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Emociones en lugar de soluciones. Música popular, intelectuales y cambio político en la España de la Transición

Héctor Fouce

Resumen
Este artículo propone revisar la historia cultural de un momento central en la historia reciente de España: la transición a la democracia. Los cambios políticos y socio-económicos van a redefinir la dinámica del campo de la cultura. Una de las consecuencias de este cambio es la reorganización  de las posiciones sociales de los actores del campo cultural; otra, la reestructuración de las categorías centrales sobre las que pivota el mundo de la cultura. En este trabajo proponemos observar el campo de la música popular como paradigma de estas transformaciones.
Analizaremos el papel de los intelectuales y la propia transformación del concepto en relación con la consolidación de la cultura de masas, lo que determina también cambios en su actividad: la cultura audiovisual va a ir ganando terreno a la cultura libresca, con gran peso de la música popular. La sustitución de los cantautores comprometidos por los jóvenes rockeros, influidos por el punk, de la nueva ola y la movida ejemplifican la transición cultural.

Palabras clave: Transición, historia cultural, intelectuales, movida.


Summary
This paper tries to revisit a central moment in the cultural history of Spain: the transition to democracy. The political and socio-economical changes are going to redefine the dynamics of the cultural field. One of the consequences of this change is the reorganization of the cultural field actor’s positions. The other one, the restructuring of the central categories through the cultural field is organized. We propose to observe the field of popular music as a paradigm for all this transformations.
We will analyse the role of the intellectuals and the transformation of the concept in relation to mass culture. This will determine various changes in the own activity: audiovisual culture, especially popular music, will earn space to the written culture. The substitution of the political singer-songwriters for young pop rock musicians, very influenced by punk and new wave exemplify this cultural transition

Key words: Transition, cultural history, intellectuals, Movida


1.- Introducción

Los años 80 suponen una importantísima fractura en la vida cultural española, como consecuencia de los cambios políticos y sociales que el país vivió tras la muerte del dictador Franco y la implantación, no exenta de dificultades y limitaciones, de la democracia. Una de las consecuencias de este cambio es la reorganización de las posiciones sociales de los actores del campo cultural; otra, la reestructuración de las categorías centrales sobre las que pivota el mundo de la cultura. En este trabajo proponemos observar el campo de la música popular como paradigma de estas transformaciones.

En los últimos años del franquismo la mayor parte de la acción cultural pivota en torno a la política: los intelectuales crean revistas en las que se discuten, con la profundidad que permite la censura, posibles vías de organización política que sustituyan al ya moribundo franquismo (Pecourt 2007). En el mundo de la música, el panorama está dominado por los cantautores, que se presentan a sí mismos como la voz del pueblo, con una misión de concienciación y movilización política (González Lucini 1989).

Los últimos años 70 y la primera mitad de la década de los 80, con la democracia en proceso de consolidación, suponen un notable cambio de paradigma: la política deja de estar en el centro del debate, una vez superada la “tensión emocional de la predemocracia” (Casani, cit. en Gallero 1991: 9), que cede el paso al desencanto. El mundo de la música escenifica este cambio vigorosamente: el cantautor deja paso a los grupos de la Nueva Ola, fuertemente influidos por el punk que había nacido poco antes en Inglaterra y Estados Unidos. La música se convierte en metáfora y realidad del cambio que ha sufrido España (Spitz 1985).

El papel del intelectual cambia porque el escenario de su acción se transforma: ya no es necesaria la reflexión sobre posibles modelos políticos. El tiempo del discurso deja de ser el futuro para convertirse en presente. Y, de manera más importante, lo escrito deja de ser el elemento central de la cultura para dejar paso a una vigorosa cultura audiovisual.

No deja de ser curioso, si no preocupante, la escasa reflexión que los estudiosos han hecho sobre estos procesos. En los últimos años han aparecido muchos títulos que revisan tanto la herencia cultural de los últimos setenta (González Lucini 2006), como la música de los años 80 (Grijalba 2006, Lechado  2005), es decir, las culturas musicales diversas agrupada bajo el epígrafe de la movida; sin embargo, las conexiones entre las transformaciones políticas y la reorganización del campo cultural, tal y como hemos señalado nosotros (Fouce 2006), han sido obviadas o simplemente no apreciadas. El objetivo de estas páginas es establecer nexos entre estas realidades.

 

2.- La tarea del intelectual y el lugar de lo popular en la cultura

La aparición de la sociedad de masas en el siglo XX desafía las viejas concepciones de la cultura basadas en la dicotomía culto - popular. Con el nacimiento de la industria cultural y de los medios de comunicación de masas se perfila un tercer espacio entre la cultura de la élite y la cultura tradicional rural de la que hablan los románticos. Es lo que la tradición anglosajona ha llamado la cultura popular, término que aún genera confusión al ser utilizado en el contexto hispano.

La aparición de la cultura popular y la progresiva ampliación de su alcance ha terminado, a estas alturas del siglo XXI, por anular la dicotomía clásica, hasta el punto de que algunos autores hablan de que lo popular-tradicional ya no existe, en tanto todo fenómeno cultural es hoy por hoy cultura popular (Middleton 2006).  Evidentemente, esta reorganización de las grandes categorías que estructuran el campo de la cultura conlleva el desplazamiento de las posiciones de origen, tanto de los actores privilegiados del campo, esto es, de los intelectuales, como de las prácticas con las que éste se configura. Por lo tanto, es necesario establecer paralelismos entre el papel que el intelectual se otorga a sí mismo, su concepción de la cultura y su visión del papel de lo popular dentro del campo, para entender los cambios que la sociedad de masas implica en este contexto.

En este trabajo definiremos tres modelos diferentes de intelectuales y observaremos sus posicionamientos respecto a la cultura popular. Así, encontraríamos, en primer lugar, al intelectual entendido como miembro de una minoría selecta, tal como lo teorizaba Ortega y Gasset, que se desentiende de todo interés por la cultura popular; en segundo lugar, al intelectual colectivo, según el modelo de Antonio Gramsci, que se acerca al pueblo y a la cultura popular pero que no puede evitar una cierta romantización de ésta y el establecimiento de cierta superioridad moral; y en tercer lugar, al intelectual intérprete teorizado por Zygmunt Bauman, que surge en la posmodernidad y que se sumerge de lleno en la cultura popular y la cultura de masas, pero del que, a pesar de todo, surgen nuevas formas de elitismo relacionadas con las opciones de consumo.

En cada uno de estos modelos se observa un interés diferenciado por el fenómeno de la música popular: para los primeros se trataría de un placer estético que se inscribe básicamente en el ámbito de lo privado y que tiene un interés secundario ante la preeminencia de la escritura; para los segundos representará una herramienta para transformar el mundo y llevar a cabo la revolución; y para los terceros consistirá en una forma de vivir y de relacionarse con los demás.     

 

La minoría selecta y la cultura popular

Estudiar la relación que se estableció entre los intelectuales y la música popular en los años de la transición significa poner en cuarentena determinadas concepciones del intelectual que han sido muy influyentes en el seno de la cultura española moderna. Estas corrientes han partido siempre de la base de que es necesario romper los lazos entre los intelectuales y la cultura popular, crear comunidades autónomas o clubes selectos, de admisión restringida, que diferencien claramente los que están dentro de los que están fuera. Esta sería, sin duda, la posición de Ortega y Gasset, al sugerir que los intelectuales son una minoría selecta que tiene la misión de educar a las masas y no dejarse arrastrar por sus gustos y placeres, tan insípidos como irrelevantes. Ortega y Gasset predicó con el ejemplo y siempre se mantuvo alejado de las mayorías, a las que consideraba una verdadera amenaza (Juliá 2004: 139-141).

Pero Ortega no representa el único caso, aunque sea, sin duda, el más conocido. Esta visión elitista del intelectual ha sido muy influyente en la España de la posguerra, a través, sobre todo, de los intelectuales falangistas (que en muchos casos evolucionaron progresivamente hacia el liberalismo, pero no consiguieron desprenderse de esa visión restringida del intelectual), como Dionisio Ridruejo, y de los discípulos directos de Ortega y Gasset (que continuaron inmersos en la alta cultura y mantuvieron un cierto desapego respecto a la sociedad real), como Julián Marías. En los años de la transición política esta visión del intelectual como minoría selecta, aunque estaba algo erosionada por el prestigio creciente del marxismo entre la intelectualidad española, aún seguía vigente en importantes segmentos del liberalismo. De hecho, José Luís Aranguren, uno de los pensadores de más prestigio del momento, consideraba a los orteguianos como el verdadero establishment cultural de la sociedad española, es decir, el grupo que dominaba las instituciones y las tendencias fundamentales de la cultura, los verdaderos representantes del poder cultural (Aranguren 1977: 13-15). En Revista de Occidente, uno de los medios de expresión constituido por los herederos de Ortega y Gasset, sería impensable encontrar, por ejemplo, un artículo sobre la música de Los Brincos o las películas de Luis García Berlanga.

En realidad, se podría decir que la música no constituía un elemento prioritario de reflexión teórica, o al menos no se encontraba al mismo nivel de la filosofía y la literatura. Para los intelectuales de este ámbito, la cultura, con mayúsculas, era básicamente una cultura letrada, en la que el texto escrito venía a ser la más profunda manifestación de la cultura. Y si en un momento dado, por cualquier circunstancia extraordinaria, la música se convertía en centro de la reflexión teórica, el interés se situaba más cerca de la dodecafonía de Schoenberg que de las nuevas propuestas musicales de The Beatles o Jimi Hendrix.

 

El intelectual orgánico y la cultura popular

Los orteguianos formaban, en efecto, el establishment cultural de la transición pero no eran los únicos en realizar propuestas sobre la relación que debían mantener los intelectuales con la cultura popular. Desde las filas del marxismo se propusieron nuevas interpretaciones sobre la función del intelectual en la sociedad moderna que acercaban este colectivo a las masas, posibilitando nuevas formas de relación entre los intelectuales y las diferentes manifestaciones de la cultura popular. En este sector, fueron muy influyentes las ideas de Antonio Gramsci sobre el intelectual orgánico y el intelectual colectivo.

Brevemente, podríamos decir que mediante la utilización del concepto del intelectual orgánico, Gramsci intenta combatir las nociones del intelectual que, como la de Ortega y Gasset, predicaban el aislamiento social y el desdén por las diferentes manifestaciones de la cultura popular. Desde el punto de vista de Gramsci, el intelectual no es un ente aislado del resto del mundo, sino que forma parte de una clase específica y tiene una función concreta en el seno de la sociedad (Gramsci 1972: 27-37). Para el pensador italiano, los intelectuales orgánicos serían precisamente los encargados de que la clase en ascenso (el proletariado) tome consciencia de su posición de subordinación en la sociedad. Los intelectuales serían, pues, los encargados de diseñar un proyecto hegemónico que posibilitase una revolución completa de las estructuras sociales y la superación de la sociedad burguesa dominante.

Para lograrlo, plantearían una batalla en el terreno ideológico a los intelectuales de la burguesía, a los intelectuales ‘independientes’, al estilo de Ortega y Gasset en España o Benedetto Croce en Italia. En último término, los intelectuales pretendidamente independientes sólo son funcionarios al servicio de la clase capitalista. Por el contrario, el intelectual orgánico no está  desgajado del resto de la sociedad ni sirve a los intereses de los poderosos; forma parte del partido revolucionario, sería una pieza más dentro de la organización dedicada a sentar las bases de una nueva sociedad más justa, caracterizada por el final de las relaciones de dominación entre seres humanos.

Al final, el propio partido se transformaría en un intelectual colectivo, una mente discurriendo a través de mil cerebros en la que todos trabajarían conjuntamente para crear, no sólo una alternativa de gobierno, sino una nueva cultura nacional-popular sobre la que fundar un nuevo Estado (Macciocchi 1976: 204). Esta nueva cultura no estaría basada en las grandes innovaciones filosóficas de los intelectuales encerrados en sus torres de marfil, sino que surgiría de la cultura popular y de las manifestaciones creativas del pueblo. Gramsci, como vemos, da una gran importancia al conocimiento procedente del sentido común, a las percepciones espontáneas y escasamente elaboradas que surgen del pueblo, porque constituyen la base de todo conocimiento verdadero y revolucionario. Las tradiciones populares y las supersticiones las considera ejemplos claros de este nivel de pensamiento, que proporcionan al conjunto de las masas una filosofía espontánea con la que se enfrentan a los problemas cotidianos. Los intelectuales serían los encargados de ayudar a las masas a trascender el sentido común mediante el establecimiento de un diálogo mutuo en el que los intelectuales aportarían métodos y esquemas de pensamiento y las masas proporcionarían sus sentimientos y formas de conocimiento esenciales. 

Dice Vázquez Montalbán en su Crónica sentimental de España (1969: 30) que él escribe desde la perspectiva del pueblo, para el que una copla como Tatuaje “era una canción de protesta no comercializada, protesta contra la condición humana” (1969: 34). Sin embargo, el interés de Vázquez Montalbán en los procesos de conformación de los mitos y las sensibilidades populares a través de los medios de masas ya apunta a una nueva relación entre los intelectuales de izquierda y la cultura popular.

 

El intelectual intérprete y la cultura popular

En la transición hubo, sin embargo, una tercera posición en torno a la relación entre los intelectuales y la cultura popular que debemos tener en cuenta. La sociedad española durante los años de la transición estaba cambiando profundamente. Nos encontramos con un cambio político evidente con el final de la dictadura franquista, pero también se observa un cambio paralelo en los ámbitos de la economía y la cultura. Desde los años sesenta, el capitalismo empezó a desarrollarse de manera vertiginosa y favoreció la creación progresiva de un mercado para la producción y para el consumo de productos simbólicos. Esta mercantilización creciente de la cultura afectó directamente a los intelectuales y a la percepción que tenían de sí mismos y de su relación con la sociedad.

Por un lado, los orteguianos continuaron con el aislamiento en sus torres de marfil y en sus órganos de expresión altamente especializados, como Revista de Occidente. Siguieron actuando como si la cultura popular no existiera e intentaron mantener su poder en las altas instituciones de la cultura (academias, revistas y editoriales de prestigio, etc). Su influencia se mantendría en generaciones posteriores aunque fuera de manera más difusa y mejor adaptada a las necesidades de la democracia liberal y la economía de mercado. La atalaya intelectual de Revista de Occidente fue perdiendo su lustre poco a poco, pero surgieron otros medios de comunicación, con una importante implantación social, que retomaron la herencia orteguiana y esa tendencia hacia el elitismo. Esta tendencia hacia el elitismo cultural y social se observa, por ejemplo, en la fundación del periódico El País, en donde intersectan influencias orteguianas con otras más cercanas al marxismo moderado y adaptado al Estado liberal, y referencias elogiosas a la producción de cultura popular desde las coordenadas de la alta cultura, como los artículos de Francisco Umbral. 

Por otro lado, los intelectuales marxistas, de influencia neo-gramsciana, aunque rechazaron el aislamiento de los orteguianos y los liberales, también se sentían incómodos en un sistema cultural dominado totalmente por las leyes del mercado. Utilizaban las ventajas que les proporcionaba la economía capitalista—a través de revistas, editoriales y casas discográficas lograron difundir sus ideas—, pero al mismo tiempo querían acabar con las leyes del mercado y crear una sociedad completamente nueva basada en la socialización de los medios de producción. Esto implicaba, evidentemente, la creación paralela de una cultura revolucionaria completamente diferente a la cultura de consumo característica de la sociedad burguesa.

En su relación con la cultura popular esto se expresaba en una aceptación condicionada de lo popular; es decir, aceptaban las tradiciones ancestrales heredadas del pasado, sobre todo las de carácter folclórico y rural, las que conectaba con las raíces profundas del pueblo, pero, al mismo tiempo, rechazaban enérgicamente la cultura de masas, la cultura basada en la reproducción mecánica y la revolución tecnológica, la que se sustentaba en la economía de mercado y en las campañas publicitarias. Esta actitud se ejemplifica, en otro contexto, en los abucheos que recibió Bob Dylan cuando electrificó su música en el famoso concierto del festival de Newport de 1965.  En la mayoría de los casos, estas formas de expresión popular se percibían como un vehículo de la burguesía para neutralizar la conciencia de los obreros y campesinos y mantener así su dominación a lo largo del tiempo (Gómez, en González Lucini vol. 1 1989: 339). La cultura de masas equivalía, por tanto, a la ideología burguesa.

Con el tiempo, esta romantización de la cultura rural heredada de la historia y el desprecio paralelo por las innovaciones de la cultura de masas daría paso a nuevas formas de entender la relación entre los intelectuales y la cultura popular. Sus representantes tomaron consciencia de la posición contradictoria que mantenían los intelectuales marxistas respecto a la cultura popular, ya que resulta muy difícil separar la cultura popular de la cultura de masas en la sociedad moderna. Por ejemplo, se podría afirmar que Bob Dylan es un artista que renovó la tradición de la música folk americana pero también es un producto innegable de la sociedad de masas (Frith 1980). Lo mismo se podría decir, en el caso español, de Joan Manuel Serrat y de los demás cantautores. Pronto algunos intelectuales se hicieron conscientes de esta contradicción y establecieron nuevas relaciones con la cultura popular, intentando romper con el romanticismo y el paternalismo de los intelectuales influenciados por el marxismo.

En este sentido, para entender las características de la relación entre los intelectuales y la cultura popular en las condiciones del capitalismo tardío y la posmodernidad, son muy útiles las ideas de Zygmunt Bauman expuestas en Legislators and interpreters (1987). Así, el final de la transición coincide históricamente con el inicio de lo que, comúnmente, se conoce como la posmodernidad y se presenta, en el caso de España, como una forma de amnesia histórica (Vilarós 1998: 1-21). La posmodernidad se ha interpretado en muchas ocasiones como el resultado del declive de las grandes narrativas que dieron forma a la modernidad, el punto y final de conceptos centrales de la Ilustración como el de universalismo o el de progreso. Este declive del pensamiento procedente de la Ilustración afectaría tanto a los intelectuales liberales como a los marxistas, que tendrían cada vez más dificultades para posicionarse en un mundo en proceso de cambio acelerado.

Bauman habla de la aparición de un nuevo tipo de intelectual en los tiempos posmodernos, al que denomina intelectual intérprete (Bauman 1987: 127-148). Para el pensador polaco, los modelos propuestos por Ortega y por Gramsci representarían a intelectuales de los tiempos modernos; en ambos existe una concepción elitista y jerarquizada de la cultura. Para Ortega los intelectuales son una minoría selecta que no se mezcla con el pueblo; para Gramsci los intelectuales sí que se lanzan a la conquista del pueblo, pero se mantienen en un plano de superioridad al ser los encargados de organizar y llevar a cabo la hegemonía social.

Según Bauman, el intelectual de la posmodernidad abdica de su posición de superioridad, de la obligación de buscar un conocimiento neutro y objetivo (como pretenden los liberales), o de la misión de sentar las bases de una nueva sociedad más justa y solidaria (como quieren los marxistas). Su nueva tarea es mucho más modesta: el intelectual intérprete será el encargado de facilitar la comunicación entre comunidades diferenciadas. Una vez aceptada la pluralidad irreversible de la sociedad posmoderna y la imposibilidad de que cualquier tradición cultural pueda reclamar la superioridad sobre las demás, el gran problema para una convivencia pacífica consiste en crear vías de comunicación entre las diferentes comunidades de sentido, al estar cada una de ellas encerrada en sus propias tradiciones y estilos de vida. Los intelectuales serían los encargados de interpretar los conocimientos creados en una determinada comunidad y hacerlos comprensibles a las demás. En definitiva, se encargarían de hacer aceptable y comprensible la existencia del otro en la sociedad, la existencia de realidades extrañas y en cierto modo incomprensibles (Bauman 1987: 196-198).

Dada la fragmentación de la sociedad posmoderna, la noción de la comunidad de sentido puede entenderse de múltiples maneras. Por supuesto, incluye en su seno a las distintas comunidades nacionales que conviven dentro de un Estado, como es el caso de España; pero también puede incluir otras modalidades de asociación, especialmente aquellas que promueve el capitalismo avanzado y que se reflejan en la existencia de diferentes grupos de consumo y estilos de vida, cada vez mejor delineados e identificados por los publicistas y los expertos en mercadotecnia, o de subculturas juveniles diversas, que manipulan los objetos y materiales de la sociedad de consumo como forma de resistencia y negociación simbólica (Hebdige 2005). Los intelectuales ya no se enfrentan a la cultura de consumo desde el elitismo o desde la revolución sino que se integran en ella, intentan entrar en contacto, no sólo con las tradiciones ancestrales, sino también con las diversas modas y tendencias que se suceden en el mundo simbólico al que da forma la cultura de masas. Al mismo tiempo, los intelectuales adoptan roles y modelos provenientes de la cultura de masas y los utilizan para alcanzar al gran público. Los intelectuales se convierten, siguiendo la llamativa expresión de Bauman, en héroes de la cultura de consumo (Bauman 1987: 166). Andy Warhol sería un ejemplo perfecto de la nueva relación que se establece entre los intelectuales y la cultura de masas en la sociedad posmoderna. 

 

3.- De las soluciones a las emociones: hacia una cultura pop

Las mismas relaciones de aceptación de la cultura de masas, identificada con el capitalismo, que hemos analizado en el caso de los intelectuales pueden rastrearse en el campo de la música popular. Si seguimos a Bauman parece obvio que la eclosión de la postmodernidad erosiona el concepto de intelectual a la antigua usanza para ampliar el concepto, en un proceso de inevitable democratización, a todos aquellos que manejan contenidos simbólicos: comunicadores y artistas se incorporan a dicho ámbito. En este grupo se incluiría también a los actores del campo musical.

Tradicionalmente, los estudios de música popular siempre han prestado atención a las mediaciones, tanto industriales como mediáticas, como parte integrante de los fenómenos musicales (Negus 2005). La consecuencia es que una separación radical entre los discursos que dan sentido a la música popular y las practicas del campo sólo es válida como herramienta analítica.           Es preciso, por tanto, establecer una continuidad entre ciertas esferas de acción en el campo de la cultura.

La visión del papel de la élite cultural que hemos referido antes en relación con los intelectuales de base marxista está conectada con la forma en que los cantautores veían su papel social en la década de los 70. Los cantautores asumen sin complejos su papel de portavoces políticos. En una época en la que la censura acallaba toda voz alternativa, represaliando a la oposición y acallando a la prensa,  el cantante “aunque con dificultades, conseguía hacer oír su voz” (Gómez, en González Lucini Vol. 1 1985: 336). A falta de un espacio propio en la vida pública, la política de oposición al régimen franquista utiliza la música como vehículo de sus reivindicaciones y visiones del mundo.

El cantautor aparecía como la voz del pueblo, un pueblo que era idealizado y romantizado, aunque de forma bien diferente a cómo lo hacía el discurso cultural del franquismo (Fusi 1999: 109-116).  El representado era un pueblo sometido, paralizado por el miedo y la represión, pero que deseaba el cambio. Un pueblo poseedor de una cultura que había sido aplastada por la cultura oficial: de ahí que los cantautores se presenten como continuadores de la tradición folklórica, estableciendo conexiones con aquellos recuperadores de las culturas e idiomas periféricos, tal y como hemos analizado en otro lugar (Fouce y González Serena 2006).

El cantautor se presenta frente a su público casi desnudo, tan sólo con su guitarra, sin estar rodeado de tecnología; sólo el micrófono, pero como mero aparato de amplificación. En este sentido, la relación del músico con su público remite al mito del folk, tal y como ha sido descrito por Frith (1980): el músico es la voz de toda la comunidad, podría ser uno cualquiera de sus miembros el que estuviera sobre el escenario porque la verdad de la música está más allá del intérprete, tal y como sucede con los cantos folklóricos. El público de los cantautores comparte con ellos su visión del mundo, tal y como explica Gómez (en González Lucini Vol.1 1985: 336), con afinidades generacionales y políticas.

Son

universitarios de clase media, profesionales, obreros jóvenes directamente implicados en la lucha política. El sector de población que nutrió los partidos políticos de izquierda, los movimientos sociales que se enfrentaron con la dictadura, las organizaciones sindicales clandestinas.

El cantautor no necesita convencer a nadie de su verdad, simplemente necesita darle expresión musical al conocimiento general compartido por  la comunidad.           Junto con la intención testimonial, el otro elemento fundamental del discurso de los cantautores es el compromiso, que supone una forma de enlazar un presente desagradable con un futuro deseable a partir de entender la música como forma de construir ese tiempo que llegará. El presente es vivido como un momento de transición hacia un futuro que llegará y que es descrito en términos positivos y utópicos, como horizonte hacia el que caminar:

Un proyecto que la persona crea apasionadamente en su interioridad y hacia el que focaliza su existencia. Un proyecto del que la persona queda prendada y en cuya realización, siempre renovable y desafiante, encuentra el sentido a su vivir (González Lucini Vol.2 1989: 79).

Impulsados por la utopía de la libertad que en algún momento habría de llegar a España, las imágenes que aparecen constantemente en la música de los cantautores son las del río que se dirige al mar y que ningún dique puede parar, la semilla que crecerá para ser árbol, el pájaro cuyo vuelo es libre o el barco que navega libre en el mar... Todas estas imágenes implican una visión de la temporalidad como un proceso, un fluir hacia delante, muy diferente, como veremos, de la celebración del presente en la que se ancla el hedonismo de la movida, y profundamente anclado en el imaginario de base ilustrada construido a partir de la idea del progreso.

Esta manera de entender el rol del artista en la sociedad enlaza directamente con  la idea del intelectual orgánico gramsciano, aquel que bebe del conocimiento popular y le da forma, convirtiéndolo en palanca de la acción política. Ambos definen, por tanto, un estadio específico del campo cultural en la Transición, caracterizado por la politización de las ideas y los sentimientos y por las expectativas urgentes de cambio. El cantautor se enfrenta a la cultura oficial del franquismo y, consecuentemente, no puede acceder a los beneficios y facilidades que esta cultura aporta para llegar al gran público. Para sortear estas dificultades, utilizará las plataformas creadas por la oposición al franquismo, como las revistas comprometidas de la época (Cuadernos para el Diálogo, Triunfo, Serra d’Or), para hacer llegar su mensaje. Este trabajo de intelectual orgánico puede observarse en el caso del colectivo de la nova cançó catalana, verdaderos impulsores de los ideales democráticos y de la identidad catalana en el seno de la comunidad. 

En el nivel de las prácticas culturales, la canción de autor se sitúa en un cruce de caminos en el que confluye lo popular con cierta tradición poética culta que se inspira a su vez en lo popular. Cuando los cantautores se lanzan a musicar a los poetas, están reclamando para sí la legitimidad de formar parte de la alta cultura, de que su producción sea considerada cultura con mayúsculas. Poetas como Machado, Lorca, Miguel Hernández, pero también Fray Luis de León, son la inspiración de muchos cantautores que aspiran a hacer de su música arte. El hecho de que la mayoría de los poetas musicados hubieran sido represaliados por el franquismo hacía entroncar a los cantautores con otra tradición, la de la República y los perdedores de la guerra, la generación del exilio. Los cantautores se presentan así como herederos de los que lucharon por la libertad, pero también como representantes, al mismo tiempo, del conocimiento y del sentimiento del pueblo reprimido y de los artistas y pensadores que expresaron su disenso frente al régimen y pagaron por ello.

Frente a la generación que alcanza su madurez en los 70, los jóvenes de los años 80 conocen un país bien diferente: cuando la movida comienza su desarrollo underground en torno a 1978, España ya ha celebrado unas elecciones democráticas y está en vías de aprobación de una Constitución. La política, en especial las opciones acalladas durante el franquismo, está en un momento álgido, es un tema habitual de conversación y alienta el nacimiento de nuevos medios de comunicación. Durante los primeros años de la transición, la esperanza de un cambio profundo alienta esta preeminencia de lo político, que, con la constatación de que algunas de estas esperanzas no van a cumplirse, desemboca en el desencanto, el hastío y el alejamiento de muchos de la participación política activa, un hecho trascendental que remodelará las condiciones del campo cultural y las características generales de sus actores y prácticas.

La generación de los 80, que “no tenía empleos que ocupar ni manifestaciones a las que incorporarse” y que sentía desprecio por los “años rojos” vividos por sus hermanos mayores (Hooper 1987: 319), no se sentía representada ni a nivel político ni a nivel cultural por los políticos, intelectuales y artistas que, de la mano del triunfo electoral socialista, acceden a la esfera del poder a principios de la década. En las admiradas palabras de Bob Spitz, quien hizo balance de los 10 años de democracia y música pop para Rolling Stone en 1985, era una generación que buscaba “emociones en lugar de soluciones”. (Spitz 1985: 37). Borja Casani, uno de los ideólogos de la movida desde su papel de director de la revista La Luna, expresa claramente la ruptura generacional e ideológica al afirmar que  "quizás los enemigos eran los viejos, los que salían diariamente en El País. De alguna manera, el adversario ideológico era el viejo progre, que en música equivalía al cantautor" (Casani, en Gallero 1991: 67).

Del mismo modo, el propio Casani (en Gallero 1991: 54) redefine lo que esa generación entiende por cultura:

 ... ya ha tenido lugar el nacimiento de una nueva cultura, que no es la cultura con mayúsculas, sino más bien una nueva memorización de la cultura. Todo el mundo había estudiado como cultura a Kierkegaard, Nietzche, Flaubert. Y de pronto hay una generación que empieza a memorizar y a considerar como cultura propia unos nombres rarísimos: Siouxsie & the Banshees, Echo & the Bunnymen, y lo último de cualquier nombre extrañísimo inglés. Y a esa cultura solo accede un nivel de gente, gente joven interesada por este aspecto, y deja fuera de combate absolutamente a toda la memorización previa.

El interés de este párrafo es que delimita una nueva jerarquía simbólica para el campo cultural. Estamos ante una cultura que reniega de la herencia nacional y generacional, obviando las referencias tanto a lo político como a la cultura tradicional y poniendo el énfasis en lo anglosajón; en segundo lugar, opone las prácticas de la cultura libresca a las de una cultura audiovisual y, por último, sitúa como actor central del campo cultural a los jóvenes.

El marco histórico y cultural en el que se producen estas transformaciones guarda notables paralelismos con el que se produjo en Estados Unidos en la década de los 60: desarrollo de la cultura popular, aparición de nuevos mercados (el juvenil, pero también el masculino),  reorganización de la industria cultural y surgimiento de nuevas tecnologías, fenómenos que coinciden en el escenario de la España de los ochenta (Fouce 2007).

No por casualidad Susan Sontag acuña el término camp en la década de los 60 para describir esta nueva cultura: su objetivo es explicar la dinámica creada por la interacción de la pujante contracultura, surgida en clara relación con los fenómenos arriba descritos, con la cultura establecida. Según Sontag, el camp aparece cuando los productos de un modo de producción anterior, que ha perdido el poder de generar significados, aparecen redefinibles según nuevos códigos de gusto (Ross 1989: 139). La sensibilidad camp redescubre el basurero de la historia, asume la proclama del pop art de que cualquier manifestación será pronto obsoleta y pasada de moda: en palabras de Sontag, permite solucionar el problema de cómo ser un dandy en la era de la cultura de masas (cit. en Ross 1989: 145). Si el gusto kitsch, con su seriedad sobre el arte, se asocia con la movilidad social que produce una clase media con insuficiente capital cultural para acceder a la cultura legitimada, el camp implica una celebración, por parte de los conocedores, de la alienación, la distancia y la incongruencia de los valores sobre los que se edifica el gusto. Según Isherwood (cit. en Ross 1989: 146), el camp “expresa lo que es serio para ti en términos de diversión, artificio y elegancia”.

La estética camp implica un movimiento conceptual en relación con el canon del gusto al tiempo que sobre los materiales de la cultura. Sin duda, redefine el concepto de intelectual, rompiendo al tiempo con los modelos ortegiano y gramsciano. En la cultura de masas, el intelectual, entendido como aquel que trabaja sobre los mecanismos de legitimación, se convierte en una institución necesaria, a medio camino entre los intereses de la clase dominante y la moral y el gusto convencionales de las clases ascendentes (Ross 1989: 146), en estrecha relación con unos públicos consumidores que, como señala Banham (cit. en Ross 1989: 148), son expertos entrenados como especialistas en cuestiones de elección y uso de la cultura popular. Un papel, como vemos, cercano a ese intérprete situado entre comunidades de sentido que postula Bauman.

Al mismo tiempo, esta reubicación del papel del intelectual dentro de los medios masivos y la cultura de consumo implica situar lo cultural dentro de una economía política del gusto, para enfado de los defensores de conceptos de cultura aislacionistas o revolucionarios. El camp sugiere que el arte tiene más que ver con consumidores, productos y mercados que con la búsqueda de la excelencia (Ross 1989: 170).

Dentro de este nuevo marco conceptual es dónde deberíamos encuadrar el rol de la música popular en los ochenta. En otro estudio sobre los imaginarios de la movida hemos apuntado que, en los escasos momentos en que la movida recurre a representar la cultura popular, no la concibe como la cultura ruralista de

los campesinos aislados de la civilización, sino la de los habitantes de los barrios de las ciudades, ajenos por completo a lo rural pero también al mundo de la alta cultura. Es el mundo de los albañiles, las amas de casas, los jóvenes punkis, que puebla las primeras películas de Pedro Almodóvar. Es una cultura popular alejada de la pureza bucólica romántica, mucho más cercana a la imagen grotesca con la que la caracteriza Bajtin (Fouce 2006: 175).

La cultura popular que aparece en el imaginario de la movida puede ser definida como  cultura del “populacho”, las clases obreras, las clases medias urbanas, en contraste con la cultura del “pueblo”, fundamentalmente rural, de la tradición romántica. Está formada por los elementos ajenos a la alta cultura que aún no se han sedimentado para que ésta los romantice en términos de cultura popular. Es la cultura del exceso carnavalesco que se burla de la seriedad, que convierte las preocupaciones en celebraciones.

Desde siempre me he fijado en elementos culturales muy nuestros y muy populares, casi de desecho: fotonovelas, radioteatros, boleros, eso que la gente llama subgéneros. Lo he hecho de una forma visceral, mezclándolo todo con lo moderno. Siempre he tenido unos gustos muy eclécticos (Almodóvar, en Gallero 1991: 217).

Los análisis de los críticos culturales tienden a olvidar que la movida es el primer movimiento de alcance amplio que engancha en España con las estéticas pop. En este contexto, el intelectual camp se convierte en una institución de la cultura de masas, asumiendo el papel de representante de los excluidos del canon cultural, y reivindicando su legitimidad para modificar los límites entre los aceptable y lo inaceptable, lo que está en la onda y lo caduco (Ross 1989). El gusto de un personaje como Almodóvar por la copla y el bolero, subgéneros sentimentales de la cultura de masas, ejemplifica ese rol: con actitud camp, a la manera de un connaisseur iniciado en un arte que la mayoría desconoce, bucea en el basurero de la historia y otorga respetabilidad a ese género musical, permitiendo que “un público que antes lo consideraba una expresión cursi empiece a consumirlo sin culpas” (Polimeni 2004: 97).

De la misma manera hay que entender que un grupo cuyas raíces vienen del post punk gótico, como Gabinete Caligari, acuñe el término de rock torero y dedique a la fiesta nacional muchas de sus canciones. Si Almodóvar recurre a lo grotesco bajtiniano, Gabinete echa mano de la ironía para distanciarse de un tema que era tabú para los rockeros de la época: aunque a Jaime Urrutia le gustaban los toros, la ambigüedad de su aproximación irónica le ponía a salvo de las críticas.

Estas aproximaciones desde el camp crean un campo de prácticas que normaliza la presencia de todas estas referencia a la cultura popular española a lo largo de una década. No podemos olvidar que, al mismo tiempo, se ha producido una importante renovación en el flamenco, de modo que aparecen grandes cantaores y guitarristas (Camarón, Morente, Paco de Lucía) dispuestos a salirse de los modos ortodoxos, mientras que, desde el bando de los rockeros, Veneno o Triana recurren, de distintos modos, a la herencia flamenca para crear un rock andaluz. En apenas un par de décadas, el género musical que más se había identificado con la propaganda del régimen franquista se convierte en emblema de la modernidad española, fenómeno directamente relacionado probablemente, como hemos señalado en otra ocasión (Fouce y González Serena 2006), con las dinámicas de definición de las identidades nacionales en la globalización.

 

4.- Del intelectual marxista al intelectual pop: el caso de Eduardo Haro Ibars

Si la ruptura entre los intelectuales liberales y marxistas siempre fue clara y evidente, la que se produce entre los intelectuales marxistas e intérpretes—o  lo que hemos definido como intelectual camp (Ross 1995)—es más difícil de calibrar. Ambos reaccionan contra el pensamiento conservador y contra el liberalismo, pero lo hacen desde posiciones cada vez más enfrentadas. Su relación con la cultura popular y la cultura de masas cambia al mismo tiempo que lo hace su concepción de la acción política. Los nuevos intelectuales camp reniegan de la política entendida en el sentido tradicional, es decir, de la política de partido, de los sindicatos, del parlamento y las instituciones del Estado, y se centran en nuevas formas de hacer política que se sitúan en el ámbito de la intimidad y de la identidad, donde las diferentes modalidades de la cultura popular (música rock, comics, drogas, películas, series de televisión) adquieren una relevancia fundamental y se convierten en los soportes fundamentales de las comunidades de sentido que se crean en torno a las diferentes opciones de consumo dentro del mercado cultural. 

En España, esta ruptura no fue repentina sino que se produjo progresivamente; de hecho, es posible encontrar individuos que se situaron a caballo entre el intelectual marxista y el intelectual camp y que actuaron un poco como avanzadilla del cambio, aunque en su tiempo no fueran del todo reconocidos. Estos agentes anticiparon la tendencia de los años ochenta hacia el abandono generalizado de la herencia marxista y el abrazo entusiasta de la cultura de masas y las dinámicas de mercado. Uno de los ejemplos relevantes de la transición entre ambos modelos de intelectual lo encontramos en el poeta Eduardo Haro Ibars.

Eduardo Haro Ibars (1948-1988) es un poeta caído casi en el olvido, aunque recientemente ha sido reivindicado por J. Benito Fernández en su biografía Eduardo Haro Ibars: los pasos del caido (Fernández 2005). En la figura de Eduardo Haro Ibars se advierte cómo los intelectuales de la oposición al franquismo empezaron a redefinir su relación con la cultura popular en los años setenta. Haro provenía de una familia acomodada dedicada plenamente a la tarea intelectual; su madre, Pilar Ybars, era escritora y su padre, Eduardo Haro Tecglen, un conocido analista político e intelectual crítico frente al régimen franquista. Su educación intelectual, de corte clásico y libresco, estaría determinada por la trayectoria de sus padres. Sin embargo, Haro Ibars tomó el legado de sus padres (su padre Haro Tecglen se podría considerar un intelectual en la órbita del marxismo) y lo renovó introduciendo intereses que, probablemente, resultarían sorprendentes y descabellados para éstos, y que procedían, en la mayor parte de las ocasiones, de su interés creciente por la cultura popular, sobre todo por los efectos narcóticos de las drogas, por la literatura de terror y de ciencia ficción, y por el rock’n’roll. En realidad, esta trilogía de intereses tomados de la cultura popular, de comunidades culturales heréticas según el canon clásico, determinaría su producción intelectual y su postura vital frente al mundo.     

En este sentido, su primera publicación, el libro Gay rock (1975), que trataba un tema prácticamente inédito en la literatura española, lo situaría en el trono de la naciente intelectualidad camp. El libro incluye una antología bilingüe con canciones de Marc Bolan, Lou Reed, David Bowie y Alice Cooper, y alcanzó un gran éxito entre los lectores más jóvenes. Para muchos fue un libro determinante porque gracias a la información de sus páginas descubrieron grupos de culto como The New York Dolls o The Velvet Underground. Haro se acercaba al mundo del glam rock, “del maquillaje exagerado, del rímel, del carmín, del esmalte en las uñas largas, de las botas de plataforma, de las lentejuejas, de las mallas y del lamé en los chicos de la calle” (Benito Fernández 2005: 183) y lo presentaba como algo posible y deseable para los jóvenes de la transición. La futura musa de la movida madrileña, Alaska, reconocería más tarde que encontrar de casualidad el Gay rock fue determinante para que una adolescente como ella pudiera conocer un montón de grupos musicales y sumergirse en el estilo de vida que proponía el glam rock.

Lo mismo se podría decir de su libro De qué van las drogas (1978), en el que analiza los efectos y los peligro de cada droga, las legales y las ilegales, y las analiza, al estilo de William S. Burroughs, como instrumentos de poder. Haro sostiene que no existen grandes diferencias entre la marihuana, la heroína y los “medios de intoxicación de masas”. En la promoción del libro ante la prensa se presentaba a sí mismo como “homosexual, delincuente y drogadicto” (Benito Fernández 2005: 242). En esta presentación estaba identificando implícitamente a los sectores a los que pretendía enfrentarse, los intelectuales liberales y los marxistas más ortodoxos (como su propio padre), y a los que pretendía acercarse, los jóvenes anarquistas y libertarios que empezaron a surgir en los años de la transición y que estaban ávidos de textos que incitaran a la trasgresión. Sin embargo, como intelectual camp aspirante a redefinir las jerarquías del gusto, Haro tenía que diferenciarse de las demás posiciones existentes; él era un rebelde frente a los intelectuales liberales y marxistas, pero al final también él se consideraba parte de una minoría selecta, que no sólo había abierto el abanico de las opciones sexuales y se había lanzado al consumo masivo de drogas, no sólo iba a conciertos de Kaka de Luxe y de Burning mientras sus compañeros de generación seguían anclados en los cantautores y el rock progresivo, sino que además se sabía de memoria todo Borges y el Así habló Zaratustra de Nietzsche (Benito Fernández  2005: 242). La aceptación de la cultura de masas estaba condicionada, por tanto, a criterios selectivos muy sofisticados que determinaban quién “estaba en la onda” y quién no lo estaba. En este sentido, Haro Ibars asume plenamente el rol del intelectual camp, esa actitud de desapego informado y de estar a camino de varios mundos culturales que hemos referido más arriba. Su minoría selecta no es la torre de marfil de los orteguianos, sino la que ha pagado ciertos peajes vitales e intelectuales para transitar una vía pedregosa.

De este modo, tanto Gay rock como De qué van las drogas, muestran a un Haro Ibars cumpliendo el papel del intelectual intérprete (en su modalidad camp) en el ámbito de las subculturas juveniles que surgen con la maduración definitiva del capitalismo español. Haro asumió el arsenal teórico y cultural que había recibido desde su infancia y lo utilizó para introducirse y para dar a entender formas de vida o filosofías espontáneas—comunidades de sentido según la expresión de Bauman—prohibidas o invisibles en su tiempo. Consigue dar visibilidad y hacer aceptable, sobre todo a las generaciones más jóvenes, manifestaciones que hasta entonces no disponían de ningún tipo de legitimidad en el ámbito de la cultura. Su versatilidad intelectual le permitió publicar artículos y poemas en revistas serias y muy poco dadas a la frivolidad y la excentricidad, como Tiempo de Historia, dirigida por su padre Eduardo Haro Tecglen, o Papeles de Son Armadans, capitaneada por Camilo José Cela; pero también le permitió publicar libros como los mencionados o escribir las letras de las canciones de la Orquesta Mondragón de Javier Gurruchaga o de grupos de rock de vida efímera en los que militaban algunos de los que luego serían miembros de Gabinete Caligari. Esta flexibilidad hizo que lograra alcanzar diferentes públicos y ser reconocido en diferentes ámbitos, desde punkies de la movida como Olvido Gara a articulistas de El País como Francisco Umbral.

Visto desde la distancia, la figura de Haro Ibars adquiere una luminosidad especial porque en ella se observa precisamente la transición entre el intelectual de influencias marxistas ya decadente y las nuevas tendencias juveniles que se concretarán con el fenómeno de la movida madrileña y que tanto perturbarán, al menos al principio, al nuevo establishment cultural de la democracia (Cebrián 1989: 43-62). Frente a la seriedad y el rigor de los herederos de Ortega, una nueva generación se abre paso abanderando una sensibilidad pop y camp que resulta difícilmente asimilable para las generaciones precedentes.

 

5.- Conclusión: etiquetas postmodernas

El uso del término postmoderno alcanzó el paroxismo durante los años ochenta en España, convirtiéndose en un marchamo, una credencial de estar a la última y formar parte de alguna de las tribus de “modernos” que caracterizan la producción cultural de la década. Como todo concepto devenido en etiqueta, las connotaciones y significaciones originales del término se perdieron por el camino.

En estas páginas hemos pretendido poner en diálogo nuestras dos áreas de investigación académica, el estudio de los intelectuales y el de la música popular, desde la sociología y los estudios culturales respectivamente, convencidos de que estos encuentros disciplinares son imprescindibles para dotar al análisis de rigor y densidad conceptual.

A lo largo de las páginas precedentes hemos puesto en relación el papel de los intelectuales, ese grupo social dotado de legitimidad social para definir los cánones del gusto, la política o la moral, con las transformaciones experimentadas en un país en transición no sólo política, sino también socio-económica. No es posible olvidar que la construcción de una estructura de participación política democrática en España lleva aparejados, por ejemplo, el fin de la censura y derechos sociales como el divorcio o el aborto, así como la reconversión industrial y la aparición, más tarde, de las empresas de trabajo temporal. Todos estos cambios afectan, como es evidente, a la organización del campo cultural, de tres formas fundamentales: la propia definición del concepto de cultura, las prácticas asociadas a este espacio y la forma de participación de los actores implicados.

Hemos empezado por definir tres modelos diferentes del intelectual, presentes en diferentes momentos históricos, para después deconstruir el modelo y observar su infiltración progresiva en la cultura de masas. Desde los años ochenta estamos bajo el signo de la posmodernidad. Es posible discutir lo pertinente del término, pero parece más difícil poner en cuestión algunos de sus rasgos definitorios. Dos son los más importantes para este trabajo: la deslegitimación de los grandes relatos, con la consiguiente fragmentación de las comunidades de sentido a ellos asociadas, y el cuestionamiento de la idea de progreso y de avance lineal que caracteriza el pensamiento ilustrado.

Con la desaparición del aura de los grandes relatos, desde el elitismo cultural orteguiano a la lucha de clases marxista, la cultura pierde el apoyo discursivo que éstos otorgaban. El intelectual, un concepto que hemos querido ampliar a todos aquellos que manejan recursos simbólicos, no puede evocar esas legitimidades, sino que tiene que construir la suya propia, presentándose como conocedor de un mundo cultural al que sólo unos pocos tienen acceso: de ahí el uso que hemos hecho del concepto de intelectual intérprete y su inmersión en la cultura camp. Es posible identificar todavía este rol del intelectual, a caballo entre la vieja alta cultura ¯es decir, con una educación libresca- y el último grito de la cultura popular en las revistas y suplementos de tendencias que inundan nuestras calles hoy por hoy. Si El País mantiene un suplemento cultural “serio” como Babelia, centrado en los libros, los escenarios y los museos, no puede sin embargo ignorar todas las manifestaciones culturales que no tienen ahí cabida, y por ello publica un suplemento como EP3, antes Tentaciones, en el que escriben a menudo los mismos que alimentan el suplemento cultural, ahora hablando de moda, música pop o de otro tipo de literatura que no encaja con la línea intelectual de Babelia.

No cabe duda de que una consecuencia de la deslegitimación de los grandes relatos es una fragmentación de las comunidades de sentido. Como Vilarós (1998)  ha explicado, al desaparecer el franquismo fallece también el antifranquismo. La oposición al régimen, que había atenuado las diferencias entre familias ideológicas de la oposición y había actuado como la argamasa que los mantenía más o menos próximos, deja de tener sentido. No es casualidad que a la ebullición predemocrática le sucedan el desencanto y los pasotas de los que habla Imbert (1990). Como explica gráficamente Blázquez (en Gayero 1991: 42), en la década de los ochenta “se empieza a romper seriamente la posibilidad de decir algo a muchos a la vez, es decir, de lanzar un mensaje colectivo. Las canciones de autor, los mítines, los discursos, todo eso se va al carajo”. Las tribus, las subculturas, las bandas, los grupos, los estilos distintivos, es decir, las comunidades de sentido, se multiplican y se transforman rápidamente en una época en la que el campo de la cultura será cada vez más permeado por las dinámicas industriales, prefigurando el capitalismo informacional que, según Castells (1997), define nuestro momento histórico.

Esta fragmentación de discursos y de comunidades de sentido afecta directamente a la concepción del tiempo y, por ende, de la propia acción individual o colectiva. Abandonada la idea de que la revolución iba a llegar por fin a España, visualizada en la renuncia pública del PSOE a sus bases ideológicas marxistas, las prácticas culturales fuertemente ancladas en lo político tienden a extinguirse o, al menos, a abandonar el primer plano. No es casualidad que en la década de los ochenta tanto los cantautores más identificados con la canción protesta (Raimon, Llach, Paco Ibáñez), como las revistas de clara orientación político-programática (Triunfo, Cuadernos para el diálogo), desaparezcan del primer plano. Posiblemente esta misma dinámica anide en la decadencia de fuerzas políticas que, como los comunistas o la democracia cristiana, tuvieron un rol central en el antifranquismo. El intelectual que llama a la acción invocando su capacidad para modelar el futuro deja de tener sentido en un momento en el que, como proclamaba una canción de Radio Futura, “el futuro ya está aquí”.

La proclama, citada antes, de que la generación de los ochenta quería emociones y no soluciones define implícitamente qué es lo que esperaban de los actores del campo cultural: no se solicitaban ideas, ni impulsos a la acción, ni programas políticos o vitales. Se pedía hedonismo, modernidad, cosmopolitismo, disfrute. El éxito de los artistas de la movida madrileña, de Alaska a Almodovar, de Radio Futura a García Alix, que logran convertirse en el establishment cultural de la primera democracia ilustra ese nuevo concepto de cultura y las nuevas pautas por las que transitan los intelectuales emergentes. Es importante señalar que, en los ochenta, son los propios grupos de rock los que organizan sus sellos discográficos, publican sus revistas, alimentan los programas de radio y, en definitiva, se sumergen con todas sus consecuencias en el entramado social. Lejos del artista aislado en el mundo de la creación pura, estamos ante una generación que asume que la música ya tiene una dimensión industrial y productiva y que los medios de comunicación son importantes y necesarios espacios de acción cultural. La visibilidad que la música popular adquiere en los años ochenta en España revela profundas transformaciones en el campo social y en el campo de la cultura.

Asomarse al mundo de la música popular y ponerla en relación con el rol cambiante de los intelectuales nos ha permitido acercarnos a una sociedad en transformación radical que, a menudo, queda relegada en los estudios sobre la Transición que se centran en los grandes gestos y momentos políticos. Como hemos propuesto en esta conclusión, los cambios experimentados en ese peculiar momento histórico aún están latentes en la actualidad y configuran nuestro actual panorama cultural.


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