Este Congreso de la SIbE es para mí una excelente oportunidad para compartir con ustedes algunas preocupaciones por la situación presente de las tradiciones musicales afroamericanas, entendidas aquí como el mundo musical afro-americano del Nuevo Mundo, brasileño y latino-americano en general. Presentaré, de un modo no muy sistemático sinó más bien como un collage, algunos temas que se articulan alrededor de los nuevos procesos de transformación de esos circuitos musicales afroamericanos (1). Ello conduce, por la propia naturaleza del tema, a una necesidad también de reconceptualizar y reformular los propios parámetros (o por lo menos algunos de ellos) de la etnomusicología académica que practicamos. Ya pasaron más de dos décadas desde el momento de crisis de un cierto modelo, sobre todo anglosajón, de etnomusicología. Si tomamos una definición muy sencilla de la etnomusicología, entendida como el estudio de la música en la cultura y de las dimensiones culturales de las expresiones musicales, es mucho más común que, en general, imaginemos esa actividad todavía en un momento anterior a una crisis de la representación en los estudios de la cultura. Lo que hemos vivido a lo largo de los últimos treinta años es una profunda crisis de representación en el estudio mismo de las formas culturales. Esa crisis afectó a muchas disciplinas simultáneamente - la historia, la literatura, la musicología, la antropología, la sociología, los estudios de comunicación... Pienso que debemos retomar ahora en la Etnomusicología la crisis de la Antropología de los años ochenta, porque ésta no había asimilado, en sus teorías de la cultura, la dimensión del poder constitutiva de los procesos culturales, entre los cuales se incluyen los procesos de producción y expresión musicales.
Las definiciones y los acercamientos antropológicos hasta fecha muy recientes -sean funcionalistas, estructural-funcionalistas, estructuralistas, hermenéuticos, interpretativistas, semiológicos, entre tantos posibles - de un modo u otro dejaron un poco de lado la cuestión del poder. Tanto es así que una nueva disciplina se presenta ahora como un reto a la antropología: los Estudios Culturales. Como estos se enfrentan más fácilmente a los medios de comunicación, es decir, al circuito simbólico creado como mercancía -video, el video-clip, cine, revistas, periódicos, internet, softwares, web designing-, y al entero universo de la producción cultural mediática, la cuestión del poder se vuelve mucho más crucial y evidente. Mi primera idea es que tendremos que volver a la base antropológica de la etnomusicología e introducir, para el caso específico del área de estudios de la música, la dimensión del poder, interno y externo al grupo o a la red de practicantes y productores musicales.
Una de las consecuencias de esta crisis en los últimos veinte años fue la discusión del etnógrafo como autor: evaluar en qué medida el interés del que estudia ya afectó el propio estudio por él realizado. Por supuesto, una parte de ello son las presiones provocadas por el propio objeto de estudio. No se trata de una discusión meramente teórico-conceptual, como si la teoría fuese una esfera autónoma de expresión: es consecuencia de los procesos de la práctica etnográfica o etnomusicológica y de la complejidad que estos adquirieron. La dimensión del poder me interesa particularmente porque ya estaba también presente en mi propio objeto de estudio. Al estudiar la música de tradiciones sagradas, es decir, de tradiciones rituales iniciáticas, como los cultos xangô y candomblé (los cuales son equivalentes brasileños de la santería cubana), uno se enfrenta con el poder de la comunidad sobre la música, sobre sus producciones simbólicas. Por un lado está el intento de la comunidad por ejercer su poder de control sobre su música sagrada; y por otro lado está también el poder de esa música sagrada sobre la comunidad que la preserva. Porque, en la medida en que se trata de un grandioso legado de sus ancestros, hay que conservarlo. Allí se manifestaría, entonces, el poder de la música misma sobre la comunidad en que es practicada.
Reafirmo entonces que la dimensión del poder es constitutiva misma del intento de las comunidades afro-americanas de preservar ese legado de la música africana, de los rituales africanos en América, en una estructura que sería, en realidad, de contra-poder. La motivación básica es evidentemente deshacer el proyecto colonial de cristianizar definitivamente, desde el punto de vista religioso y cultural, a todos los esclavos (lo que nunca ocurrió, afortunadamente) y convertirlos exclusivamente a la música europea. Hay que subrayar ya de salida, que la música afro-brasileña y la música afro-americana en general es una música de descendientes de esclavos, o sea, son, todavía hoy, las comunidades más pobres del Nuevo Mundo. Ésa es una dimensión histórica de la cultura que muy fácilmente se olvida, básicamente porque hay un imaginario que asocia la música de origen africano con la fiesta, el baile, la corporalidad, la alegría. Y la suma de todos esos estereotipos hace que las personas se olviden de que la base comunitaria de esas tradiciones musicales es muy pobre.
Como una introducción a ese tema, que puede parecer en algún momento muy apocalíptico, dos conclusiones se pueden sacar de la magnífica exposición de Bruno Nettl realizadas en este congreso, sobre las escuelas de música y los departamentos de música de las universidades del mid-west de los Estados Unidos. La primera conclusión es que la evaluación estética en esas instituciones es dada autoritariamente. Entre Brahms, Mozart y Beethoven se impone, a través de las intervenciones de una amplia cantidad de expertos (críticos, maestros, periodistas, directivos de fundaciones, entre otros) que funcionan como un decreto, el hecho de que la música de Mozart es la mejor de todas. No cuestiono la alta calidad de la música de Mozart, solamente quiero decir que, en la estructura de la cosmovisión de las escuelas, se decreta para aquél que entra, autoritariamente (porque nunca es puesto en discusión), que ésta es la jerarquía estética que debe seguirse y reproducirse. En ese caso, el poder está en la sociedad antes que en la música, porque se trata de un repertorio congelado. Una vez catalogado y definido el repertorio de Mozart y seleccionadas las obras definidas como más importantes, se empezaron a desarrollar mecanismos de fijación de sus partituras para congelar las composiciones y así preservar el estilo musical mozartiano. Después de logrados todos esos procedimientos de construcción de un canon musical, se decretó (obviamente, a posteriori) una determinada jerarquía estética. Ello indica que la dimensión del poder está firmemente incrustada en la estructura misma de esa tradición de la música clásica occidental. Dicho en términos de psicología constructivista, los niños absorben una estructura de jerarquía estética musical a la que aprenden a responder afectivamente: elementos idiosincrásicos de la técnica de composición de Mozart son fijados en el lugar privilegiado de su imaginario, y es a esos elementos formales a los que en la fase adulta responderán como estímulos definidos como de alta calidad musical.
Muchos de ustedes ciertamente conocen la crisis, provocada en la Musicología por estudios como los de Richard Leppert y Susan McClary, con sus relecturas de los valores musicales de la era Bach, de Schubert, del lugar de las terminaciones “femeninas” y los estereotipos de género, raza y clase implícitos en la forma musical clásica. Igualmente provocadores son los ensayos del libro En Travesti (1995), sobre una lectura de algunas óperas desde la perspectiva de una Musicología practicada por académicas lesbianas. Paradigmático, entre tantos, es el ensayo de Judith Peraino en el que defiende que Dido y Aeneas de Henry Purcell es una ópera lesbiana. Esas lecturas, técnicamente competentes a pesar de su aparente desencaje en el interior de la disciplina musicológica, muestran la complejidad de los muchos intentos por recuperar para la Musicología, de un modo creativo, lo que estoy llamando crisis de la representación de las Humanidades en los años ochenta. Eso es básicamente una especie de telón de fondo que presento como introducción a este tema.
El primer punto en esa tentativa de rehacer el acercamiento etnomusicológico a esas tradiciones musicales afroamericanas es la localización del sujeto que analiza. Podemos estar observando los mismos procesos musicales, pero los vemos desde nuestros lugares respectivos y puede incluso suceder (como ha sugerido Costa en este congreso) que nosotros no veamos jamás el mismo objeto, porque cada uno de nosotros construimos el objeto a partir de nuestras miradas discursivas específicas. De ahí que el objeto que me propuse construir - la música afro-brasileña, o afro-americana - lo estoy construyendo desde el Brasil y puede ser que ustedes ni siquiera lo identifiquen como tal y puedan hasta reaccionar negativamente, al entrar en contacto con las tradiciones musicales del Nuevo Mundo, como si ese objeto no existiera. Llegaríamos así cerca de una especie de inconmensurabilidad metodológica.
Por todo ello, intento ofrecer un panorama más general, una lectura de esos procesos en una escala más amplia, como es el caso de las transformaciones de la música afro-americana. El primer punto a considerar sobre el momento de las tradiciones musicales afro-americanas es el hecho de que existe un movimiento de fetichización específico de esa música: la música afro entra en el mundo occidental ahora como un fetiche cultural. No sé cuánto tiempo puede durar, pero por el momento es lo que se ve y se oye. Se asocia un cierto clima afro a la espontaneidad, la corporalidad, la sensualidad, a una cierta idea de alegría, de cuerpo libre y placentero, y esto es un juego de miradas que van y vienen de Brasil o de Cuba para los países ricos de Europa y los Estados Unidos. Van y vienen del Nuevo Mundo para el mundo occidental que consume y exige que se le presenten de nuevo de ese mismo modo. Y esa mirada de afuera es revertida en el interior de la comunidad, que también se ve entonces a partir de ese punto de vista fetichista. Eso es lo que lleva entonces a que muchas de las tradiciones musicales que habían sido conservadas, mantenidas como un cristal (parecidas a las escuelas de música, el equivalente del Mozart y del Beethoven en el interior de esas comunidades), con su jerarquía propia, debe rehacerse a partir de esas nuevas miradas, de esas nuevas audiciones de dichas tradiciones. La recepción de esa música está teñida de presupuestos y expectativas de relaciones raciales y de género: el músico negro, la bailarina negra.
La exposición de Judith Cohen me ha hecho recordar el texto de Alan Lomax, crítico y aún actual, una especie de manifiesto llamado “Appeal for Cultural Equity”, escrito ya hace tres décadas y que ha estado un tanto olvidado últimamente. El texto de Lomax expresó muy bien la preocupación por las consecuencias de la desigualdad en el caso de las músicas de la periferia del mundo. Su manifiesto fue un esfuerzo de alguien localizado en el centro del imperio, como decía el propio Lomax, hablando de la necesidad de una ecuanimidad cultural. Es posible resignificar lo que es ecuanimidad desde la perspectiva de quien vive en otro punto del mundo, o, como pueden decir ustedes, en otro punto del Tercer Mundo, como es mi caso. Pero lo importante es que cada uno sea capaz de formular, desde su lugar, una idea de lo que sería la ecuanimidad de expresiones musicales en una escala amplia.
La cuestión de entender hoy en día las tradiciones musicales pasa no solamente por una discusión de formas y géneros, sino también por una cuestión de geopolítica estética. Estamos hablando de tradiciones que son trasladadas de una parte del mundo a otras a través de circuitos intensos de músicos, productores y mediadores. A ello se añade una política específica de identidades, que algunas veces es local, otras es regional, en muchos casos es nacional y en ciertos casos llega a atravesar fronteras internacionales a través de la música (como es el caso de la controvertida hipótesis de una música del Atlántico Negro, sugerida por Paul Gilroy en su libro The Black Atlantic ). Obviamente, hay cuestiones similares que se plantean en las artes plásticas, el cine, la literatura, el teatro, etc. Entonces, si existe esa política de identidades y se presenta con un papel tan poderoso, hasta el punto de solicitar productores y mediadores todo el tiempo, ello significa que también hay una dimensión, superpuesta a la dimensión estética, de geopolítica. Toda teoría, en el fondo, es también una posición política. Más aún, ya es difícil imaginar un campo unificado hoy día, tal como podíamos hacerlo cuarenta años atrás, cuando teníamos una definición antropológica de cultura menos confrontada por esas dimensiones de poder. En aquel entonces era más fácil tener el mismo acercamiento antropológico en Madrid, Londres y Brasilia. Ahora, cuarenta años después, ya no es tan fácil tener esa perspectiva unificada claramente, porque las posiciones de localización del sujeto se volvieron cruciales. No es que no se pueda, pero me parece que sería mejor explicitar cada una de las posiciones desde las que uno habla, para facilitar así el diálogo a partir de esos lugares.
Hay que construir a cada momento las relaciones entre los sujetos y no considerarlas como si todos estuviéramos hablando desde el mismo lugar. Soy consciente de que eso se complica especialmente porque los músicos (y la mayoría de los etnomusicólogos son también músicos en alguna medida) suelen absorber esa ideología del arte occidental post-iluminista afirmando para el mundo entero que la música (su música) es un lenguaje universal que habla por sí sola. Por supuesto que es posible defender esa posición, pero no olvidemos que hay una dimensión inconmensurable en la recepción musical.
El primer punto sobre la música afro-americana que quería comentar es que se trata de una música en la que hay todavía un intento muy fuerte por parte de las comunidades de mantener sus circuitos propios musicales (quizás no muy distinto de lo que ocurre en España, donde las diversas naciones se esfuerzan por promover y preservar sus tradiciones musicales de referencia); o sea, por mantener un control sobre su entrada en el mundo amplio. Ello es particularmente relevante en el caso de la música afroamericana porque es producida en el interior de naciones que fueron formadas bajo el régimen de la esclavitud y que existen desde hace poco más de dos siglos, es decir, no más de cinco generaciones de ex-esclavos, las cuales conservan sus tradiciones musicales, siempre en condiciones extremadamente difíciles. Y una transformación social profunda que haya roto con la formación colonialista y explotadora generada desde los días de la colonia esclavista, hasta ahora sólo la ha habido, entre todos los países que componen Afroamérica, en Cuba.
Resumiendo lo dicho hasta ahora, nuestros países todavía están viviendo, también en el terreno de la música, una realidad post-esclavista. Muchas comunidades se mantienen con sus tradiciones rituales, sean sincréticas con el catolicismo, o sean todavía derivadas exclusivamente de las tradiciones africanas. En otro ensayo he intentado comprender en qué medida la música popular brasileña surgió en contigüidad y como consecuencia de ese circuito oral tradicional post-esclavista (Carvalho 2000). Más tarde, se conectó con el circuito musical urbano comercial (como fue el caso de la samba en Rio de Janeiro) que surgió de formas del siglo diecinueve que eran también parcialmente sagradas; y después se secularizó al volverse una música popular comercial capaz de transmitir un elemento nuevo de identidad (a través de un proceso de negociación y cooptación estético-político con la clase blanca dominante), más allá de las comunidades tradicionales de donde surgió, pudiendo entonces hablar para la nación como un todo. Se trata de un proceso de grados o niveles expresivos, de salida del mundo comunitario de la tradición oral hacia circuitos urbanos abiertos, con otros tipos de mediación, tales como la radio y el disco y, más recientemente, la televisión. Y en este momento actual, como dije anteriormente, pasa a ser un fetiche: no solamente es valorada nacionalmente sino que juega también otro papel en un circuito internacional. La música de origen africano en América y el Caribe pasó en un siglo de ser totalmente rechazada, censurada, prohibida, ridiculizada y estigmatizada por la élite blanca, a ser consumida ávidamente hoy día como un producto capaz de transmitir goce y sentido de pertenencia a naciones y sociedades que se autodefinen como multiculturales.
Y acá el primer punto teórico importante es que se separa la cultura de la sociedad. Han surgido varios estudios etnomusicológicos en los cuales se habla de la música, de la cultura, de los músicos, pero no se habla de los dilemas de la sociedad. ¿Por qué? Porque nos interesa la música afro, pero no nos interesamos por la pobreza de los músicos afro-americanos. La situación de carencia y explotación sufrida por las comunidades que producen esa música no nos conmueve y el asunto no está en la pauta de los que estudian y/o consumen comercialmente esas tradiciones musicales. O sea, éste ya no es un problema para el capital, que no tiene preocupaciones éticas más allá de la obediencia a la lógica de la plusvalía. Para el capital, tanto la música como el músico, sus imágenes y sus reproducciones audiovisuales, son solamente mercancías y la mercancía no posee subjetividad. La mercancía no sufre: solamente se rompe, se agota o cae de precio. Una mercancía no es ni pobre ni rica, ni es enferma ni es sana, ni es auténtica ni es copiada. A menos que esas cualidades puedan ser capturadas también como una nueva mercancía que se relaciona con las mercancías ya establecidas ¯ por ejemplo, la música afroamericana o el músico afroamericano, resignificados en un momento y contexto dados para abrir nuevos frentes de seducción para el consumo.
Por otro lado, ése es un problema para los estudiosos: ¿de qué lado estamos nosotros, al observar la mediación de esa música expropiada para fuera? Sintetizo acá algunos ejemplos que discutí sobre la llamada world music. D esde los años ochenta, uno de los modos de expansión del imaginario de la música popular comercial occidental (sobre todo del mundo anglosajón, que es el más poderoso), fue establecer vínculos con las tradiciones africanas a través de estructuras empresariales de cooperación muy desiguales y específicas.
Un ejemplo que me gustaría presentar es el de la grabación que hizo Paul Simon con el grupo de percusión y danza Olodum, de Bahia, en la cual, de repente se cruzaron dos universos muy distintos de intereses estéticos, políticos, económicos e ideológicos. Busqué ver las consecuencias, para la tradición musical afro-brasileña de ese encuentro de Paul Simon con Olodum. Para recordar muy brevemente ese episodio, Paul Simon primero hizo Graceland , un disco en homenaje a la música de África del Sur, y que puede ser considerado un marco dentro de una cierta estructura geopolítica de lucha artística contra el apartheid . Algunos años después, fue a Bahia para rehacer ese mismo proyecto con la música afrobrasileña. ¿Por qué escogió Salvador? Porque en Bahia florecía un gran movimiento que había surgido también conectado al movimiento de África del Sur, de lucha por la autoestima de los negros. Bahia, desde el punto de vista de la cultura afro, es el estado más poderoso y con la mayor población afro en el Brasil, pero también es uno de los estados más miserables, con una de las peores condiciones de vida de las comunidades de origen africano. Olodum era uno de esos grupos musicales de acción comunitaria de Salvador, cuyo imaginario está muy relacionado con Jamaica, con los negros norteamericanos, con Nelson Mandela y su lucha antiapartheid, como inspiradores de la lucha antirracista específica de Brasil.
Tanto el repertorio percusivo como el de las letras de Olodum estaban construidos dentro del imaginario de una música de resistencia. De ahí que ese movimiento musical no estuviera necesariamente, en aquel momento, fetichizado como una música popular transnacional o de interés puramente de entretenimiento. Tenía una base en la comunidad afrobahiana, era un portavoz de la resistencia negra local - creativa, por supuesto, experimental hasta cierto punto, pero vinculada al afoxé , que es una de las raíces sagradas de la música africana en Salvador. Con esa base ritual, Olodum podía hablar en un idioma político construido para la hegemonía en el espacio público.
Cuando Paul Simon hizo el convenio que le posibilitó incluir la música de Olodun en su disco Rhythm of the Saints , lo que hizo fue despolitizar la escena política del Olodum en Salvador. De varios modos (doy apenas un resumen de un tema muy complejo) y en varios planos, alteró la escena económica y también la escena estética de ese movimiento político-musical. Primero, la música de Olodum entró en el disco de Paul Simon como un cristal autónomo, al cual él recurrió en cierto momento y lo utilizo en un cierto punto de su arreglo: de hecho, una citación de un bloque percusivo sin mezclas con las demás partes de canción. Algo que, si hubiera querido, solamente con un botón podría haberlo eliminado de la grabación, porque entró en una de las cuarenta o sesenta pistas que pueden usarse en una grabación. Eso ya indica algo: Simon escuchó Olodun y lo incorporó como un bloque. O sea, hay una estética que es propia de la música del cantautor (que es el origen musical de Simon) y en un cierto momento él añade a esa estética establecida un bloque afro que está ahí, que aparece entonces exactamente como un fetiche, como un emblema, como un icono que expresa el tipo de conexión que Paul Simon y su público desean mantener con la música de origen africano. Pero en ese acuerdo que alcanzó con Olodum, Simon le devolvió la mirada eurocéntrica colonialista. Olodum pasó a verse a sí mismo de otro modo, después de que el poderoso super star blanco norteamericano va y hace ese acuerdo con ellos. Hasta aquel momento, los músicos de Olodun básicamente luchaban para mejorar el auto-estima del negro brasileño, pero en esa relación con Paul Simon ellos de nuevo se pusieron en una posición subalterna frente a un músico blanco. Simon les quitó el protagonismo simbólico y la trayectoria de Olodum será muy distinta a partir de ahí, a consecuencia de esa nueva pérdida de protagonismo. ¿Por qué? Porque otros productores querían ahora proyectar giras internacionales con la música de Olodun. Pero cada vez más, las giras van obligando a que la presentación sea una presentación digerible por un público que ya no está luchando por las comunidades negras; ellos quieren solamente una música de entretenimiento. Entonces, cuando van a Alemania, Francia y demás países occidentales, se transforma el sentido estético de esa música. Ello se puede ver también en las grabaciones. Las letras se van volviendo menos políticas y más románticas, de placer común: vamos a bailar y a ser felices, etc. Asimismo crece el fetiche de la corporalidad. Su mensaje pasa a ser una invitación mucho más para turistas y ello se puede ver en el momento en que su música dejó de ampliarse en el campo de la experimentación estética.
Creo que es posible psicoanalizar muchas veces ciertas tradiciones musicales, por lo menos en un sentido metafórico, y señalar en ellas el equivalente sonoro del chiste ( Witz ) freudiano. Muchas veces, cuando ocurren esos cambios políticos e ideológicos tan fuertes, algo del signo musical también cambia y es posible quizás detectarlo o quizás confirmar una hipótesis que uno ya tenía -es el propio sistema musical el que denuncia que está cambiando. Hay una letra de Olodum, de tono irónico, tres discos después del de Paul Simon, que dice: “Olodum tá hip/Olodum tá rock/ Olodum tá reggae/ Olodum tá hop/ Olodun pirou de vez...” Traducido: "Olodum está hip, está rock, está reggae, está pop, Olodum enloqueció de una vez por todas!". Puede parecer un chiste pero describe bien lo que pasó: el grupo musical perdió el rumbo, ya no sabía si era de resistencia afro o si era mero pop comercial. Cualquiera de los compositores de Olodum pudo haber compuesto esta frase, pero la veo reveladora como si fuera el famoso lapso freudiano que cambia una palabra por otra y revela los procesos profundos de cambios negados por la conciencia en su intento de controlar la auto-imagen ante el público. La marcha acrobática también, el propio ritmo afro-reggae aparecerá ahora más congelado. La corporalidad de los tamboreros y bailarines, antes asociada a una música medio guerrera, tenía la forma de una marcha de protesta, inspirada en las luchas de Nelson Mandela, Bob Marley, con el espíritu del reggae, o del rap, básicamente de resistencia. De repente, la gestualidad de los brazos que tocan el tambor aumenta demasiado, la sonrisa es menos desafiadora y Olodum empieza a asumir un aspecto de producción cultural ya no exclusivamente dedicada a la protesta anti-racista sino destinada también al entretenimiento de los turistas que invaden el centro histórico de Bahia.
Creo no estar hablando de una caricatura, pienso que se pueden ver esas transformaciones en muchos géneros musicales. Es algo parecido al efecto producido por John Lennon cuando dijo “The dream is over”. El día en que pronunció esa frase para un periodista, Lennon decretó el final de la ideología de protesta del rock'n'roll. John Lennon estaba diciendo implícitamente con esa frase: el sueño de esa música revolucionaria que podría cambiar las estructuras se acabó, porque ahora soy un multimillonario que vive en el super exclusivo edificio Dakota.
Así, en las transformaciones musicales se puede ver la geopolítica, se pueden ver transformaciones estéticas que reflejan relaciones entre grupos étnicos, sectores del circuito del capital, nacionalidades, posiciones sociales, políticas, raciales, de género. Después de Paul Simon hubo una avalancha de expropiaciones travestidas de diálogos norte/sur en la música afro. Surgieron grandes circuitos: Peter Gabriel hizo con Youssou N'Dour algo parecido a lo que hizo Paul Simon: lo trajo para los grandes shows “globales”. Lo mismo sucedió con Totó la Moposina, que el mismo Peter Gabriel llevó desde Colombia a un festival de world music en Toronto. Luego, Toto grabó en Londres y se proyectó a través del sello de Gabriel. Después hubo colaboración de Sting con Raoni, el indio brasileño. Ustedes posiblemente supieron de ello por los medios de comunicación. Después Sting va al Xingu, al Amazonas brasileño, también se pinta como los indios y proyecta esas imágenes para el mundo entero. En un cierto momento esas trayectorias tenían sentido mediático, en un otro momento ya no, porque la carrera, la producción y la voracidad que ese mundo de la música popular exige de los productores del gran circuito, los forzó a que se separaran. Sting regresó a su otra estructura del mega circuito mediático y el interés por salvar la Amazonía se volvió obsoleto dentro de otros proyectos. En cuanto a Raoni, el indio, volvió para la floresta del Xingu y ahora ya no quiere saber más de los músicos blancos.
Hay, entonces, como huellas que han quedado, como rastros que en un cierto momento confluyen y después sus trayectorias se separan otra vez. Y, en verdad, hablando de los últimos veinte años, esos grandes circuitos no desafiaron la estructura racista, colonialista, eurocéntrica (permítanme usar esas palabras, porque son las apropiadas) que ya existía antes. Es una continuidad de una vieja estructura de subalternidad. Y así se ha ido creando un poderoso proceso de mitificación por parte de esa industria musical que ahora se ha globalizado. ¿Y por qué mencioné esos casos? Porque creo que la escala de la producción y difusión de los fenómenos musicales es por sí misma una clave: la escala es algo problemático porque es tan grande que su propia desmesura la vuelve irresponsable, no hay ningún compromiso, ninguna promesa de continuidad cuando se trata de una escala de producción de bienes mediáticos de consumo tan grande, con tanto dinero puesto en esa producción de discos, shows , videos, películas, entrevistas, etc.
Doy otros ejemplos más de eso que llamo la canibalización musical. Cuando interesa a la trayectoria de un determinado compositor o de un grupo "exotizar" su música, siempre pueden buscar canibalizar algo pero después su trayectoria sigue por su propia cuenta. Esta es una vieja discusión que ya se presentaba entre apocalípticos e integrados frente a la cultura de masa, originalmente formulada por Umberto Eco. Cuando la música, tradicional o sagrada, pasa a la música popular o pasa a servir a intereses propios del campo de la música popular (tales como el interés del turismo, el entretenimiento, el consumo ampliado) hay en esas negociaciones un cierto momento, en todos los casos que conozco, en que la comunidad pierde la noción de la naturaleza de las consecuencias estéticas, ideológicas o políticas de esas negociaciones. La comunidad entra en un universo para el cual ya no está totalmente preparada y ya no puede saber qué está pasando exactamente. Veamos el primer ejemplo.
Milton Nascimento, uno de nuestros principales cantantes populares, es un negro del estado de Minas Gerais que después de dos décadas de gran fama en el Brasil pasa a formar parte de un circuito internacional de músicos populares, siguiendo la línea de la world music . Comienza a circular entonces entre músicos denominados "transnacionales" y en un cierto momento vuelve a verse a sí mismo, a partir de una política de identidad musical norteamericana o británica, como un negro de Minas. Luego recuerda que en Minas existe el Congado, que es la tradición ritual negra católica, musicalmente muy rica. Entonces lanza un disco titulado Los Tambores de Minas en el cual se viste de rey de Congo (cosa que el aparentemente no es) y canta unas canciones sagradas de Congado, en portugués. Ahora los músicos de los Congados están muy sorprendidos y aturdidos, hasta perturbados con lo que pasa, porque sus canciones tienen un sentido esotérico, secreto, pero las cantan en portugués. Por doscientos años su repertorio, que es muy bonito, de canciones maravillosas, pertenecía solamente a ellos, y nunca interesó a los productores y consumidores de la música popular escuchar la música del Congado (también por el propio racismo constitutivo del Brasil). Cuando, para atender a una necesidad de canibalización de la música contemporánea, Milton Nascimento pone una canción del Congado en su disco, muchos otros músicos, menos famosos, pasan a imitar su gesto y también quieren apropiarse de esas canciones para vender discos.
Hoy día se está convirtiendo en una especie de nueva moda introducir trozos de música sagrada en la música popular, pero el efecto en la comunidad es muy grande porque es una música que tiene otro significado allí, y ello divide a la comunidad. La comunidad se divide porque muchos músicos jóvenes creen necesario expandir los horizontes de difusión de su música mientras otros están alarmados porque no pueden negociar su entrada en ese mundo más complejo. Hay una especie de pérdida de significado, una pérdida de horizonte y del propio valor estético. El poder estético de la música cae en muchos sentidos, porque la música es un fetiche tanto interno como también externo. Uno de los grandes mensajes de la conferencia de Bruno Nettl fue recordar esos dos lados del fetiche. Yo voy a dar el ejemplo de cómo es un fetiche interno, para comparar quizás la música de Mozart y Beethoven en tanto que expresiones de una geopolítica, con la música del Congado. El esfuerzo del conservatorio por mantener esa tradición es, por ejemplo, conservar la cosmovisión cristiana. Las comunidades también intentan hacer lo mismo con sus tradiciones musicales, pero con menos recursos: ambas son, también, modos o intentos de reserva de mercado.
Doy ahora un ejemplo que une música clásica europea y música popular afroamericana, comparando el presupuesto para la música de las municipalidades de Buenos Aires y São Paulo, ambas ciudades con diez millones de habitantes. Las dos ciudades gastan aproximadamente el mismo montante de cien millones de dólares por año para los proyectos musicales municipales. Sin embargo, me han informado de que la alcaldía de Buenos Aires reserva sesenta millones de dólares exclusivamente para la temporada lírica del Teatro Colón y cuarenta millones para todo lo demás. Por otro lado, São Paulo invierte la mayor parte de ese dinero en música popular. Eso muestra que la reserva del mercado de la música es parte de la estética musical, o sea, los conservatorios ponen millones y millones de dólares para que ese cristal que es la música clásica europea no se disuelva. Podemos concluir entonces que ese tampoco es el campo del mercado libre. La continuidad de la música clásica es algo que trasciende a la comunidad de músicos y funciona, de hecho, como una razón de estado. Así Argentina lucha desesperadamente, con esa reserva de mercado musical, para seguir siendo uno de los cinco puntos principales de la ópera del mundo. Y permanecer en su estructura de prestigio significa no caer fuera de ese circuito, con un costo altísimo para las demás tradiciones musicales argentinas. Yo creo que ese caso puede ilustrar lo que dije antes sobre la influencia del factor escala de producción musical. Y cada vez es mayor esa lucha, porque Milán, París, New York, Australia pueden poner más dinero. Y ¿cómo hará Argentina para equipararse en presupuesto con esos países riquísimos? Porque la ópera es tanto un fetiche externo como interno.
Recordar las presiones sobre las tradiciones musicales puede ser desagradable ya que implica restar a la música algo de lo sublime pero me parece importante mencionarlo, porque uno piensa que es un juego libre. Los colegas optimistas que creen que el vaso de agua está medio lleno, todavía, dicen, ”Pero, todavía hay negociaciones, para allá y para acá, se gana y se pierde, etc.” Sí, pero quizás sea como el juego de España y Corea del Sur en el pasado mundial: se supone que puede ganar cualquiera pero si se anulan los goles españoles, mejor. Ésta es un poco la situación de la lírica en un país periférico: se ponen millones de dólares para mantenerla. Supuestamente cada uno puede ir cuando quiera a la ópera, pero si se pueden poner sesenta millones de dólares, mejor. Esa es una estructura política y financiera montada para permitir que una determinada estética musical permanezca viva.
Podemos ahora sacar ahora algunas conclusiones más generales a partir de esos ejemplos. En algunos casos, las hibridizaciones resultantes de las negociaciones han permitido una nueva línea entera de producción y de un quehacer musical que se independiza de las estructuras anteriores. El caso del rap y quizás del reggae es uno de los más fuertes, pero justamente son aquellos que, debido a la radicalidad de su política de identidades, han interesado menos al circuito comercial hasta ahora. Así las comunidades pueden ser más poderosas, pueden tener más espacio para negociaciar las hibridizaciones de los géneros, ganar con ello y seguir siendo autónomas en el ejercicio de su propia imaginación musical. Creo que cuanto más grande es la presión del fetichismo de la world music , las comunidades se hallan ante una situación más compleja. Porque van a crecer las presiones sobre ellas: los productores, los mediadores, los circuitos internacionales, la publicidad, el turismo... Es muy complejo manejar todo eso de un modo que permita preservar el misterio, el carácter del fetichismo interno de su música, y que su música no se desacralice de todo.
Termino con un interrogante, pensando en todos esos casos como si fueran predicamentos, entre la necesidad de la negociación y la imposición de hibridizaciones. Y aquí llegamos quizás al último punto: si hay negociaciones para que la música tradicional entre en un mundo más amplio, con sus circuitos de consumo y el turismo internacional, es porque hay un reino de lo innegociable. Si se negocia, es porque hay algo que no se va a negociar, que es lo sagrado interno. Y una gran parte de la música producida por las comunidades de origen africano está ligada a tradiciones sagradas internas.
Propongo reflexionar, para concluir, sobre tres tareas asumidas por el etnomusicólogo a lo largo del desarrollo de la disciplina en el interior de la academia. Una primera misión, de grandes proporciones, fue registrar el objeto musical, el producto de las tradiciones musicales de todo el mundo. En la primera fase de la etnomusicología se defendió la idea de que aumentar el interés, la curiosidad, el respeto y el amor por la tradiciones musicales, implicaba rescatar la música, registrar el objeto musical. En aquel contexto, la tarea del etnomusicólogo (por lo general, un occidental) fue básicamente la de grabar repertorios musicales por todo el mundo y con ellos formar archivos de música de tradición oral, nacionales e internacionales. En un segundo momento, que podría haber empezado con personas como Alan Lomax en los años 50, la misión de uno sería volverse portavoz de la comunidad de músicos en su diálogo con el mundo del etnomusicólogo, que ciertamente siempre fue un mundo mucho más poderoso. Un poco equivalente al segundo momento sería la misión definida por Franz Boas para la antropología: decir la verdad al poder. Como soy etnomusicólogo puedo situarme en una posición de mediador: estoy más cerca de la comunidad y hablo para el poder para que el poder pueda ejercer la ecuanimidad de que hablaba Lomax en la relación con esa comunidad. Pero ese papel de mediador llevó a muchos investigadores a mediar la plusvalía del capital. ¿Por qué? Porque no habíamos introducido demasiado la dimensión del poder como un elemento constitutivo del análisis cultural. Así una gran parte de esa condición de portavoz era ser portavoz también del capital. Porque la academia también lo fue, en gran medida, pero no quiso tocar mucho ese tema. Y eso es un verdadero terremoto ahora porque el capital nunca ha sido tan voraz, nunca fue tan extraordinariamente poderoso, irrespetuoso en relación a los países y a las leyes internacionales, a los organismos que deberían proteger el patrimonio cultural de la humanidad como la UNESCO, entre otros.
En el momento presente sabemos que es muy difícil cumplir bien esa misión por varias razones: primero, el capital es muy autónomo y su voracidad muy alta. Segundo, la necesidad de entretenimiento, de fetichización, en todas las áreas, es gigantesca. Tercero, porque hay una especie de tedio constitutivo en los consumidores de los países ricos, los cuales necesitan en cada momento canibalizar tradiciones culturales de cualquier parte del mundo para mantener una sensación de vitalidad en su cotidiano desacralizado por el orden del capital. Esa realidad puede cambiar en cinco años o en diez años pero las consecuencias, mientras no cambie, pueden ser desastrosas, porque la auto-imagen de muchas comunidades se puede deshacer frente a esa canibalización tan voraz e intensa. Entonces en ese momento, en los casos donde el etnomusicólogo estudia, donde tiene acceso y una comprensión más completa de todo ese panorama, quizás él deba funcionar ya no solamente como el que registra el objeto, ni siquiera solamente como el mediador, el portavoz. El etnomusicólogo debe actuar también como una especie de escudo, como una barrera más de protección contra esa explotación irresponsable, sin sentido, que resulta de ese fetiche intenso en que se ha transformado la música de origen africano en el mercado internacional de la música popular.
Bibliografia