemporal de la forma sonora-, mientras que otros enfatizan su reanclaje aquí-y-ahora. El resultado puede ser un discurso escindido entre la tentación cosmopolita de una comprensión desde ningún sitio y la celebración localista, resistente a la globalización. Trascender ambas tentaciones implica describir prácticas situadas en un espacio-tiempo que es en realidad discontinuo, fragmentado, multicéntrico, atravesado tanto por tendencias globales como por los atajos de los actores (Cruces 1998). En consecuencia, las unidades de estudio no tendrán que ser necesariamente territoriales o topológicas. Apunto, por ejemplo, la conveniencia de comenzar a practicar en la ciudad una etnografía multilocal(Marcus 1995), siguiendo en su transcurso a los objetos, los migrantes, los discursos o las melodías.
3. El proceso de globalización/regionalizaciónse halla de manera insoslayable en el centro de la descripciónde las músicas urbanas. Eso no significa que tengamos una noción ya hecha, prefigurada, de dicho proceso. Según caricaturiza Abu-Loughod, habría que tratar de escapar a tanta "cháchara global" que presenta como cerradas y comprendidas aquéllas dimensiones del actual tráfago cultural que precisamente hay que explicar (1991). En las ciencias sociales dista de existir un discurso consensuado, único, sobre lo global. Más específicamente, en nuestra disciplina se produce la tentación de superar el localismo mediante el procedimiento de ensamblar etnografía local más teoría global (Marcus 1995). Algunos discursos sobre lo global despliegan el gran relato de la homogeneización (sea en tonos globalistas, como apología de la civilización, sea en tonos pesimistas, como lamento de la diferencia consumida). Otros narran el relato inverso, el de la fragmentación: la postmodernidad como un tiempo "después de la virtud", donde las diferencias "implosionaron", etc.
Según mi parecer, a lo que una etnomusicología urbana debiera orientarse es a descubrir los hilos globales en el propio campo; a reconstruir empíricamente, por así decirlo, lo glocal emergente con su multiplicidad de matices y significados contradictorios. Hacer teoría de lo global "desde abajo" supone renunciar a una teorización desde el sillón del intérprete cultural, y abocarse a identificar y explicar conexiones imprevisibles (por ejemplo del tipo periferia-centro-periferia arriba comentadas). Supone también resistirse a aplicar sin más los clichés interpretativos que suelen acompañar los géneros translocalizados, pues, como escribe C. Geertz, "el arte y las categorías para apreciarlo se compran en la misma tienda" (1987). De lo que se trata, en definitiva, es de descifrar desde el terreno el peso respectivo de la interacción presencial y las vinculaciones a distancia.
4. Descubrir los vínculos que ligan producción y consumo es otro de nuestros desafíos, pues en el contexto urbano ambos aspectos tienden a ser considerados de forma dispersa, cuando no abiertamente disociada. En particular, el tratamiento de la música popular suele oscilar entre un discurso frankfurtiano, satanizador de la industria, y otro apologético, idealizador de la autenticidad (Ochoa 1999). Lo que creo que necesitamos documentar etnográficamente es esa "productividad consumidora" de la que hablara M. de Certeau (1991): los atajos y estrategias de conexión y desenchufe por parte de los usuarios respecto de los bienes y productos musicales industrialmente producidos. Habría, en este sentido, que huir de cualquier asunción ingenua que identifique lo "global" con lo exterior y vinculado a las industrias. Hoy día, lo global forma parte de lo cotidiano. En otras palabras, precisamos discutir los modos de rearticulación cultural que implican ambos niveles del mercado musical. Dos ejemplos interesantes los representan las propuestas de J. J. de Carvalho, cuando habla de ecualización para referirse a las disposiciones de escucha del oyente contemporáneo, transversales a distintos géneros y tipos de música (1997); y la de G. Yúdice al mostrar cómo en el mundo hispano las seis grandes industrias de la fonografía mundial controlan la distribución y captan los beneficios, pero las formas musicales más vendidas siguen siendo esencialmente locales (1999).
5. El sujeto oyente es móvil en sus identificaciones. Por más interesante y productivo que pueda ser el tipo de estudio modelo centrado en un género y sus fans, se hace necesario empezar a abordar otro tipo de trabajos que hagan justicia a la multiplicidad de opciones de que está hecho nuestro entorno sonoro y que todos utilizamos, incluyendo el ruido urbano, el silencio, la sintonización/desenchufe y la mayor o menor tolerancia hacia las opciones del vecino. La mayoría de los habitantes urbanos no se considera "tribu", ni tan siquiera son jóvenes. Eso no resta un ápice de interés a su vinculación con la vida musical, aunque acaso la haga cuantitativamente menos intensa. Una etnomusicología de la vida cotidiana contribuirá a iluminar las redefiniciones en curso de las esferas pública y privada, tan tematizadas por la literatura feminista y los estudios culturales. Pues la música es un instrumento fundamental en la construcción moderna de la esfera íntima y de los mundos intersubjetivos, semánticamente densos, en que los que se edifica y repliega el individuo, a través de la organización del tiempo, de la acción, de los vínculos y el espacio personal mediante modalidades subyacentes de escucha.
De ahí la necesidad de cuestionar el lugar del género musical como unidad privilegiada de estudio. Más bien habrá que entender los géneros en la música urbana como resultado de estrategias de comunicabilidad, espacios de precario consenso en permanente redefinición (Martín Barbero 1987). Al menos para un sujeto oyente genérico, funcionaría mejor trabajar a partir del supuesto de que son los rechazos y las exclusiones, más que las preferencias de repertorio, lo realmente relevante. Muchos repertorios urbanos se constituyen por descarte: lo que definen es el horizonte de un mínimo denominador común entre los habitantes de la ciudad.