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La de-construcción de la historia, de la música y de la autonomía del arte en la estética postmoderna

Ainhoa Kaiero Claver

Resumen
La “música postmoderna” es una categoría epistemológica creada con objeto de aglutinar y describir diversas tendencias contemporáneas que desmienten las premisas estéticas que sustentaban el arte moderno. Al igual que otros términos que jalonan nuestro vocabulario artístico (neoclasicismo, etc.), esta categoría está generando debates y una proliferación de distintos enfoques y matices. Frente a las definiciones globalizantes que plantean una nueva era post-histórica, este artículo contempla la postmodernidad como un paradigma estético caracterizado por unas coordenadas conceptuales y operativas específicas. De esta manera, se examina la de-construcción que estas manifestaciones acometen tanto de los relatos históricos, como de los conceptos de música pura y de arte autónomo presentes en la música moderna.

Palabras clave: estética postmoderna - música moderna ¯ deconstrucción -  etapa post-histórica - prácticas intermedia


Introducción

En su obra Después del fin del arte, Arthur Danto propone la hipótesis de una crisis de los relatos históricos que vertebraron la evolución del arte moderno y la aparición de un nuevo espacio post-histórico en el que los conceptos definitorios del arte, tal cómo éste fue entendido en la era moderna, cesan de ser operativos (Danto 1999).

Danto cifra la aparición de la noción de arte en el Renacimiento y distingue a partir de ahí tres estadios diferentes en la comprensión del hecho artístico [1]. Un relato vasariano inicial (vigente desde el Renacimiento hasta finales del siglo XIX aproximadamente) en el que el arte se concibe como representación y su desarrollo implica un avance gradual en la capacidad técnica para reproducir con mayor exactitud la realidad. Un segundo momento en el que el arte se concentra en explorar y experimentar las posibilidades técnicas inherentes a cada medio (pintura, escultura...), debido en parte a la emergencia de nuevos medios mecánicos que reproducen la realidad con una precisión inalcanzable para las artes plásticas (fotografía, cine). Danto caracteriza este segundo estadio a partir del relato de Clement Greenberg sobre la pintura modernista y lo hace corresponder con la emergencia de una institución museística moderna en la que las artes plásticas se miden y evalúan en razón a criterios formales. La evolución histórica de este relato comprende una depuración gradual de los elementos retóricos procedentes de otras artes y una búsqueda de los fundamentos esenciales pertenecientes a cada medio (de ahí que la pintura abandone los recursos ilusionistas para crear profundidad y se dedique a explorar las posibilidades inherentes a su espacio bidimensional).

El último estadio sería aquel correspondiente con una etapa post-histórica en la que las artes plásticas dejan de ceñirse a la consecución de estos relatos históricos restringidos, para abrirse a un espacio plural donde afloran una multiplicidad de tendencias, ya sean realistas, formalistas, etc. Para Danto, en esta etapa post-histórica las cuestiones referentes a la factura adquieren una importancia secundaria, decae la centralidad del artefacto artístico propiamente dicho y el acento comienza a recaer en los aspectos reflexivos y especulativos, es decir, en la filosofía del arte (ante la imposibilidad de diferenciar un artefacto del pop art de otros productos cotidianos de consumo, la cuestión de la factura se torna secundaria y la reflexión especulativa sobre qué es el arte adquiere mayor relevancia). Danto pronostica, de esta manera, una disolución final del arte en la filosofía (consumación, por tanto, de la perspectiva hegeliana [2]).

Esta visión de Danto guarda paralelismos con la reflexión desarrollada por Martha Buskirk (2003) en torno al arte plástico contemporáneo. Esta autora señala la disolución de la categoría tradicional de género (relacionada con el relato del realismo vasariano) y de la categoría más moderna de medio (relacionada con el relato de Greenberg), a la hora de clasificar y definir numerosas propuestas del arte contemporáneo [3]. No obstante, Buskirk procura un análisis más pormenorizado de las problemáticas que se inscriben en la praxis y el discurso de estas tendencias actuales, superando ese estadio post-histórico que Dante teoriza vagamente mediante un pluralismo y una condición reflexiva y filosófica un tanto difusa y poco determinada. La traslación de la problemática artística del objeto al contexto en el que se inscribe, la hibridación de convenciones pertenecientes a distintos géneros y medios artísticos o la condición problemática que presentan los artefactos como productos originales netamente diferenciados del carácter de reproducción o copia, son algunas de las cuestiones que Martha Buskirk aborda en el examen concreto de ciertas propuestas del arte contemporáneo.

La reflexión en torno a un cambio de paradigma en el que numerosas categorías artísticas de la época moderna se ven invalidadas, ha sido igualmente trasladada al ámbito de la música. La musicología también se hace eco de diferentes teorías que pronostican un agotamiento de los relatos históricos que habían jalonado la evolución de la música moderna. Las nuevas manifestaciones musicales se inscriben dentro de un estadio postmoderno cuya definición está resultando por el momento sumamente ambigua y problemática.

Una solución a la hora caracterizar esta música postmoderna ha sido la de crear una lista de rasgos estilísticos dispersos que se contraponen al ideal de clausura y coherencia formal que caracterizaba la obra musical moderna. Jonathan D. Kramer (2002), por ejemplo, opera una traslación al ámbito musical de determinadas características señaladas en la arquitectura postmoderna: eclecticismo, fragmentación, aparición de discontinuidades y contradicciones, empleo de materiales del pasado y de otras culturas, recurso a un doble código y a la ironía, etc. 

Existen, sin embargo, otras aproximaciones que superan esta enumeración dispersa de rasgos estilísticos y tratan de ofrecer una visión más generalizada de la etapa postmoderna. Es el caso de Beatrice Ramaut-Chevassus (1991), quien en su obra Musique et postmodernité define la postmodernidad como una tendencia global que se manifiesta en la composición a partir de finales de los años 60 y que consiste en una vuelta a la comunicación y la narratividad a través de la recuperación de materiales y lenguajes musicales preexistentes (pertenecientes al pasado o a otras tradiciones). Esta actitud supone un rechazo frontal a los valores de abstracción y aridez intelectual que habían caracterizado el serialismo integral dominante en la etapa de posguerra.

Tal como señala Gianfranco Vinay (2001: 275-294) a propósito de la perspectiva desarrollada por Ramaut-Chevassus, este tipo de definición globalizante corre el riesgo de convertirse en una “nebulosa” en la que se ven atrapados autores que han mostrado a lo largo de su vida una fidelidad hacia los principios de la música moderna (caso de Boulez, por ejemplo). Caracterizar el fenómeno musical postmoderno mediante rasgos estilísticos como la discontinuidad o mediante una tendencia a recuperar los lenguajes musicales del pasado, puede dar lugar a confusiones, dado que numerosos autores consagrados de la música moderna, como es el caso de Mahler, Berg, Debussy o Stravinsky, presentan formas fragmentarias y reutilizan materiales musicales preexistentes [4].

Las perspectivas esgrimidas hasta el momento plantean en mi opinión dos problemas principales. El primero de ellos es que la mayor parte de estas teorías sobre la postmodernidad incurren en una caracterización excesivamente restringida de la música moderna, a la que prácticamente se equipara con un ideal de texto cerrado y dotado de una plena consistencia interna y con el relato del progreso histórico del material, es decir, con un proceso que se adentra por la vía de un formalismo abstracto y reivindica una depuración de la música respecto a todos los componentes retóricos tradicionales. Esta visión de la modernidad esgrimida tanto por Ramaut-Chevassus, como por otros autores que plantean semejantes argumentos [5], se deriva a partir de ciertos planteamientos dogmáticos de una escuela señalada del alto modernismo: los planteamientos del serialismo integral de la Escuela de Darmstadt.

De igual manera, podríamos señalar que, en el terreno de las artes plásticas, Arthur Danto toma la restringida caracterización de Clement Greenberg para relatar la evolución del arte moderno. La visión de Greenberg sobre el desarrollo de la pintura moderna, es en cierta manera una perspectiva histórica construida con el ánimo de legitimar y consolidar una tendencia determinada del alto modernismo: el expresionismo abstracto y sus secuelas de la abstracción post-pictórica. Pero ¿qué sucede con todas las manifestaciones musicales y artísticas que no se ubican en ese vector histórico orientado hacia la culminación de las obras del expresionismo abstracto o del serialismo? ¿Hemos de entender, siguiendo esta visión restringida y formalista del arte moderno, que las tendencias neoclásicas o simplemente toda manifestación que se sitúe al margen de este progreso histórico necesario, son ante-sala de la postmodernidad o presagio de un estadio post-histórico?

Restringir la evolución de la música moderna a esa vía trazada en relación al progreso histórico del material y que Fubini (2004: 19-28) cifra en torno al eje Wagner-Schoenberg-Webern-Darmstadt, supone un empobrecimiento que niega la existencia de planteamientos alternativos, críticos con ciertas tendencias totalitarias de la música moderna, que no obstante han tratado de reorientarla sin renunciar necesariamente a sus principios. Es éste el caso de la “última etapa” de Adorno en la que formula una nueva visión de la modernidad (tomando como modelo la música de Mahler) compatible con la reutilización de materiales del pasado [6].

El segundo de los problemas a los que aludíamos anteriormente deriva directamente del primero. Si la modernidad se contempla como una suerte de discurso cultural unificador y totalitario, la postmodernidad vendría a representar los valores saludables de la libertad y el pluralismo. Pero contemplar la postmodernidad como un espacio libre e indeterminado fuera de la delimitación restringida de un relato moderno ortodoxo, o lo que es lo mismo, como un saco roto en el que “todo vale” o “todo es posible”, tampoco es ofrecer una definición positiva del nuevo paradigma. A una interpretación limitada de la modernidad, le corresponde una concepción de la postmodernidad como terreno vago e indefinido.

La categoría de postmodernidad parece haber surgido como un intento de conceptuar ciertas tendencias recientes que desmienten los presupuestos estéticos sobre los que se asentaba el arte moderno. Ahora bien, ¿cómo podríamos articular esta categoría con el fin de que resulte operativa a un nivel epistemológico? ¿Se trata de un estilo, de un paradigma estético o de una nueva era? Plantear un nuevo estadio global post-histórico resulta en mi opinión una hazaña un tanto peligrosa. ¿Se puede afirmar realmente que toda manifestación artística o musical contemporánea participa de un espíritu que niega las concepciones modernas sobre la historia, la disciplina de la música o el arte? ¿Acaso no existen actualmente multitud de manifestaciones musicales que siguen operando dentro de estas coordenadas? Tampoco resulta muy clarificador afirmar que nos hallamos en una etapa post-histórica, si no se explicita cómo opera en las manifestaciones artísticas esta de-construcción de los presupuestos modernos de manera más precisa y más concreta (de ahí que el análisis de Martha Buskirk resulte un complemento necesario e indispensable a las teorías de Danto).   

La perspectiva que he desplegado en mi tesis doctoral (Kaiero: 2007), trata de conceptuar la postmodernidad como un nuevo paradigma estético que posee sus propias coordenadas operativas y conceptuales. Un paradigma que hemos derivado a partir de las premisas que acompañan el desarrollo de la música experimental y de ciertas ideas y conceptos procedentes del pensamiento post-estructuralista. Lo cual no equivale a decir que entendemos la postmodernidad en términos de estilo. Nuestra visión de la música experimental, no es la de un estilo, una corriente o una escuela determinada. En nuestra opinión, la música experimental representa un nuevo paradigma estético que de-construye los principios sobre los cuales se asentaban la práctica y el discurso de la música moderna y en el cual caben propuestas estilísticas de la más diversa índole. De igual manera que la atonalidad de Schoenberg y el neoclasicismo de Stravinsky representan dos tendencias estilísticas divergentes que, sin embargo, comparten unas mismas premisas estéticas, es decir, unas maneras determinadas de pensar la obra, la disciplina musical o el ámbito artístico que son netamente modernas. Dentro de la postmodernidad caben propuestas estilísticas sumamente diversas (como la austeridad zen e inexpresiva de la música de Cage o el barroquismo dramático de Carles Santos) y, sin embargo, en todas ellas se puede descifrar una misma lógica subyacente, unas maneras determinadas de operar y de pensar la praxis artística. El establecimiento de estas coordenadas conceptuales y operativas no es sino una herramienta que nos permite realizar un análisis más pormenorizado, aportando unas claves de lectura para la comprensión de estos fenómenos artísticos.   

Nuestra aproximación al fenómeno musical postmoderno, por tanto, no es la de un estilo, tampoco la de una época, sino la de un paradigma estético. Un paradigma que convive actualmente con maneras de entender y ejercer la música aún modernas y que, por el momento, nos parece arriesgado erigir como lo más representativo de nuestra época (si analizamos el caso español podríamos asegurar que este tipo de prácticas ocupan un lugar marginal frente a las prácticas modernas institucionalizadas [7]). Un paradigma en el que la invalidación de las categorías de obra musical autónoma, de una tradición histórica universal, de la música pura (autonomía de los diferentes medios artísticos) o de la propia autonomía del arte, se inscribe dentro de un discurso y de unas estrategias de de-construcción específicas. Coordenadas conceptuales y operativas que es preciso diferenciar netamente de aquellas otras que encontramos en la modernidad alternativa.

Porque existe una modernidad crítica que rechaza el carácter cerrado de la obra autónoma de arte y también el relato necesario de un progreso histórico unidimensional del material [8]. Esta corriente alternativa propugna un concepto de obra abierta en la que la autonomía se cuestiona a la vez que se mantiene y trata de reformular una nueva continuidad histórica compatible con la reutilización de materiales del pasado. Planteamientos que se alejan considerablemente de los conceptos de no-obra (de-construcción de la identidad de la obra) y de no-relato histórico (de-construcción de toda tradición histórica fundamental) que la postmodernidad defiende. La modernidad crítica no invalida, en este sentido, los conceptos de obra musical o de un relato histórico, simplemente los reorienta.   

En los siguientes epígrafes trataremos de exponer cuál es la manera en que el paradigma estético de la postmodernidad opera esta de-construcción del relato histórico, de la disciplina musical y de la autonomía del arte [9], conceptos sobre los que descansaban la práctica y el discurso de la música moderna.  

 

La de-construcción de los relatos históricos

Empezaremos tomando en consideración las reflexiones de Vattimo (1998: 9-20) en relación al concepto de post-historia. Para este autor, los discursos de la modernidad están vertebrados por un sentido histórico orientado hacia un fin. La tensión que alimenta esta dinámica histórica es la recuperación del fundamento-origen. Desde la perspectiva de la postmodernidad, sin embargo, no existe ningún sentido original, ninguna verdad última de la cual debiéramos reapropiarnos, de ahí que se produzca una desarticulación de este vector teleológico del relato histórico. La experiencia de la post-historia es precisamente la de un deambular descentrado que recorre de nuevo los caminos del errar histórico, valorando la riqueza de sus innumerables fábulas y ficciones.

Estas dos concepciones de la historia y de la post-historia pueden igualmente verse reflejadas en el campo artístico y musical. Dentro de la concepción moderna de la música, la evolución histórica representa un avance orientado al descubrimiento de los fundamentos de la naturaleza sonora (de manera semejante a como la pintura se dirige a reencontrar su propia esencia), pero también a la recuperación del sentido original y verdadero de la tradición musical heredada.

Uno de los ejes de esta evolución se establece en torno al relato del progreso histórico del material. Dicho relato plantea un avance histórico que se dirige a una apropiación y dilucidación racional paulatina de los componentes de la materia sonora. La historia se concibe jalonada a través de diferentes etapas que se suceden superándose: cada etapa conserva las aportaciones del modelo precedente y, a la vez, las supera, al generar un nuevo sistema más global donde se da cuenta de un mayor número de aspectos de la naturaleza sonora que anteriormente no habían sido reflexionados y permanecían aún desapercibidos e inconscientes. Es así como para Schoenberg y Webern, la escala cromática no representa sino un avance histórico por el que las relaciones entre armónicos lejanos (disonancias) se manifiestan ya de manera racional y comprensible [10]. La historia de la música se contempla como una sucesión de etapas en las que el material sonoro se va desarrollando en construcciones cada vez más ricas y complejas (monodía, polifonía, contrapunto, armonía, etc.) y en sistemas sonoros cada vez más globales y más completos (modalidad, tonalidad, sistema serial). La concepción de un progreso del material fue formulada por los defensores de la necesidad histórica del serialismo, para quienes la trayectoria legítima de la música contemporánea se situaba en el vector que conducía de Wagner a la Escuela de Darmstadt, pasando por los autores de la Escuela de Viena (Schoenberg y Webern principalmente).

Esta lógica de superación supone por un lado una apertura a la exploración de nuevos territorios sonoros vírgenes, pero, por otro lado, implica un abandono de los recursos ya utilizados y sistematizados que pasan a contemplarse como fórmulas obsoletas inservibles para la nueva creación. Una vez la tonalidad sistematiza un tipo de relaciones armónicas (en opinión de Webern (1982: 30), aquellas correspondientes a los armónicos más cercanos), los compositores se dirigen a explotar la disonancia como un elemento expresivo que aún no ha sido enteramente racionalizado. El dodecafonismo “neutraliza” este valor expresivo de la disonancia y lo sistematiza como un nuevo valor constructivo. Es entonces cuando los compositores (del serialismo post-weberniano) recurren a explorar los parámetros que aún quedan por sistematizar: el ritmo, el timbre (al que podría considerarse como el parámetro más sensual y menos racional), etc. Dicha lógica implica una purga gradual de todos los componentes tradicionales que configuraban el lenguaje musical, una tabula rasa que impone la prohibición de reemplear recursos de lenguaje reconocibles y pertenecientes al pasado (como la prohibición explícita de utilizar tríadas en la música atonal). Como consecuencia de ello, el lenguaje musical se ve cada vez más reducido a una experimentación y un formalismo abstracto que lo vacía de la dimensión expresiva y simbólica que caracterizaba el material tradicional.

Es a finales de los años 60 cuando el cansancio respecto a este fervor ciego en un progreso del lenguaje sonoro comienza a hacer mella en una serie de compositores seriales que manifiestan una necesidad de volver a utilizar materiales musicales preformados y reconocibles (del pasado, de otras tradiciones musicales, etc.). Tal como señalamos anteriormente, algunos musicólogos consideran que es en este momento cuando el vector histórico de la modernidad se diluye y entramos de lleno en la postmodernidad. Estos musicólogos establecen una suerte de dicotomía entre una modernidad formalista y abstracta y una postmodernidad figurativa y narrativa. Sin embargo, es necesario reseñar que la actitud que manifiestan estos compositores seriales se debe más a una crítica a los postulados de esa concepción totalitaria y restringida del progreso, que a un abandono de la dimensión histórica de la modernidad.

Es por esta misma época cuando Adorno, vistas las aporías y el callejón sin salida al que conducen los últimos experimentos del serialismo de posguerra, trata de formular una vía alternativa para la música moderna tomando a Mahler y Berg como modelos, dos compositores que se caracterizan por la reutilización de materiales “regresivos” [11]. La modernidad de estos compositores no reside en la utilización de unos nuevos recursos de lenguaje, sino en una reelaboración original que posibilita el “rescate” de la dimensión expresiva y simbólica fundamental de unos materiales pasados desgastados. La revitalización de los lenguajes del pasado constituye una vía alternativa de la música moderna en la que también se hayan comprendidos autores como Debussy o Stravinsky. Frente al desgaste de los materiales musicales preexistentes y su coagulación en unos significados precisos y estereotipados, esta continuidad histórica propugna una reapropiación del sentido original de estos lenguajes, para abrirlos a la generación de nuevas perspectivas e interpretaciones [12].

El avance histórico de esta modernidad alternativa se encuentra alimentado por un deseo de revitalización y reapropiación continua de un sentido original y verdadero de la tradición. De ello dan muestra los numerosos manifiestos que enfrentaban diferentes propuestas para la renovación del lenguaje musical. En ellos, cada cual defendía que la evolución presente de su lenguaje se apoyaba en una interpretación más verdadera y fidedigna de la tradición. La polémica entre Schoenberg y Stravinsky resulta muy significativa a este respecto (cf. Messing 1996: 139-149).

Schoenberg se esgrime a sí mismo como el heredero legítimo de la gran tradición musical europea (a la que prácticamente identificaba con la trayectoria de la música alemana), único en poseer una verdadera comprensión interior y profunda de su esencia. Por tanto, concibe que su renovación del lenguaje musical representa la única vía legítima que da continuidad a la tradición histórica, la única que sigue su evolución necesaria e inmanente. A los ojos de Schoenberg, Stravinsky no representa sino un advenedizo, un músico forastero procedente de una tradición periférica como la rusa, que solamente es capaz de articular un juego formal, “frívolo” y exterior, con los modelos de una tradición ajena que no llega a comprender realmente. Su música conduce a una vía muerta que, al no revitalizar la tradición, imposibilita su continuidad histórica.

Stravinsky vierte unas acusaciones parecidas hacia su antagonista. El compositor ruso concibe a Schoenberg como epígono de un movimiento romántico que ha tergiversado el legado histórico adentrando a la música por una vía muerta. Su neoclasicismo, por el contrario, propugna una vuelta a los fundamentos, una reapropiación más fidedigna de la música del pasado con objeto de suscitar una renovación presente del lenguaje musical [13]. Ambos compositores, por tanto, se acusan mutuamente de pertenecer a una “tradición apócrifa”, es decir, de tener una interpretación errónea que tergiversa el sentido verdadero del legado histórico.

Dentro de esta evolución histórica moderna, cada movimiento critica la representación de la tradición aportada por el movimiento inmediatamente precedente y pretende ofrecer una interpretación más apropiada de su sentido original. Este desarrollo dialéctico comprende, por tanto, una especie de continuidad en la discontinuidad, es decir, una sucesión contradictoria de interpretaciones fuertemente contrastantes que, sin embargo, remiten a una misma identidad fundamental (el eje que aporta una continuidad). La tradición se contempla como un referente que se somete a una reelaboración reflexiva, enriqueciéndose gradualmente con nuevos matices e interpretaciones. Cada propuesta de renovación del lenguaje musical implica así una relectura de la tradición que propicia la apertura de nuevas perspectivas, de nuevos caminos.

Volviendo a esa reutilización de materiales musicales preexistentes a partir de finales de los años 60, si examinamos las razones esgrimidas por autores como Berio, Zimmermann, Nono o Stockhausen a este respecto [14], convendremos en que éstas se ubican dentro de las coordenadas de una estética moderna. En ellas se alude a la necesidad de recobrar la identidad y la memoria colectiva, a través de la recuperación de unos materiales pertenecientes a una tradición musical que se considera como propia. Estos materiales musicales del pasado, ya sean citaciones literales de obras conocidas o giros melódicos o armónicos de estilos anteriores, constituyen precisamente el testimonio de una identidad compartida que se nos ha legado en forma de ruinas y fragmentos. De ahí que estos compositores se dediquen a re-unir estos fragmentos sonoros dispersos en nuevas totalidades formales, con objeto de rescatar una identidad originaria que ha quedado relegada en el olvido.

Comparemos esta aproximación con la que John Cage realiza en Cheap Imitation, pieza creada en 1969 y que Pritchett (1993) esgrime como símbolo de su retorno a la composición y al reempleo de materiales preexistentes. Cage toma como base una composición de Satie, Socrate, deja prácticamente intacta la estructura temporal referida a las duraciones y a la disposición de los compases, pero altera sustancialmente las alturas obedeciendo a los dictámenes del I Ching (Libro de los cambios). Este músico no se sirve de este material preexistente para reelaborar de nueva manera su sentido fundamental. Al contrario, Cage retoma este modelo como un significante vacío y lo manipula al nivel de la escritura siguiendo los dictámenes del azar con objeto de producir un nuevo texto que nada tiene que ver con el original.

Según la perspectiva de Ramaut-Chevassus (1998), esta tendencia a reutilizar materiales preexistentes tanto por parte de la música experimental (Cage, el minimalismo), como por parte de la música de vanguardia europea, supone la entrada en una nueva era postmoderna que se contrapone a la abstracción sonora que había caracterizado la música después de 1945 (abstracción que se dio no sólo en el serialismo integral, sino también en los experimentos minimal y de la indeterminación). No obstante, esta nueva aproximación a los lenguajes del pasado es en cada caso diferente, porque la música “post-serial” europea comprende una continuidad histórica moderna, mientras que la experimental norteamericana se decanta por una de-construcción postmoderna de toda concepción de una tradición unitaria y universal. Este paradigma postmoderno diluye la presencia de un sentido verdadero de la tradición que es continuamente reapropiado, generando nuevas perspectivas y nuevas interpretaciones. En su lugar, retoma repertorio y lenguajes preexistentes con objeto de des-sedimentar los significados originales de estos materiales y reutilizarlos para producir nuevos textos musicales que nada retienen de un mensaje primero y esencial.

La música experimental se halla, en este sentido, fuertemente vinculada con las estrategias de lectura-escritura formuladas por Derrida [15]. Estos procedimientos se alejan de esa estrategia moderna orientada a reproducir y reinterpretar de nueva manera un contenido original. Se trata, por el contrario, de estrategias productivas (no re-productivas) en las que la identidad fundamental de un texto de referencia se des-sedimenta, descentra o des-limita creando una proliferación de lecturas periféricas e independientes. Las estrategias de-constructivas de Derrida parten de un reconocimiento de la estructura de oposiciones articulada por un texto de referencia y, posteriormente, operan una inversión y desplazamiento de este mismo entramado. De esta manera los términos se des-localizan al perder su posición en el seno de esta estructura central que les confería una función y un sentido. Estos términos desplazados pasan así a contemplarse como huellas sin identidad, susceptibles de adquirir múltiples y variados significados en función de las nuevas combinaciones en las que participan.

Los procedimientos de azar y minimalistas pueden emplearse igualmente para descentrar y desplazar los elementos musicales pertenecientes a una obra tonal. Examinemos, por ejemplo, el caso de los Himnos y Variaciones de John Cage (cf. Books 1993). En esta pieza Cage toma como texto de referencia dos himnos de William Billings. La estructura tonal de estos himnos es descentrada al provocar el alargamiento o reducción de ciertas notas de la armonía siguiendo los dictámenes del I Ching. Los elementos sonoros se desplazan perdiendo la función y el significado que poseían en relación a esta trama armónica y, una vez liberados, se recombinan en nuevas armonías que emergen de manera accidental. De esta manera, la estructura central que articulaba estos himnos queda completamente diluida y Cage se vale de los elementos descentrados, marginales y periféricos para producir un nuevo texto radicalmente distinto. La música experimental ha desarrollado diferentes y variadas estrategias de lectura-escritura igualmente orientadas a esta proliferación de significados periféricos y a una disolución del mensaje original: la dislocación de un texto musical de referencia puede producirse mediante el azar, pero también a través de los procedimientos repetitivos [16] o de la descodificación de dicho texto a través de códigos de lectura ajenos al medio musical.

Otro recurso importante que contribuye a esta de-construcción es la inserción de injertos contaminantes pertenecientes a otros textos, es decir, aquello que Derrida denomina intertextualidad (cf. Ulmer 1985: 131-142). Esta estrategia genera un juego de reenvíos entre una cadena ilimitada de textos que acaba descentrando y arruinando el sentido hegemónico del texto de referencia. Es preciso, no obstante, distinguir este procedimiento de un montaje moderno donde se reúnen citas procedentes de otros textos en relación a una Idea fundamental. A diferencia del carácter acotado de la obra moderna (el libro), el texto postmoderno proyecta una cadena ilimitada de sustituciones, una diseminación o un diferir continuo que nos desplaza de un texto a otro, imposibilitando el establecimiento de un sentido final.

Los injertos textuales tampoco se corresponden con el concepto de cita musical que opera en los montajes musicales modernos [17]. La cita es una “integralidad fragmentaria”, una entidad musical acotada y definida en forma de idea melódica, armónica o rítmica que representa en calidad de fragmento la obra o el estilo de procedencia (principio de la pars pro toto). Estas citas se proyectan conjuntamente para generar un nuevo sentido, a la vez que conservan la alteridad y particularidad de su significado original. Los extractos sonoros utilizados en la intertextualidad postmoderna, sin embargo, son en realidad pasajes periféricos, “irrelevantes” o marginales que dejan de lado la identidad fundamental de las obras de las que proceden [18]. Tal como cabe apreciar en ciertas prácticas de los DJ o en algunos montajes electrónicos de la música experimental, estos pasajes periféricos sirven para enlazar interrumpidamente un texto tras otro, dentro de una ramificación ilimitada que imposibilita la articulación de una totalidad acotada con un sentido último y trascendental.

Un ejemplo paradigmático de esta intertextualidad postmoderna lo encontramos en las Europeras que John Cage compuso desde mediados de los años 80 (cf. Fetterman 1996: 167-187). En estas piezas, Cage crea diversas colecciones de materiales en relación a componentes distintos: extractos de arias y de diferentes partes orquestales operísticas (parte musical), acciones definidas en un diccionario de la lengua inglesa (acción escénica), imágenes de compositores, cantantes e incluso dibujos animados (decorados) y trajes extraídos de una enciclopedia de vestuario histórico (vestuario). Cage se vale de los procedimientos de azar del I Ching para amalgamar estos materiales, dando lugar a combinaciones inusitadas y accidentales. También compone un libreto juntando al azar diferentes extractos de hilos argumentales pertenecientes a diversas óperas. Lejos de toda síntesis que reúna los fragmentos pertenecientes a la tradición operística con objeto de suscitar una recreación de su identidad fundamental, las Europeras de John Cage proponen un recorrido descentrado por la historia de la opera europea, una de-construcción que disemina esta tradición unitaria en una ramificación de lecturas disociadas y particulares. De hecho y según afirmaba el propio Cage, su intención era precisamente la de generar un discurso en el que cada espectador pudiera crear una lectura de la historia de la ópera particular e independiente.

 

La de-construcción de la música como disciplina

Con la invalidación de los metarrelatos históricos que vertebraron la trayectoria del arte moderno, se produce la de-construcción de otra categoría: el concepto de una música pura. La música como categoría que incide en la autonomía de su expresión, tratando de desvincularse de su tradicional servidumbre respecto a la palabra, es una creación propia de la estética moderna. Dentro del relato de Clement Greenberg sobre el arte moderno, cada disciplina intenta desembarazarse de todo lo accesorio y externo (de la contaminación de otros medios artísticos) con objeto de concentrarse en una experimentación de sus potencialidades intrínsecas. Como vimos anteriormente, un vector de la evolución histórica del arte moderno se centraba precisamente en esta búsqueda purista de una esencia propia a cada medio. La música trata igualmente de depurarse de toda contaminación retórica exterior, incidiendo en la organización sonora como su expresión más esencial.  

La estética postmoderna, sin embargo, acomete una de-construcción del campo autónomo de la música que, paradójicamente, se realiza a través de una consecución extrema del proyecto moderno. Es precisamente esta búsqueda purista de unos fundamentos musicales la que acaba conduciendo a una desarticulación del campo de la música establecido en la modernidad. Aplicamos aquí la misma lógica que según Vattimo (1989: 131) define la filosofía de Niestzche: la consecución extrema del proyecto moderno, caracterizado por una continua regresión en busca de una causa primera, acaba desembocando finalmente, en esta filosofía, en una disolución de todo fundamento y en la postulación de una ausencia de origen. En opinión de Rubén López Cano (2004), Cage lleva igualmente a sus últimas consecuencias las propuestas puristas de la modernidad, al liberar a la música de toda dimensión retórica y simbólica y reducirla a su naturaleza más esencial: simple emergencia de sonidos en el tiempo. Esta reducción extrema de la música a sonidos y tiempo implica, sin embargo, una desarticulación del campo musical autónomo.

La regresión a unos sonidos liberados de toda voluntad expresiva y constructiva conduce a un nuevo paradigma centrado en la pura audición y de ahí a un “arte sonoro” donde se engloban manifestaciones diversas que desbordan los límites estrechos de la musicalidad: paisaje sonoro, instalaciones sonoras, etc. La temporalidad es otro factor que acaba desfondando la existencia de una esencia musical.

Desde inicios de su carrera, Cage toma el tiempo como base de la música y establece un contenedor de extensiones temporales (los “time-brackets”) donde los sonidos emergen de manera accidental. Pero es precisamente esta base de extensiones temporales la que le permite expandir la música hacia una nueva modalidad de teatro a la que denomina happening. Estos contenedores temporales no solamente recogen sonidos, sino también acciones visuales desempeñadas con objeto de producirlos [19]. Cage se percata así de que la esencia temporal no pertenece en exclusiva a la música: todas las disciplinas artísticas constituyen procesos que se desarrollan en el espacio y en el tiempo. De ahí que conciba el teatro como un espacio natural para el encuentro de diferentes procesos sonoros, visuales, verbales, etc. que se desarrollan simultáneamente. El propio concierto podría desbordar el estrecho campo de la música y pasar a contemplarse como un evento teatral en el que se dan cita procesos no solamente sonoros, sino también visuales y coreográficos.

Es así como la radicalización de la autonomía de la música, conduce paradójicamente a la negación rotunda de una música autónoma. La música queda finalmente reducida a sus dos componentes fundamentales, sonidos y tiempo, pero estos dos elementos presentan una condición ambigua y limítrofe que puede desembocar en la definición de diferentes disciplinas artísticas. Una de las características principales de la estética postmoderna consiste precisamente en un cultivo de manifestaciones que se sitúan en esta brecha “entre” distintos medios o disciplinas.

Las prácticas intermedia nada tienen que ver, sin embargo, con una síntesis moderna de diferentes medios de expresión artísticos en una “obra de arte total”. La modernidad defiende la creación de una música autónoma que incide en su propio medio de expresión, a la vez que plantea convergencias con otras disciplinas en el seno de un campo global del arte. Esta mediación dialéctica entre diferentes lenguajes artísticos puede plantearse desde dos orientaciones distintas. El concepto de “obra total” parte de un contenido espiritual que se encarna “desde arriba” en diferentes medios artísticos, estableciéndose una jerarquía entre los mismos en función de su aptitud para representar de manera más o menos adecuada esta Idea fundamental. Existe, sin embargo, otra orientación moderna que rechaza este tipo de síntesis totalitaria [20]. En ella se defiende una concepción “materialista” que parte de la particularidad y autonomía de cada medio artístico y comprende la posibilidad de establecer una convergencia “desde abajo”, para alumbrar una significación global de carácter difuso. Cuando Debussy pone música a poemas simbolistas, por ejemplo, concibe la música y el texto como dos lenguajes autónomos, dos sueños paralelos que, sin embargo, se asocian para evocar un significado impreciso.

Lejos de toda mediación o síntesis, las prácticas intermedia [21] plantean un espacio de interferencia en el que la desarticulación de la autonomía e identidad de cada una de las disciplinas, no conduce a la creación de una entidad de carácter más global (como una “obra total”). No se trata de sintetizar las diferentes artes en una totalidad superior, ni de crear al menos un balance dialéctico que las unifique, sino de operar en el terreno de la no-definición, de la no-identidad, es decir, en el “entre” disciplinas. Esta hibridación o cruce entre diferentes medios artísticos persigue un descentramiento y una disolución de todo contenido fundamental de referencia, ya se trate de un mensaje global o de un significado perteneciente a cada disciplina (como una idea musical, etc.).

Nos centraremos en el examen de algunas manifestaciones ligadas a la performance y al arte conceptual (como los events de Fluxus, los etcétera del colectivo español Zaj o los espectáculos de Carles Santos que heredan estos planteamientos), en las que se genera una interferencia entre los medios visuales y sonoros [22]. Una práctica usual de las estrategias intermedia consiste en tomar un elemento (un instrumento, un material, etc.) perteneciente a un medio específico y proyectarlo en otro medio diferente donde se manipula y descodifica a través de procedimientos y códigos ajenos. Tradicionalmente, la relación entre diferentes disciplinas consistía en trasladar y adecuar a un nuevo código sensorial un determinado mensaje: en traducir, por ejemplo, en códigos visuales una idea musical. En el caso que nos ocupa, no obstante, no es un mismo significado compartido fundamental el que se expresa a través de dos sistemas de signos diferentes. Lo que se traslada de un ámbito a otro es precisamente el mismo texto o significante sin que medie ningún tipo de adaptación: si transferimos directamente una partitura a un medio plástico, la lectura de dicho texto se realizará a través de unos códigos visuales.

Se trata de una manipulación que, al igual que las estrategias de-constructivas de lectura-escritura de Derrida, opera al nivel del significante. De esta manera, se toma un texto o significante musical y se traslada a otro contexto donde es leído a través de procedimientos y códigos pertenecientes a un medio plástico, es decir, a través de unos filtros de lectura “incorrectos” o “erróneos”. Esta estrategia de lectura-escritura de-construye el significado fundamental y original de ese texto (la idea musical) y alumbra nuevos significados marginales y periféricos que anteriormente habían pasado completamente desapercibidos.

Algunos ejemplos de Carles Santos [23] y de los experimentos intermedia realizados por artistas Fluxus, nos servirán para mostrar el funcionamiento de este principio. En una secuencia de La conversa de Santos (una de sus producciones cinematográficas de índole conceptual), aparece un magnetófono desde el que emana una voz que realiza una lectura de una partitura a partir de unos códigos visuales, describiéndola como si de un cuadro o pintura se tratara (“vemos cinco líneas. Sobre la primera arriba se sitúa (...)”). Esta lectura realizada a partir de un filtro “erróneo” de-construye por completo el sentido o mensaje musical de referencia y se concentra en la apariencia visual de la partitura, un aspecto secundario y marginal en el que anteriormente no habíamos reparado. De igual manera, en gran número de sus espectáculos, Santos de-construye el significado estrictamente sonoro de la interpretación orquestal y pianística, al descodificarla desde el punto de vista de un evento teatral. El indiscutible protagonista de sus producciones, el piano, aparece generalmente extraído de su contexto habitual de referencia (el discurso y la práctica de la música). El piano puede así proyectarse como un fetiche visual que adquiere el rango de una bella escultura. En numerosas ocasiones, el piano es manipulado “incorrectamente” desde procedimientos ajenos al medio musical, como por ejemplo, cuando una bailarina recorre su perímetro contorsionándose desde una perspectiva teatral y coreográfica. Esta acción posee una proyección visual, pero, al mismo, tiempo también produce unos sonidos incidentales y fortuitos que se sitúan más allá del dominio del discurso musical.

Al igual que en los procesos de de-collage del artista Fluxus Wolf Vostell (cf. Ariza 2003: 75-81), Santos suele generar sonidos imprevisibles a partir de unos procesos de transformación, destrucción o manipulación física de los objetos musicales (en Ricardo y Elena, por ejemplo, un pesado objeto cae sobre el piano, produciendo un estruendoso cluster). Este principio podemos encontrarlo igualmente en las diferentes manipulaciones plásticas a las que se puede someter un disco de vinilo. El artista húngaro Knizak, por ejemplo, deforma el disco al someterlo a una fuente de calor, mientras Christian Marclay, por su parte, crea un collage sonoro al pegar trozos de discos pertenecientes a diferentes artistas; Ian Murray genera incisiones en la superficie del disco y Arthur Kopcke vierte gotas de pegamento sobre el mismo (cf. Ariza 2003: 94-103). Tanto en la práctica del scratch de los DJs, como en diferentes experimentos desarrollados por artistas Fluxus, esta manipulación diluye el mensaje musical original grabado y produce unos eventos sonoros periféricos y fortuitos. En todas estas prácticas observamos el mismo principio de producir un resultado sonoro inusitado, gracias a la interferencia de un filtro de acción o lectura perteneciente a otro medio artístico.

Resumiendo lo expuesto hasta este momento, podríamos afirmar que la interferencia o hibridación entre diferentes medios artísticos es una estrategia que se dirige a de-construir un mensaje o idea musical de referencia y a orientar nuestra atención hacia todos los aspectos periféricos y “externos” que antes habían pasado completamente desapercibidos. Estas prácticas ponen así de relevancia la dimensión no sonora de las acciones y elementos musicales (como la apariencia visual de una partitura, de un piano o de una performance orquestal) y también nos hacen reparar en la sonoridad producida por medios artísticos situados fuera del ámbito musical (como, por ejemplo, los sonidos generados por una coreografía). De esta manera, el ideal moderno de un lenguaje musical autónomo y puro, completamente desvinculado de los recursos retóricos pertenecientes a otros medios artísticos, queda radicalmente cuestionado y de-construido. En la estética postmoderna la práctica musical se presenta esencialmente constituida por aspectos vinculados con otros medios (elementos visuales y coreográficos principalmente) y, a su vez, la sonoridad, lejos de ser un patrimonio exclusivo y distintivo de la música, se contempla como un elemento que participa igualmente en la práctica de otras disciplinas artísticas. 

 

¿El fin del arte?

La estética postmoderna también realiza una de-construcción de la esfera autónoma del arte a través de experiencias musicales que se sitúan en la brecha entre arte y vida. La concepción de un campo artístico que se deslinda del contexto social para constituir una esfera autónoma que posee su propia legislación independiente, es una creación de la era moderna. Habermas (1988) cifra este surgimiento a finales del siglo XVIII, cuando la razón sustantiva expresada en la metafísica y la religión se escinde en diferentes ámbitos que se desarrollan independientemente: el conocimiento (la ciencia), la esfera normativa de la ética y el derecho, y el campo de la estética [24]. Según Habermas, el propósito del proyecto moderno era el de emancipar estas áreas de los mundos de vida tradicionales, para que pudieran evolucionar y desarrollarse más plenamente. Sin embargo, dicha emancipación no debe incurrir en la creación de una cultura de expertos que empobrezca los ámbitos de experiencia colectiva hasta el punto de diluirlos en el seno del mercado. La intención era la de poder desarrollar reflexivamente las experiencias colectivas legadas por la tradición (su componente de saberes) en función de diferentes parcelas especializadas e independientes, para poder posteriormente enriquecer y nutrir unos mundos de vida comunitarios que siguen manteniéndose como totalidad de referencia. Los mundos de vida compartidos se contemplan entonces como un referente objetivo, “natural” y fundamental, a partir del cual se desarrollan diferentes áreas discursivas autónomas y parciales que imprimen una evolución sobre sus contenidos.

La estética moderna propone así una mediación dialéctica entre un discurso y praxis autónoma del arte y una esfera social global que actúa como contexto “natural” de referencia. En este contexto “natural” de los mundos de vida compartidos se encuentran los valores de uso cotidianos que proporcionan la identidad de referencia de las cosas (el sentido común). La esfera autónoma del arte se proyecta como un ámbito de la re-presentación que se dedica a reelaborar estos contenidos desde una perspectiva formal y estética. Ambos contextos se presentan claramente diferenciados y definidos por una praxis, unas funciones y unos valores claramente distintos. Cuando un objeto pasa de un contexto a otro éste se ve reelaborado y redefinido en función de unos nuevos valores: es así como la labor artística transforma un objeto cotidiano en un objeto artístico.

Pese a acometer una reelaboración formal subjetiva, dentro del arte moderno el objeto artístico sigue conservando la referencia a unos valores de uso originales procedentes de los mundos de vida. Esta re-presentación de la estética moderna puede realizarse a través de una vertiente de carácter clásico en la que el objeto artístico refleja los valores sociales como una realidad fundamental y última. Existe, sin embargo, otra vertiente alternativa de carácter más progresista (la cual se correspondería con ciertos principios de los movimientos de vanguardia), en la que la re-presentación artística se dirige a cuestionar y mostrar la condición parcial y construida de esa realidad, de esos valores socialmente establecidos, para apuntar hacia un horizonte utópico de emancipación donde los valores verdaderamente universales y objetivos aún quedan por realizar. En el momento en que la vanguardia se politiza, este cuestionamiento artístico se concebirá como un impulso que pretende abrir el camino a una transformación social [25].

Dentro del paradigma postmoderno, sin embargo, no se contempla la existencia un marco social objetivo (ya sea concebido como orden social instituido o como ideal utópico de unos mundos de vida emancipados de toda racionalización opresiva). Esta concepción es en cierta manera consecuencia de una evolución, según Habermas “pervertida”, del proyecto de la modernidad (cf. Habermas 1988 y 1989). La consecución de este proyecto entraña el riesgo de que con el desarrollo de diferentes ámbitos discursivos particulares y especializados, se acabe diluyendo el referente objetivo de unos mundos de vida compartidos. Esta lógica se manifiesta en la evolución de una determinada trayectoria del arte moderno (aquella que culmina con las obras seriales del alto modernismo) que se adentra por la vía de un formalismo cada vez más arbitrario y subjetivo, conduciendo a una pérdida gradual de la referencia a unos valores comunes. Como ya aludimos anteriormente, existen determinados planteamientos que tratan de reconducir esta situación dentro del proyecto moderno, a través de la recuperación y rearticulación de una identidad compartida.

El paradigma postmoderno, sin embargo, lleva esta lógica hasta el extremo, al negar la existencia de un referente original, de ese mundo estable primero que nos daba el ser de las cosas, la realidad que definía la función y el significado esencial de los objetos. En su lugar, se contempla una proliferación de juegos de lenguaje inconmensurables: se trata de diferentes perspectivas o re-presentaciones culturales que no remiten a unos valores últimos y fundamentales [26]. Los valores de uso y significados cotidianos pasan así a contemplarse como un juego de lenguaje más, semejante al del campo artístico. Esta visión puede verse claramente reflejada en determinadas manifestaciones del arte conceptual en las que se pone de relieve la ausencia de una definición primera y fundamental de los objetos. Kosuth, por ejemplo, presenta un mismo objeto desde diferentes perspectivas o juegos de lenguajes: la imagen fotográfica de una silla, su definición verbal y una silla presente. El artista elude el establecer una jerarquía entre una identidad original de base (la silla presente) y el resto de representaciones, de manera que contempla la silla presente, la imagen y la descripción verbal como tres definiciones distintas que operan al mismo nivel, sin que ninguna de ellas pueda establecerse en primer lugar como valor fundamental que sirva de referencia para todas las demás.

Lejos de ser un referente global y objetivo, el espacio social se concibe así como un campo conflictual y performativo en el que los diversos discursos se interfieren y pugnan por imponer su particular punto de vista. El discurso dominante de los media desplegaría el principal decorado que asume la función de realidad. Sin embargo, y a diferencia de la crítica moderna, la postmodernidad no cree que los media se dediquen a ocultar y tergiversar una realidad fundamental, sino más bien a imponer un único punto de vista consensuado, como lo real y verdadero, y a excluir todos los demás.   

En el paradigma moderno cada área se encuentra claramente delimitada por un discurso y un conjunto de prácticas que otorgan un valor de uso y una definición concreta a los objetos que en ella se inscriben. Un objeto que originalmente procede de un ámbito específico puede pasar a otro siempre que se reelabore y se redefina en función de las prácticas pertenecientes a ese nuevo contexto (es así como un objeto cotidiano puede ser reelaborado a un nivel artístico). El paradigma postmoderno, por su parte, abandona estas áreas delimitadas y se sitúa en el intersticio que las separa, es decir, en un espacio fronterizo en el que se produce una constante interferencia entre los diferentes juegos de lenguaje o ámbitos de discurso. La apertura a este espacio de interferencia provoca un desplazamiento continuo de los objetos que circulan de un discurso a otro (en una transferencia directa, sin necesidad de ser reelaborados), perdiendo la significación que revestían en el contexto de origen y convirtiéndose en unos significantes o signos carentes de una identidad fundamental que pueden ser constantemente redefinidos en función del juego de lenguaje en el que irrumpen. El objeto representa así una suerte de signo encontrado sin identidad específica, que, al irrumpir en un área de discurso, es necesariamente interpretado otorgándole una función, un valor y un sentido (como señala Deleuze, el sentido no es un origen, sino un resultado [27]).

Esta interferencia entre diferentes juegos de lenguaje provoca tanto una redefinición continua de la identidad de los objetos, como un desplazamiento y reconfiguración de las áreas de discurso. El ejemplo de un objet trouvé como el famoso urinario de Duchamp (el cual, constituye precisamente una manifestación temprana de esta de-construcción postmoderna de la esfera autónoma del arte), puede servirnos para ilustrar mejor este concepto. La irrupción de un urinario en el espacio del museo plantea una interferencia entre el juego de lenguaje cotidiano y el artístico. Este objeto cotidiano se proyecta directamente en el contexto del arte, sin que medie ningún tipo de adaptación o reelaboración de la práctica artística. Esta interferencia provoca así una disolución de la identidad original del urinario, el cual vuelve a redefinirse como objeto estético con otro valor de uso y otro sentido esencialmente distinto. Pero esta irrupción del urinario obliga no solamente a dotar a este objeto de una función e identidad estética, sino a redefinir el campo del arte en su condición de juego de lenguaje o área discursiva. El urinario como “objeto artístico” ofrece tanto una explicación sobre lo que es un urinario, como de lo que puede ser un producto de arte. De esta manera, no sólo se de-construye y deja en suspenso la identidad de los objetos cotidiano (un@ puede desde entonces comenzar a preguntarse si el urinario de su cuarto de baño sirve para orinar o para ser contemplado como una escultura de bellas proporciones), sino que también las coordenadas y prácticas habituales del campo del arte se dislocan y apuntan a la necesidad de ser completamente redefinidas (y un@ se pregunta entonces ¿qué es arte?).     

La música experimental y los “nuevos comportamientos sonoros” que de ella se derivan (paisaje sonoro, instalaciones sonoras, happenings y performances musicales, etc.), manifiestan claramente este mismo tipo de experiencias limítrofes. Los signos sonoros seleccionados presentan una condición problemática como objetos musicales, ya sea como objetos pertenecientes a un repertorio tradicional de fórmulas o como nuevas adquisiciones sonoras procedentes del exterior que, sin embargo, han sido cuidadosamente reelaboradas musicalmente. Los sonidos de un paisaje sonoro, por ejemplo, no poseen una identidad específica y pueden ser valorados como elementos cotidianos o musicales dependiendo del punto de mira subjetivo de la persona que los identifica. Desde una dirección inversa, la música ambient también plantea una disyuntiva parecida, dado que este hilo musical que se confunde con los sonidos del ambiente puede ser captado como una pieza de música o como un ruido de fondo, en función de la circunstancia y de la disposición y competencia de los que escuchan [28]. En cada persona, e incluso en cada momento, puede predominar uno u otro punto de vista, de manera que se produce un desplazamiento y una redefinición continua de la identidad de estos sonidos. De igual manera, el límite entre arte y vida se ve continuamente desplazado y, consiguientemente, la definición de lo que puede ser música y lo que no lo es. 

En el paradigma postmoderno, la música y el arte no se conciben como un campo autónomo y delimitado, dotado de una esencia y de unos principios estables que nos cercioran acerca de lo que ES el arte. Éste es contemplado más bien como una perspectiva móvil, en transformación continua, como un área inestable cuyos principios se ven reiteradamente cuestionados y reconfigurados. La cuestión del arte se ve así problematizada y sometida a una constante interrogación. Este valor especulativo emerge desde el momento en que aquello que dota de artisticidad a un producto deja de ser su elaboración o factura y pasa a ser el punto de vista desde el que se lo contempla. El acento deja de recaer en los valores característicos del paradigma moderno, como son la praxis y la producción formal (el oficio artístico) y cobra protagonismo la vertiente estésica y receptiva, es decir, los polos de la percepción y la interpretación. Como oportunamente señala Danto, el arte ya no reside tanto en la elaboración de un artefacto, sino en una nueva dimensión conceptual y reflexiva en la que el arte se torna una práctica de creación y asignación de sentido.

Cabe preguntarse finalmente, si esta disolución de las coordenadas modernas de la historicidad, de la autonomía de la disciplina musical y de la práctica artística, se realiza por completo. Porque las manifestaciones artísticas postmodernas se encuentran paradójicamente inscritas en el seno de unas instituciones y prácticas del arte moderno, que constantemente niegan pero que a la vez reafirman. Las piezas musicales de John Cage, por ejemplo, pese a la disolución artística del concepto de autor moderno y de la obra-objeto, no dejan de recaer en los mismos mecanismos institucionales y comerciales que critican, al ser interpretadas en salas de concierto como obras autónomas pertenecientes a un músico determinado (el copyright nos remite a Cage como autor y propietario de una obra específica). La consecución y continuidad de un vector histórico se niega, y sin embargo y en cierta manera, los músicos experimentales reelaboran una nueva genealogía de la música moderna (estableciendo un eje de continuidad que va desde los futuristas hasta las manifestaciones postmodernas) conceptuando una tradición histórica que les legitima y además tienden a considerar estas estrategias de-constructivas como la expresión más fundamental del pensamiento artístico contemporáneo frente a unas prácticas sinfónicas modernas a las que consideran fuera de lugar y completamente obsoletas. 

Existe, sin embargo, un principio que los nuevos comportamientos sonoros parecen haber cuestionado de manera efectiva: el concepto de una disciplina musical autónoma. Esto se demuestra por el hecho de que la mayor parte de estas manifestaciones ya no se inscriben en el seno de las instituciones musicales modernas, ni tampoco se recogen en el discurso habitual de la musicología, de ahí que su ubicación siga resultando problemática y sólo parcialmente solventada por la acogida que han tenido en los espacios de las bellas artes (museos) y en los discursos generales sobre el hecho artístico. La institución autónoma del arte, por su parte, permanece aún sin ser radicalmente cuestionada. Esta paradoja se ve reflejada en la condición ambivalente de un objet trouvé, pongamos por caso el urinario de Duchamp, que niega y critica la institución del arte al mismo tiempo que se mantiene como obra artística dentro de un museo (y por extensión dentro un discurso estético, de una historia del arte, etc.). La mayor parte de manifestaciones postmodernas que de-construyen la noción de arte moderno, siguen produciéndose y proyectándose en el marco de estas instituciones artísticas modernas: museos, teatros, salas para la exposición o para la escucha, e incluso todos aquellos lugares exteriores que, pese a encontrarse fuera de estos marcos físicos, aún se proyectan conceptualmente como espacios artísticamente intervenidos. De ahí que no nos atrevamos a hablar tanto de un fin del arte, como de un nuevo paradigma estético postmoderno.


Notas

  • [1] En relación a las imágenes piadosas anteriores presentes en el Occidente cristiano desde tiempos romanos hasta, aproximadamente, 1400, Danto afirma: “Eso no significa que esas imágenes no fueran arte en un sentido amplio, sino que su condición artística no figuraba en la elaboración de las mismas, dado que el concepto de arte aún no había aparecido realmente en la conciencia colectiva.” (Danto 1999: 25).
  • [2] La visión de Danto sobre el fin del arte se inspira, según el mismo afirma, en la siguiente afirmación de Hegel: “El arte nos invita a la contemplación reflexiva, pero no con el fin de producir nuevamente arte, sino para conocer científicamente lo que es el arte.” (Danto 1999: 36)
  • [3] Véase a este respecto el capítulo “Medium and Materiality” en Buskirk 2003: 109-158.
  • [4] La noción de montaje que Jean-Paul Olive (1998) aplica al análisis de la producción de estos cuatro compositores, implica precisamente estas dos dimensiones de una forma fragmentaria y de la reutilización de materiales musicales preexistentes.
  • [5] Esta visión sobre la modernidad se encuentra claramente reflejada en las declaraciones de José Evangelista y otros compositores participantes en el coloquio recogido bajo el epígrafe “Qu’est-ce que le postmodernisme musical?” de la revista Circuit. Revue Nord-américaine de musique du XXe siècle: Postmodernisme, Vol. 1, 1990: 9-26.
  • [6] Anne Boissière (1999) estudia esta última etapa del pensamiento adorniano partiendo de sus últimos escritos filosóficos (Dialéctica Negativa y Teoría estética), de su nuevo planteamiento de una musique informelle y de los análisis que Adorno realiza en relación a las obras de Berg y Mahler.
  • [7] Para una descripción del lugar que ocupan las tendencias postmodernas en el panorama musical español, véase Barber (2003: 55-60).
  • [8] Véase el apartado de conclusiones de Kaiero (2007: 382-397).
  • [9] Omitimos en este artículo el estudio de la de-construcción postmoderna del concepto de obra musical. Si se desea consultar véase el capítulo “La música experimental como estética postmoderna” en Kaiero (2007: 210-266).
  • [10] Véanse Schoenberg (2005: 103) y Webern (1982: 30).
  • [11] Adorno formula esta nueva orientación para la música moderna en la conferencia “Vers une musique informelle” pronunciada en Darmstadt en 1961 (Adorno 1998: 269-322).
  • [12] Esta continuidad histórica se correspondería con la aproximación que esgrime Anne Boissière en relación al concepto adorniano de la evolución del material musical (Boissière 2001).
  • [13] Para profundizar en el sentido que adquiere esta vuelta neoclásica a modelos del pasado en creadores como Stravinsky, Picasso o De Chirico, véase Messing 1996: 81-85.
  • [14] Consúltese a este respecto la tesis doctoral de Ramaut-Chevassus (1991).
  • [15] Para una descripción de estas estrategias de de-construcción, véanse los epígrafes “La estrategia general de la deconstrucción” (125-131) y “La doble práctica de lectura y escritura” (149-165) en De Peretti (1989).
  • [16] Michael Nyman (1999: 160-171) ofrece numerosos ejemplos pertenecientes a compositores minimalistas ingleses (Gavin Bryars, Christopher Hobbs, etc.), en los que un texto musical de referencia es dislocado a través de la introducción de repeticiones y del azar.
  • [17] Nos apoyamos en las diferentes definiciones recogidas por Ramaut Chevassus en su tesis doctoral (Ramaut-Chevassus 1991: 10).
  • [18] Véase a este respecto la aproximación de Elie During a la música electrónica de los DJs (During 2002: 49).
  • [19] En la pieza Water Music de 1952, Cage inscribe en este contenedor de larguras temporales acciones tanto visuales como sonoras: verter un vaso de agua, etc.
  • [20] Véase a este respecto el capítulo “Le refus de la synthèse des arts” en Boissière (1999: 177-199).
  • [21] El artista integrante de Fluxus, Dick Higgings establece una separación entre el arte “multimedia” que amalgama diferentes disciplinas artísticas, y otro “intermedia” que se encuentra ubicado entre diferentes medios de expresión (Cf. Nyman 1999: 79).
  • [22] Para un análisis de este tipo de manifestaciones intermedia, véanse el epígrafe “Fluxus: música conceptual y experimentación intermedia” en Ariza (2003: 75-81) y el catálogo En l’esperit de Fluxus (1994).
  • [23] Para una descripción y análisis de los espectáculos musicales de Carles Santos, véase Ruvira (1996).
  • [24] Habermas toma esta idea del sociólogo Max Weber.
  • [25] Véase a este respecto la obra de Lunn (1986) sobre la vinculación entre el marxismo y el modernismo. Consúltese así mismo el epígrafe “Un debate sobre el realismo y el modernismo” de esta misma obra, para profundizar en estas dos concepciones del realismo clásico y de la vanguardia.
  • [26] Para profundizar en esta visión del pensamiento postmoderno véanse Lyotard (1987) y el capítulo “La apología del nihilismo” en Vattimo (1998: 23-46).
  • [27] Véase el capítulo “El pensamiento y su afuera (crítica de la imagen dogmática” en Zourabichvili (2004: 14-32).
  • [28] Véase Eno (2004).

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  • Webern, Anton. 1982. El camí cap a la Nova Música. Barcelona: Antoni Bosch.
  • Zourabichvili, François. 2004. Deleuze. Una filosofía del acontecimiento. Buenos Aires: Amorrortu.

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