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A Manera de Introducción: La materialidad de lo musical y su relación con la violencia

Ana María Ochoa

La idea para esta colección nació de la simultaneidad del desencanto y la esperanza que generan las múltiples asociaciones entre música, violencia y convivencia. Nació, inicialmente, de encuentros con colegas que desde América Latina empezaron a estudiar, generalmente de manera solitaria, los diversos modos en que estas dos palabras se asocian. De allí que la mayoría de los artículos aborden experiencias del contexto latinoamericano. Pero luego se unieron a ella otros colegas que trabajan en y desde otros lugares y latitudes. Si bien exsite una concentración geográfica en las Américas, la inquietud central de la cual surgió esta colección fue la necesidad de abordar, desde la investigación concreta, las múltiples formas de relación entre música y violencia como respuesta a la manera como empezaron a proliferar desde comienzos la década de los noventa una serie de supuestos sobre la misma en el discurso mediático de las políticas de lo público y de lo privado tanto en América Latina como en otros lugares.

Dicho discurso público toma generalmente dos rutas aparentemente opuestas. La primera es la celebración de la música como respuesta a la violencia. Por ejemplo, en el periódico mexicano Reforma se publicó en noviembre 4 de 2001, un editorial de una página completa sobre cómo la música podía ser utilizada como respuesta a la violencia. En la parte de arriba de la página salía una foto de una banda de vientos de niños, rodeada de un artículo que decía que un niño que crece tocando instrumentos musicales, nunca empuñará un arma; una afirmación que ya había escuchado en el marco de otros proyectos culturales en Colombia y Brasil. Este tipo de afirmaciones se hacen desde agrupaciones, organizaciones y prácticas musicales de índole muy diferente – desde aquellas promulgadas por los mismos grupos musicales y los movimientos sociales hasta aquellos discursos asumidos por entidades culturales del estado-nación, hasta la reformulación de objetivos e inversiones en cultura por entidades transnacionales tales como la UNESCO o el Banco Mundial. Su tenor y sentido político, por tanto, se constituye desde muy diversas e incluso contradictorias posiciones políticas y la manera como articulan los usos y sentidos de la música varían enormemente de uno a otro.

La afirmación de que la música sirve de respuesta a la violencia, hace parte de lo que George Yudice ha señalado como una transformación general en el valor y episteme de lo cultural en el mundo contemporáneo (2003). Según él, en un mundo globalizado, con una fractura del sentido clásico de la credibilidad en la política, lo cultural ha pasado a ocupar el lugar de lo político. Por tanto la justificación y valoración de la cultura y las artes en el mundo Occidental ha pasado a ser su capacidad como recurso pasa solucionar problemas políticos y sociales (Yudice 2003). Pero la idea de que la música sirve para solucionar los problemas de la sociedad y la tendencia a instrumentalizar su sentido para causas socio-políticas de solución a la fractura del orden social no es, ni mucho menos, nueva. Es uno de los posibles elementos que se pueden asociar a diferentes ideas de trascendencia espiritual y constitución moral del sujeto y por tanto de lo social que proliferaron en diferentes épocas y lugares en la historia de la música clásica occidental (Goehr 1992), que además está a la base de aquellas ideologías de folklore que en diferentes partes del mundo han sido asociadas a políticas nacionalistas y románticas (Bauman and Briggs 2004) y aparece en las ideologías sobre músicas populares masivas bajo teorías e ideologías de resistencia política (Grossberg 2002) o de búsqueda de sentido social del mercado y las prácticas de consumo (Negus 1999, García Canclini 1995). Lo nuevo por tanto no es la tendencia a postular lo musical como aquello que cohesiona lo social, sino la manera como dicha instrumentalización ha profilerado de manera simultánea como episteme de lo musical a través de una gran variedad de espacios intelectuales, de ideologías políticas, de prácticas musicales y de espacios públicos y por tanto adquiere el tenor de una verdad asumida sobre el sentido y valor de lo musical. En esta colección los artículos de Araujo, Birinbaum Quintero, Herlinghaus y Meintjes problematizan, desde prácticas musicales específicas, la manera como se concreta lo musical como experiencia que media y elabora en la cotidianidad, la vivencia de la violencia. Estos artículos ubican dicha posibilidad dentro de un mapa crítico que a la vez reconoce y problematiza la utilización de la música como recurso cultural y sociopolítico en un contexto de adversidad social.

Pero simultáneamente a la idea de que la música sirve como respuesta a la violencia, se expandió la idea de que hay músicas que celebran e incitan a la violencia y, por tanto, deben ser prohibidas. Como lo afirman Vila y Semán en su artículo sobre la cumbia villera de Argentina en este número, esto en parte ha sido estimulado por la expresión, en distintos géneros musicales, de violencias que anteriormente no aparecían ni social ni estéticamente expresadas como tales. O, en el caso de géneros como el corrido mexicano que históricamente se ha usado para narrar experiencias de violencia (Paredes 1978, McDowell 2000), éstas aparecen articuladas de maneras tan diferentes que producen asombro – es decir, se les reconoce como expresiones de una realidad que antes ni se articulaba ni se expresaba como tal. Así, los narcocorridos en México y Colombia, el prohibidão en Brasil o la cumbia villera en Argentina han sido escuchadas como músicas incitadoras a la violencia hasta el punto de que en ocasiones se ha prohibido su circulación en los medios.

Igual que el discurso de música como respuesta a la violencia, dicho discurso de prohibición asume una correlación causal entre textualidad, práctica musical y efecto social (es decir, se asume que dichas músicas incitan, por definición, a la violencia). Así, la música se constituye en eje fundamental de lo paradójico de las políticas de prohibición que señalan un problema por medio de su negación, como si el silenciamiento de dichas músicas silenciara las historias de exclusión, reordenamiento estético y social, y demanda socio-política a los cuales dan voz. Aquí el discurso de prohibición no es sólo un asunto de censura musical (Cloonan 2003) sino que hace parte de una política de negación de la existencia de realidades sociales tales como las dimensiones estéticas, sociales, económicas y políticas del narcotráfico, el incremento de la pobreza y las diferentes formas de exlusión social, las nuevas formas de internacionalización de la tortura o el silenciamiento de las dimensiones abrumadoras de la epidemia de SIDA o de prácticas de abuso sexual que se esconden tras las puertas de la intimidad. Si bien la mayoría de estos asuntos toman formas locales que afectan a diferentes poblaciones de maneras distintas, no son exclusivamente locales sino que son un asunto que se define a través de políticas de lo público y de lo privado que en un mundo globalizado son nacionales y transnacionales y que impactan el ámbito local. La prohibición de estas músicas por tanto hace parte de una política local y transnacional de silenciamiento o doble discurso (se dice una cosa pero se hace otra) que impacta lo local y lo personal pero cuyo ámbito de definición es de incumbencia nacional y transnacional. Pero además, en principio, desde ambas posiciones y en el discurso público (aquellas que acusan o valoran lo musical como incitador o solucionador de la violencia), y a pesar de los múltiples lugares desde donde se hacen estas afirmaciones, existe una tendencia a que se perciba e interprete tanto a la música como a la violencia como un afuera de lo social, como un agente externo que hay que o estimular o erradicar para lograr una reconstitución de lo social. Esto es algo a lo que retornaré más adelante.

Varios de los artículos de esta colección cuestionan la relación causal entre música y violencia, ubicando su relación en tramas narrotológicas, estéticas y de prácticas que ubican la música al centro ya sea de la compleja vivencia de sujetos concretos (Cragnolini, Silent Jane, Meintjes, Vila y Semán) o del análisis antropológico, sociológico, filosófico o estético del desarrollo de prácticas musicales específicas (Birinbaum Quintero, Cragnolini, Herlinghaus, Simonnet, T.M. Scruggs). Uno de los objetivos de esta colección por tanto es problematizar ambas afirmaciones (la de que la música soluciona o incita a la violencia) desde investigaciones concretas y críticas que desmontan la inmediatez con que dichas afirmaciones se hacen y se han asumido en el espacio público en distintos lugares.

Pero más allá de ello, lo que se busca precisamente es desligar la pregunta por la relación entre música y violencia de una relación causal entre estética y sociedad para poder complejizar el fenómeno desde otro tipo de preguntas que surgen al reconocer que el momento que vivimos es uno en que la relación entre estética musical, imaginación social, adversidad y sufrimiento social y político está tomando formas que aparecen como inesperadas, que son diferentes y que desafían muchos de los supuestos sobre la relación entre música y sociedad. Surgen entonces dos áreas de cuestionamiento interrelacionadas: la primera es ¿cómo interpretar las maneras como toman forma las diferentes violencias y vivencias de adversidad y sufrimiento social en el mundo contemporáneo y su impacto tanto para sujetos concretos como para pensar lo social y lo político? Y, segundo, ¿cómo se anclan estas historias de adversidades personales, sociales y políticas, en las prácticas musicales, en las maneras de imaginarnos lo musical y en la materialidad misma de la música? Por un lado está la pregunta sobre qué ontologías, estéticas, ideologías y prácticas musicales se movilizan en situaciones de “adversidad y sufrimiento social” (Das et al 1997). Así surge la pregunta de la relación que tienen dichas ideas que se promulgan en el espacio público con las estéticas e ideologías sobre géneros musicales concretos, sobre las tipologías musicales (cómo se definen la música clásica, la música popular y el folklore) y sobre conceptos, ideologías y prácticas musicales que discurren no sólo en el espacio público sino también desde profundas historias intelectuales, culturales y analíticas sobre la música y el sonido (Cusick este volúmen). Además, como bien lo dicen Vila y Semán, Herlinghaus, y Birinbaum Quintero en este volúmen, lo que aparentemente aparece como agresivo puede ser escuchado de otra manera completamente diferente según la posición de sujeto o intepretación socio-política que se promulgue o se tenga o vice versa, lo que aparece como una política que estimula la convivencia puede generar quiebres sociales radicales que antes no existían. De aquí se desprende otra pregunta general: ¿de qué manera aparece la materialidad misma de lo musical en estas instancias de adversidad y sufrimiento social? Es decir, ¿qué es lo que hace que la relación entre música y diversas fromas de violencia sea diferente por ejemplo al tipo de relaciones que se articulan desde el cine o la literatura? El objetivo de este volúmen es, inicialmente, el de pasar de las afirmaciones aparentemente obvias sobre la relación entre música y violencia a un cuestionamiento sobre su relación con las profundas ideologías sónicas en que están basadas y así explorar la materialidad y modos de conocimiento y sentido que se generan desde lo musical en relación a las políticas de lo acústico en contextos y experiencias diversas de “adversidad y sufrimiento social” (Das et al 1997).


Hacia una acustemología de la violencia

El término acustemología fue creado por Steven Feld para

sugerir una unión entre acústica y espitemología e investigar la primacía del sonido como una modalidad de conocimiento y de estar en el mundo. El sonido emana de y penetra los cuerpos; esta repcirpocidad entre reflexión y absorción es un modo creativo de orientación; un modo que afina los cuerpos a los lugares y los tiempos a través de su potencial sonoro....La escucha y la producción del sonido, por tanto, son competencias coroporeizadas que situan a los actores sociales y su posibilidad de agencia en mundos históricos concretos... la acustemología busca explorar las relaciones históricas y reflexivas entre oír y hablar, escuchar y sonar (Feld 2003: 226).

Por una acustemología de la violencia quiero decir los tipos de conocimientos musicales y sónicos (y por tanto de redefinición de las prácticas de dar voz, sonar, escuchar, o silenciar) que surgen en contextos de violencia.

Las ideologías y experiencias de la música y las ideologías y experiencias de la violencia comparten una profunda paradoja. La violencia aparece simultáneamente como algo que interrumpe radicalmente la vida cotidiana, desgaja el sentido tanto del sujeto como de la noción de sociedad (Rotker 2000, Richard 1998) y, sin embargo, aparece a la vez como una de las fuerzas históricas constitutivas de la sociedad, pilar del desarrollo histórico del espacio colonial/moderno, de la noción de civilización misma y por tanto eje de la vida cotidiana y de la experiencia de estar en el mundo de un sinnúmero de personas (Rojas 2002). Como lo expresa Veena Das, la violencia acaba sedimentándose, “descendiendo a la vida ordinaria” (Das 2007) y constituyéndose en un tipo de concimiento sobre la ruptura de la singularidad del sujeto y de las relaciones sociales, conocimiento doloroso “envenenado” lo llama Das, desde el cual debemos reconstituirnos como sujetos y como sociedades, realidad desde la cual imaginamos el futuro. Interrupción y continuidad, ruptura y realidad, lo inhumano y lo humano, la violencia es menos algo externo a nuestras sociedades, como frecuentemente lo ubican las ideologías burguesas (Jackson 2000) sino más bien algo cuya frecuencia y persistencia abruma la vida cotidiana de cientos de personas. El hecho de que la geografía de las expresiones violentas se distribuya desigualmente no exhime de responsabilidades a aquellos cuyos flujos de capital y políticas globales participan en las condiciones de su constitución así su localización geopolítica aparezca abrumadoramente en los países del Tercer Mundo.

Sin embargo, debido a la exclusión del conflicto como categoría de constitución de lo social y de lo comunicativo (Grimson 2000), frecuentemente se excluye esta sedimentación de la violencia en la prácticas cotidianas de sociabilidad y de construcción del sujeto. Se trata por tanto de, por una parte, establecer diferencias entre la presencia de la permanente negociación del conflicto como algo que permea lo comunicativo y lo social, y de la violencia como un tipo particular de conflicto que involucra la fuerza y la fractura de la negociación y, por otra, de establecer las interrelaciones entre ellos. Si la irrupción de la fuerza de las violencias en eventos concretos interrumpe nuestra vida cotidiana, y nos ubica en el límite entre lo humano y lo inhumano (Uribe Alarcón 2004), su memoria y elaboración las involucra en las tramas temporales del miedo y la esperanza, la memoria y el olvido, el silencio asumido y el silenciamiento obligado, la no escucha y lo audible.

Surge de aquí otra tensión: por un lado, se reconoce que el modo de las violencias hacer expresión en la actualidad es diferente, se ha agudizado e implica distintos tipos de imaginarios (Das 2007, Reguillo 2005) y de hecho, varios de los artículos de este volúmen abordan este tema. Pero frecuentemente este tipo de reconocimiento toma la forma de “cofradías del miedo” (Reguillo 2005) que se azuzan desde una conceptualización de la violencia como algo perpetrado por agentes exteriores y por tanto se esconde la incapacidad de los estados y de las políticas públicas de hacer frente a la violencia y hacen que se señale como una letanía de males externos en los cuales hay que intervenir como desde un afuera hacia una sociedad que aparentemente entonces, “funciona”. Desde esta perspectiva, erradicar el mal no es cuestionarnos, de fondo, las políticas nacionales y transnacionales, incluyendo las de la justicia y responsabilidades públicas de quienes perpetran la violencia y aprender a entender los mecanismos a través de los cuales los actores armados construyen las prácticas y políticas del terror (Uribe Alarcón 2004), sino que se asume como el hecho de implementar políticas desde un afuera hacia una población particular y a toda costa, (inclusive a costa de la justicia y del llamado a la responsabilidad de quienes sí perpetran la violencia). Algo que se entronca de manera altamente productiva con la implementación de políticas de silenciamiento y prohibición mencionadas anteriormente. Como bien lo dice Reguillo, “resulta obvio que este modo de pensar invisibiliza o elude el problema estructural de fondo: el del proyecto y pacto social que una sociedad se da a sí misma y la institucionalidad que hace venir para garantizar el nudo que ata el tejido social” (Reguillo 2005: 398).

Esta representación de las violencias como una exterioridad de lo social a veces aparece expresada bajo la metáfora musical de lo que no funciona en la sociedad como un ruido. David Novak define cinco usos de la palabra ruido en el mundo moderno a lo largo del siglo XX: ruido como “lo opuesto al consenso público, como resistencia al orden social; ruido como lo opuesto a la música, definida como aquello que se reconoce, bajo ciertos ideales de belleza, como admisible como sonido musical; el ruido como lo opuesto a la comunicación definida como transmisión de información; el ruido como lo opuesto a la clasificación y a la objetividad de las categorías; y el ruido como lo opuesto al mundo natural y su silencio” (Novak 2006). El reconocimiento de que las violencias surgen “desde un adentro de lo social” implica por tanto también el desmontaje de esta metáfora socio-musical y de la ontología musical en la cual se basa, en la que el ruido se define como algo externo a la música y lo acústicamente agradable como un sonido musical. Esto implica el reconocimiento, como lo hace Cusick en este volúmen, de que los límites entre lo que se considera sonido y lo que se considera música son altamente manipulables para fines socio-políticos y que la música no es sólo asunto de placer, belleza y sociabilidad, sino que el imaginario al que se le asocia y la manipulación de sus fronteras de percepción pueden perfectamente ser usadas tanto para cohesionar como para destruir sociedades y personas. De hecho, las genealogías de valores de qué cuenta como música o no en una sociedad, están históricamente llenas de descripciones de músicas que, en ciertos sectores de la sociedad, han sido consideradas como ruidos – es decir, como un afuera que habría que eliminar. Y esto no surge desde una exterioridad de lo musical, sino también desde su adentro. Como lo hacen Araujo y Birinbaum Quintero en este volúmen, el reconocimiento de la genealogía del valor socio-musical de ciertos tipos de sonidos y músicas, nos permite trazar la manera como se entroncan los conocimientos de lo público y de lo musical en largas tramas históricas de exclusión que se pueden activar, consciente o inconscientemente en momentos de violencia.

Existe entonces una tensión entre, por un lado, reconocer las transformaciones a las maneras actuales de expresión de la violencia, pero también, comenzar a escuchar, en las largas historias de exclusión, violencias que en su “descenso a lo ordinario” fueron silenciadas e interpretadas simplemente como parte de un contrato social que se asumía como incluyente y sin fracturas. Y existe una tensión entre reconocer que estamos ante nuevas formas de sociabilidad y fractura de lo social, pero que la forma como la violencia hace presencia allí corre el peligro, en las políticas actuales, de ser reducida a un ruido externo que hay que eliminar. Por ello son tan problemáticas las afirmaciones públicas sobre la relación causal entre música y violencia – porque al establecer una relación causal entre música y sociedad, corren el peligro de negar las formas de hacer presencia la materialidad tanto de la violencia como de la música.

La música, por otro lado, ha sido descrita como una experiencia que simultáneamente permite la interrupción del discurrir rutinario de la realidad temporal, acústica y corporal y que, sin embargo, a la vez nos adentra, de maneras altamente corporeizadas y con una gran intensidad emocional, en el discurrir de la vida cotidiana y nos constituye como sujetos y como realidad social. Esto se desglosa en varios supuestos. Tenemos, por una parte, como lo mencionamos anteriormente, la pregunta sobre los límites entre lo musical propiamente dicho y un campo acústico general más amplio – el de los sonidos que hacen parte de la vida cotidiana (sean considerados ruidos u otro tipo de sonidos) o el de la voz como un campo cuyas fronteras yacen entre lo musical y el lenguaje. Como bien lo demuestra la historia de la música experimental o electroacústica, o la genealogía de la manera como ciertas músicas aborígenes o populares han pasado de ser consideradas ruidos a ser consideradas expresiones musicales válidas, esta frontera es altamente manipulable y entender su manipulación tiene profundas connotaciones para la manera como se escribe la historia musical de las exclusiones sociales. La experiencia acústica además (musical o sonora en general) aparece muchas veces descrita como una experiencia intensa y definida pero difícil de describir con palabras, es decir, como el límite de lo verbalmente narrable; algo que, estemos de acuerdo con ello o no, frecuentemente se asocia o a lo inefable. O, por lo menos, podemos decir que la música pone de manifiesto la relación a veces opaca entre conocimientos explícitos y verbalizables y conocimientos implícitos que se manifiestan a veces como contradicciones entre la verbalización linguístico-semántica, otros niveles expresivos y no semánticos del habla y otro tipo de expresiones de conocimiento tales como los movimientos corporales o las escuchas no linguísticas que implica el conocimiento musical (Perlman 2004). Además tenemos el hecho de que la música permite “presentar (y por tanto que quien la escucha perciba) múltiples estructuras sintácticas simultáneamente”. Asi, “en contraste a la ambigüedad literaria... la ambigüedad de lo musical va más allá en su capacidad de hacer que una sola expresión sea entendida en más de un sentido” (Samuels 2004: 20). La materialidad de lo musical entonces implica explorar los usos de las fronteras entre música y sonido, la relación entre lo verbalizable y otros tipos de percepción, conocimiento y expresión que se materializan no sólo en el contenido semántico de las palabras, sino en los conocimientos del cuerpo, de los usos de la voz, de las percepciones sutiles, de las contradicciones que tenemos entre experiencia vivida y experiencia hablada; y además está el hecho de que las formas de constituir lo ambiguo la música, la constituyen como una forma particularmente abierta a usos e múltiples interpretaciones (Samuels 2004). Todo ello hace que se abra la pregunta: si la violencia es un campo que incide en la constitución de silenciamientos obligados, de qué manera interviene lo musical precisamente a través de la manipulación de dimensiones específicas de su materialidad concreta? Y también, si la elaboración de la experiencia de la violencia subyace en un terreno entre lo nombrable y lo innombrable, ¿de qué manera la materialidad de lo musical, con sus formas diferentes de expresar y silenciar y de manipulación de los sentidos y percepciones de conocmiento entre el cuerpo, lo acústico y otros sentidos, permite precisamente intervenir en dicho espacio?

No quiero reproducir aquí un error que aparece en muchas descripciones y mitologizaciones de lo musical y de lo poético – que la música permite expresar algo que el aparente centramiento de la racionalidad comunicativa en el lenguaje no permite (Samuels 2004). Después de siglos de canciones, un multiplicidad de artes verbales y de literatura sabemos que no podemos reducir la noción de lenguaje a una noción de comunicación racional y es un hecho que el lenguaje permite la expresión de lo emocional, del dolor y de la violencia de maneras dferentes a la de la música. No es este el lugar para detenerme sobre las complejas relaciones entre lenguaje, afectividad, pensamiento y música.[1] Simplemente quiero señalar que el papel expresivo y experiencial de lo musical que señalo aquí no puede ser reducido a una simple analogía con el lenguaje. Mas bien de lo que se trata es de preguntarnos es de qué manera la materialidad de la música y del sonido permiten construir modos de conocimiento y de estar en el mundo en contextos de violencia que, debido a los modos expresivos como se articula lo musical, son diferentes a los modos expresivos como se articula dicho conocimiento a través de otra formas artísticas. Y también señalar que es apartir de esta atención a la materialidad de lo musical que desmontamos mitologías sobre una asumida capacidad de la música para cohesionar sociedades y sujetos. Como lo exploran los atuores en este volúmen, es precisamente desde esta materialidad que la música se puede utilizar tanto para fracturar nuestro sentido de sujetos y seres sociales, como para constituirlo.

Una de las características de la violencia es la redefinición del espacio acústico. Esto toma varias formas: qué se puede hablar o qué no se puede hablar; la dicotomía entre el habla y la voz, es decir entre el aparente contenido semántico de las palabras y el contenido cognitivo de los modos de dar voz ya que no todo el sentido y significado de lo que se habla se puede explicar desde el contenido semántico de las palabras o inclusive desde sus giros linguísticos (Cavarero 2005); los modos y prácticas de silenciamiento: desde las que silencian grupos sociales completos hasta las que marcan los silencios de la intimidad; la manipulación de la relación entre cuerpo y música y cuerpo y sonido, como práctica de liberación y memoria, como práctica de tortura o como el espacio para generar un ambiguedad interpretativa entre contenido semántico y experiencia corporal o entre diferentes espacios sociales o incluso como herramienta de la industria musical para generar mercados masivos; la manipulación de la frontera entre música y sonido como esfera de respuesta a la violencia o de incitación de la misma; la no escucha como práctica de exclusión y acusación (simplemente no se escucha la diferencia del otro y por tanto no existe), o, por el contrario, la agudización de la escucha como campo de percepción e interpretación del mundo. Esta lista podría continuar y no es mi objetivo ser exhaustiva. Lo que quiero simplemente señalar es algunas posibles maneras en que la acustemología de la violencia explora diversos aspectos de la materialidad de lo musical, muchas de las cuales son abordadas por los autores de este volúmen. Obviamente, la manera como dicha materialidad se concrete depende del contexto social e histórico y del modo de articulación no sólo de lo musical sino también de las violencias en dichos contextos. Y además, de la misma manera que la violencia, el análisis de dicha materialidad, invoca y problematiza, tácita o explícitamente, la relación entre el sujeto y lo social; es decir, desestabiliza presupuestos asumidos sobre las nociones que tenemos de sonido y música y su relación con la singularidad de los sujetos, las particularidades de lo social y la relación entre ambas. Los distintos autores de este volúmen exploran diferentes dimensiones sociales, subjetivas o de la relación entre ambas dimensiones, de lo musical en contextos de violencia.

Gran parte de la literatura sobre elaboración de experiencias de violencia se centran en la palabra como eje fundamental de dicho proceso (Das 2007, Jackson 2000, Richard 1998, Rotker 2000 para mencionar solo algunos). Y al mismo tiempo mencionan una aparente aporía – que la forma como toma le elaboración de las experiencias de violencia (sea como duelo, como demanda de justicia social, como venganza, como tesitmonio o como conocimiento silenciosamente incorporado al discurrir de la vida ordinaria) generalmente yace en una dificil relación entre lo que se silencia o se nombra, entre lo que se puede nombrar y lo que se escoge olvidar para poder continuar viviendo, entre los momentos históricos que exigen tiempo para poder elaborar las contradicciones de la historia, o entre los olvidos y silenciamientos promulgados como políticas públicas de encubrimiento de atrocidades e impunidades y la terrible demanda de que entonces la elaboración de dichas injusticias sociales tiene que darse en un contexto o personal o autoagenciado de respuestas (Richard 1998, Das 2007). Dicha aporía entre los múltiples modos de silenciamiento y los múltiples modos del habla yace indudablemente en las diferentes formas de materialización de lo acústico – con sus distintos modos de silencio y de expresión. Es evidente entonces que en la materialidad de lo acústico con sus multiples posibilidades de agenciamiento y ambigüedad que yacen entre lo corporal y lo sónico, entre lo musical y lo sónico, entre lo verbal y lo vocal, entre la opción del silencio y las obligaciones al silenciamiento, entre lo sensorial y lo racional-verbal, entre los distintos sentidos que se esparcen en una sinestesia de conocimientos, se teje una amplia y posible gama de posibilidades para explorar las aporías de lo que aparece a la vez como necesidad de ser nombrado y como innombrable. Elaborar el espacio de lo musical como ámbito testimonial implica entonces abordar estas diferentes dimensiones expresivas.

Los distintos textos de esta colección exploran dicha materialidad de lo musical y su relación con diferentes formas y contextos de violencia desde perspectivas muy diferentes. Suzanne Cusick explora la manera como la materialidad de lo acústico se ha constituido en un campo concreto de investigación e implementación de prácticas de tortura llamadas tortura sin contacto y de implementación de políticas de combate a través de armas acústicas por parte del gobierno de los Estados Unidos. Además explora la manera diferencial en que se manipulan y perciben las fronteras entre música y sonido entre soldados en combate y la población civil y su relación con la construcción de nociones de diferencia, exclusión, sexualidad y género. A través de ello se cuestiona la relación entre nociones de estética musical que se enseñan en el espacio académico e intelectual y nociones de estéticas musical promulgadas por las políticas públicas del gobierno de los Estados Unidos.

Pablo Vila y Pablo Semán exploran la manera como las mujeres que participan en el consumo y baile de la cumbia villera en Argentina complejizan sus modos de identificación o rechazo a la manera como la cumbia villera representa o involucra a las mujeres. No sólo aparecen claras fronteras diferenciadas de interpretación e identificación con la cumbia villera – entre la experiencia del baile y la letra de las canciones, entre unas mujeres y otras, entre las mujeres y los hombres, entre diferentes lugares de sociabilidad – sino que los autores cuestionan la tendencia a ver estos espacios de experiencia y participación musical ya sea exclusivamente como síntoma de condescendencia y pasividad (las mujeres aceptan la interpretación que de ellas se hace en la cumbia villera) o, por lo contrario, como síntoma de resistencia (las mujeres son agentes de su propio destino). Lo que encontramos más bien, es una compleja trama de singularidad subjetiva y colectividad social que desafía obviedades de interpretación social, inclusive las de los mismos autores.

Alejandra Cragnolini también aborda el tema de la cumbia villera, contextualizando la historia de constitución de dicho género musical en relación a las prácticas de identificación de los jóvenes, las decisiones de producción y mercadeo de las casas disqueras y las políticas de exclusión de los jóvenes en un contexto de aumento de la exclusión social y económica en la Argentina contemporánea. A través de esta historia estética y del testimonio experiencial e identificatorio de los jóvenes de las villas, complejiza la sociología musical de dicha expresión y las implicaciones para entender las prácticas identificatorias de los jóvenes. Al hacerlo, ubica las exclusiones que han generado la neoliberalización del mercado y del trabajo en las dinámicas cotidianas de las personas.

Silent Jane escribe un texto que es a la vez testimonio y análisis de lo acústico frente a múltiples modos de relación entre lo audible y lo no audible, lo decible y lo no decible ante una experiencia personal de abuso sexual en su niñez. Esto lo hace a dos niveles. Por un lado, al escribir una experiencia de abuso sexual personal bajo un pseudónimo, ella se ubica a sí misma y a su texto, en los límites propios de lo que se logra decir o no decir, y las diferentes maneras de asumir autoría en un momento dado frente a un tema. Al hacerlo pone de manifiesto la diferencia entre la literatura testimonial y la experiencia de la música como espacio testimonial. Porque en el caso de lo musical no se trata sólo narrar y escribir experiencias de abuso sexual sino además de analizar los modos sinéstesicos de conocimiento musical que dicha experiencia generó para ella, problematizando así la idea misma del silenciamiento y de la narratividad. No es sólo que hay experiencias que son inenarrables y que por tanto son “silenciadas”. Es que además, dichas experiencias afectan todo un campo perceptivo y sensorial entre lo acústico y lo visual, lo que se olvida y lo que se reucerda, lo que se escucha y lo que se silencia, que problematiza profundamente la idea misma del contenido semántico del testimonio verbal, oral o escrito como único espacio de elaboración de la experiencia de la violencia. De hecho, para Silent Jane, analizar la trama de sonidos y colores que invocan sensaciones físicas aunque no necesariamente recuerdos nítidos, constituye un espacio de intervención y reconocimiento de una de las múlitples maneras como desde la materialidad de lo musical evocamos la memoria que se ha constiuido en devenir cotidiano de las experiencias de violencia.

T.M. Scruggs explora el espacio de memoria a través de la diferenciación y catalogación en temáticas diversas de textos de canciones, sentidos musicales y experiencias performativas de músicas que dejó el legado de violencia asociadas al conflicto armado en Centro América desde mediados de los setenta hasta fines de los ochenta. Por medio de su diferenciación de modos de memorializar la violencia y sus diferentes legados, podemos ver las diferentes maneras en que se materializa dicha memoria y su elaboración a través de la canción centroamericana. Su trabajo ubica la relación entre memoria y música en un contexto socio-político concreto y cuestiona las relaciones entre memoria e historia musical y abre el tema de las múltiples relaciones que se estabelcen con el pasado reciente desde lo musical.

Samuel Araujo et alli, a partir de una experiencia de investigación musical en la favela de Maré en Rio de Janeiro, cuestionan no sólo la idea misma de investigación musical o de las concepciones de la música y lo acústico como algo ajeno a la violencia sino la noción misma de violencia como algo externo y más allá de lo social. Ellos cuestionan los modos de categorías de conocimiento como portadoras de violencia y de prácticas de exclusión en sí mismas y desde allí generan preguntas sobre las políticas públicas sobre música como respuesta a la violencia en Brasil. Lo hacen no sólo desde un abordaje crítico sino desde el desarrollo de una experiencia dialógica sobre sociabilidad y memoria cultural en Maré basada en la implementación conjunta de conceptos y prácticas postulados por Paulo Freire. Es importante señalar que sus cuestionamientos sobre dichas políticas públicas no son sólo significativas para el Brasil sino también para los modos como se asume la relación causal entre política pública y música en diferentes experiencias de política cultural en otros lugares del mundo.

Michael Birinbaum Quintero explora las maneras contradictorias en que la música del Pacífico en Colombia es leída, en cierto momento histórico como síntoma de exclusión social y racial y en otro momento, como síntoma de reconocimiento social y de diversidad étnica y cultural. En el vaivén entre ambos extremos Birinbaum ubica una compleja historia de relaciones entre representaciones raciales, representaciones de lugar constitución de la nación, raza y expresiones musicales que se exacerban o retroalimentan en momentos de guerra. El explora la manera como se imbrican los silenciamientos y negaciones históricas con lo que él llama el genocidio actual de los habitantes del Pacífico en Colombia y, a la vez, la simultaneidad de este proceso con las contradictorias políticas de reconocimiento musical y exploración de dicha música como espacio de paz.

A través del concepto de intermedialidad, Hermann Herlinghaus problematiza los dilemas éticos y analíticos que presentan los narcocorridos y cuestiona su abordaje desde estudios que se centran en la representación textual. Explora específicmante la pregunta por la manera de narrar de lo musical, las dimensiones de lo afectivo que desde allí se incorporan y desde allí cuestiona las interpretaciones éticas del narcocorrido. Esto lo hace especialmente a través de las historias y canciones de Los Tigres del Norte.

Helena Simonnet explora la creciente industria de los narcocorridos no sólo en México sino en Estados Unidos. Como tal, ubica dicha práctica dentro de una política concreta de globalización musical de las casas disqueras y de consumo cultural centrado en los Estados Unidos que aprece contradecir las polítics públicas de negación, exlcusión y prohibición asociadas al narcotráfico, problematizando así la relación entre mercado, globalización, ilegalidad y violencia. Simonnet problematiza la figura heróica de la persona fuera de la ley y de la manera como incorporan ideologías de valentía al relacionarlas con el crecimiento de una indsutria masiva a ambos lados de la frontera entre México y Estados Unidos.

Louise Meintjes, por otro lado, porta un texto en que se imbrican la sintaxis y fenomonología de la danza y la música en el ngoma de la provincia de Msinga en Suráfrica, con la expresión de la masculinidad en la Suráfrica postapartheid. Su texto interrelaciona la resignificación de la expresión de la masculinidad en contextos no sólo de violencia política sino además de exclusión laboral y de la epidemia del SIDA. El cuidado con que analiza las características estéticas y fenomenología musical del ngoma pone de manifiesto las maneras como se articulan diferentes tipos de conocimiento y experiencia de lo musical en y desde diferentes géneros musicales y contextos.

No es pretensión de este volúmen presentar ni un único sentido analítico ni una perspectiva única de las posibles relacion entre músicas y violencias. Al contrario, como podrán apreciar, hay contradicciones y diferencias, enfoques distintos entre los diferentes autores. En parte es porque la temática así lo demanda ya que trabajan desde contextos muy diferentes, pero en parte es porque los autores se posicionan de maneras analíticas y políticas distintas ante sus investigaciones y textos. La colección quiere preservar esa diversidad como parte de su característica constitutiva. Así, más que una respuesta al problema de la relación entre música y violencia, por tanto, este volúmen se plantea a manera de continuar elaborando un campo que apenas se empieza a explorar y cuyas dimensiones ni se pretenden abarcar ni solucionar en este volúmen. Es, más bien, una invitación a que se reconozca la magnitud del tema en el mundo contemporáneo y por tanto a que se deje de silenciar bajo aparentes obviedades y se hagan audibles sus múltiples tramas.


Aradecimientos

Quiero agradecer de manera muy especial a Rubén López Cano su estímulo, acompañamiento y trabajo al hacer que este volúmen se hiciera y se lograra. Sin él, este volúmen no habría salido a la luz pública. Quiero además agradecer a todos los colegas del comité editorial y del comité asesor de TRANS en su trabajo anónimo de revisión, corrección, lectura y cuestionamiento de los textos y su participación de las polémicas y debates internos que algunos de ellos generaron. Quiero agradecer especialmente a Taylor and Francis, la casa que publica la revista Ethnomusicology Forum, pero sobretodo a las editoras de la revista, Tina K. Ramanarine y Rachel Harris, el permiso, que de manera excepcional y gratis, se dio para que apareciera la traducción del texto al español de Louise Meintjes, originalmente publicado en dicha revista en inglés. El tema que aquí tratamos es un tema urgente. Por tanto, parte de la decisión de publicar este volúmen en TRANS es precisamente que su contenido es de acceso gratuito para personas en diferentes partes del mundo. Hace por tanto, parte de una política de publicación asumida como tal por el comité editorial de TRANS y que, además de la seriedad de la revista, es lo que me llevó a publicar este volúmen aquí.

El hecho de que el volúmen aparezca con textos en español, en portugués y en inglés también hace parte de un espacio diálogico y de inter-relaciones a través de países y de idiomas que posibilita la publicación en varios idiomas que tiene TRANS como política. En un mundo académico en donde las temáticas de la restricción de circulación académica como espacio de manipulación de poder y las dificultades de la traducción se han debatido una y otra vez, aparece supremamente contradictorio que, a la hora de buscar un espacio de publicación multilinguístico y de acceso relativamente fácil a un público académico ubicado en diferentes partes del mundo, sea casi imposible encontrarlo. Agradezco a TRANS entonces, esta posibilidad. Quiero agradecer a Carolina Botero las consultorías sobre derechos que se hicieron. Por otro lado, quiero agradecer a los autores su participación en este volúmen, a veces en situaciones de tiempo límites y, en otras ocasiones, enfrentados a los límites personales que el abordaje del tema de la relación entre música y violencia convoca para algunos de ellos.


Notas

  • [1] Para una introducción a la relación entre música, pensamiento, expresión cognitiva y afectiva, y lenguaje, ver, entre otros, Feld y Fox (1994); Feld, Fox, Porcello y Samuels (2006), Cavarero (2005), Perlman (2004), Samuels (2004).

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