Abstract
The author shows how the marginalization of studies in contemporary popular music by traditional musicology is a consequence of a distinction which underlies modern, Western thought. According to the latter,some discourses are "true", historic, public, and others are imaginary,subjective, private. This distinction creates the aesthetic space,which deals with the artistic, with the products of fantasy, with the subjective and the private, and without any responsibility regarding the real and public. The separation between cultural and political-economical spheres is not a natural theoretical choice butrather an act of complicity which leaves the traditional musical domain in a pure, uncontaminated limbo. This separation avoids any historical analysis. It also avoids questions about its historical role in the constant construction and reconstruction of hegemonies and social identities. Because it cannot be considered as being a part of this limbo, contemporary popular music helps to lead this process into a crisis
El trabajo que proponemos trata de explicar en qué medida la marginación que ha sufrido el estudio de la llamada música popular contemporánea por parte de la musicología tradicional es consecuencia de una distinción que se encuentra en la base del pensamiento moderno occidental. Según éste, algunos discursos son "verdaderos", históricos, públicos y otros son imaginarios, subjetivos, privados. Así se crea el espacio de la estética: se ocupa de lo artístico, del producto de la fantasía, es decir, de lo subjetivo y de lo privado, sin ninguna responsabilidad respecto a lo que se refiere a lo real y público.
Se trata, pues, de una separación de las esferas culturales, políticas y económicas que poco tiene de elección teórica natural sino que, más bien, se trata de un acto de complicidad que deja el ámbito musical tradicional en un limbo de pureza o de incontaminación absoluta que evita, de hecho, su análisis histórico. Que evita preguntarse por su papel, histórico, en la construcción y reconstrucción constantes de las hegemonías y de las identidades sociales. La música popular contemporánea, al no poder ser considerada como parte de este "limbo cultural", ayuda a poner en crisis este proceso.
Nuestro propósito con este texto es el de delimitar y de intentar dar una explicación a cierto abandono al cual ha estado sometida la música popular contemporánea (las llamadas "músicas rock") cuando se ha tratado de acercarse a ella desde un punto de vista teórico y reflexivo, sobre todo desde una óptica musicológica, y ver, a fin de cuentas, si existen otras vías de entrada, como pueden ser la semiótica o la teoría del discurso, que puedan ofrecer otra manera de "hacer significar" este tipo de música.
A parte de las dificultades de otorgarle un nombre adecuado a este "objeto" de estudio &endash;tanto si la llamamos música popular contemporánea como si le decimos músicas rock, la delimitación del espacio no queda del todo bien configurado, si tenemos en cuenta su mobilidad constante&endash;, existe otra complicación que conviene tener en cuenta, ya que se trata de una problemática que tiene otras muchas implicaciones que van más allá de una simple delimitación de ámbitos de conocimiento. Porque, si bien lo pensamos, es bastante habitual, en buena parte de las reflexiones sobre la música popular contemporánea, sobre las músicas rock, referirse al hecho de que éstas permanecen aún como una especie de pariente pobre de la teoría cultural, hasta llegar al punto, incluso, de que en la mayor parte de los casos se ha hablado de ella de refilón desde otras disciplinas.
Si nos referimos al ámbito académico, no hay ninguna duda que la música popular contemporánea ha sido dejada de lado. Mientras, por poner un ejempo, ya se han introducido de manera más o menos generalizada en diversos planes de estudio &endash;pienso en la licenciatura de «Comunicación Audiovisual»&endash; diversas asignaturas dedicadas al análisis y a la teorización de la televisión, de la radio o del cine, toda aquella reflexión que pueda afectar a la música ha sido despreciada sistemáticamente.
Las causas son bien diversas, aunque hay un par que me parecen fundamentales. Por una parte la música no es vista como si de una práctica "nueva" se tratara, a pesar de la innovación tecnológica que la ha sacudido, como sí son vistos el cine y la televisión: la música ha existido como tal "desde siempre". Los cambios formales, de difusión, de función, de recepción, de circulación, no son percibidos como si de un cambio de "objeto" se tratara, no han modificado en ningún caso su "esencia" musical. Siempre, pues, se trata de música. Y esta disciplina ya tiene un espacio reservado para su estudio y análisis: el conservatorio. Y unos especialistas: los musicólogos.
Por otra, si nos referimos específicamente a la música popular contemporánea, nos encontramos con una especie de indiferencia que tiene mucho que ver, creo, con una falta de "estatuto", de "prestigio". Estas segunda causa se encuentra inevitablemente vinculada y delimitada por la primera: la idea de estudiar y teorizar las culturas del rock se encuentra muy lejos de alcanzar las mínimas pretensiones de "seriedad" y de "rigurosidad" que toda actividad académica debe procurar. Para quienes deberían dedicarse a estudiarla, se trata de una música que aporta bien poco al "progreso" musical. No hace falta, por lo tanto, tomársela seriamente.
Además, tampoco hay que olvidar el hecho que la música popular contemporánea puede plantear algún que otro problema a quien tiene como principal objetivo deteminar su significado, sobre todo si tenemos presente que las herramientas metodológicas y la ideología dominante en la musicología tradicional resultan del todo inadecuadas y poco eficaces a la hora de realizar análisis críticos. La música popular contemporánea és una clase de música que no puede ser reducida con facilidad a una descripción estructural, como sí lo es la llamada música "clásica"; necesita para que su dinámica pueda ser más o menos comprensible tener en cuenta que se trata de una práctica social. Tampoco esto debe significar que un estudio de la música tenga que reducirse a este aspecto, sin embargo.
La explicación de todo ello, según mi opinión, es que hasta ahora aún no ha existido una reflexión teórica sobre la relación entre las formas del imaginario social y la producción, la recepción y la estructura de la música popular contemporánea. Esta ausencia existe por una parte porque los musicólogos no han tenido ni la voluntad ni la capacidad de abordar las estructuras musicales más allá de ellas mismas, ni tampoco han tenido la voluntad de enfrentarse a los problemas de comprensión de este tipo de música, que necesita de manera evidente que sea considerada tanto a nivel simbólico como a nivel social.
Hacen falta modelos que no sólo puedan describir esquemas estructurales internos de la música popular contemporánea &endash;¡ojalá la musicología hubiese dado este paso!&endash; sino que también puedan explicar el "sentido" y el "significado" de los fenómenos pertenecientes al más vasto conjunto de la realidad cultural o de sus interpretaciones.
Estudiar las estructuras musicales es el área de competencia tradicional del musicólogo; estudiar la sociedad es la del sociólogo. No obstante, ha sido la sociología y no la musicología la primera en tener en consideración la música en la sociedad de masas como objeto de estudio digno de atención.
Los esquemas del gusto musical, del consumo, de la recepción, las estructuras de las instituciones y de los organismos musicales han sido descritos, subrayando así, a menudo, su papel central y la ubicuidad de la música popular en la vida cotidiana de la sociedad industrializada, mucho antes que los musicólogos se dignaran a "bajar" a los territorios de la realidad cultural de la gente que los rodea. Aun así, a pesar de que el musicólogo pueda hacer suyas una considerable cantidad de investigaciones sociológicas para dar una perspectiva interdisciplinaria a su hipotético análisis de las estructuras de la música popular contemporánea, parece obvio que tampoco no se puede basar en la sociología para responder a preguntas que hacen referencia a las propias estructuras musicales, igual que tampoco se puede esperar que los sociólogos hagan suyas todas las investigaciones musicológicas.
Creo, por tanto, que una teoría del discurso puede ayudar a explicar qué ha significado la alteración de los hábitos de comunicación y de recepción; la crisis de los cánones estéticos tradicionales y de la noción misma de arte. Para poner un ejemplo, el propio concepto de "autor", de "compositor", por este motivo, se ha visto profundamente marcado por su relación con la sociedad y con el uso que hace de sus productos. Si en épocas anteriores había existido un tipo de relación directa entre autor y público desde un punto de vista funcional y/o ideológico, en la sociedad de los medios masivos de comunicación esta relación ha sido sustituída por un complejo aparato gobernado por mecanismos autónomos y dotado de sus propias reglas; siendo, sin embargo, este mismo mecanismo portador de unos valores culturales hegemónicos bien concretos que podríamos definir generalmente como reaccionarios, pero que permite que se produzcan en su interior múltiples grietas y contradicciones, brechas a cuyo través es posible descubrir proyecciones críticas.
Pienso que se hace necesario realizar un examen atento a la relación música-sociedad desde un punto de vista semiótico-lingüístico-social, desde el convencimiento que ninguno de los elementos discursivos pueden ser comprendido si no se tienen en cuenta su dimensión social.
Incluso desde la propia musicología, Klaus Blaukopf ya advirtió esta imposibilidad de disociar lo musical de lo social: «se puede demostrar que Sancta Santorum de la música, que plasma e influencia a los materiales, que concurre a la construcción del sistema tonal, determina la modalidad técnica de su utilización, formas y conceptos de consonancia y disonancia [...] La separación ideal de la historia del estilo de la historia universal de la música deja incomprensibles las transformaciones estilísticas, la historia del concepto de armonía se convierte en un enigma si se hace abstracción de lo que es el uso concreto de los sonidos, y la mutación del juicio estético permanece sin explicación si no se consideran los factores políticos, sociales y económicos» (Citado por Lamanna, 1980: 12).
También en la música, pues, sería aplicable aquella máxima de Marx según la cual no es la conciencia del hombre la que determina su ser, sino que, por el contrario, es su ser social el que determina a la conciencia. O la translación que realiza Voloshinov, quien afirma que la conciencia individual es un hecho ideológico y social, ya que ésta se construye y se realiza mediante el material sígnico (Voloshinov, 1992).
No es suficiente, sin embargo, establecer un paralelismo entre "civilización" y "música": incluso en los casos en que la relación de la realidad estética con la realidad económico-social y política no se puede demostrar de una manera concreta se sustituye la explicación científica por la interpretación, en el sentido de la estética idealista y burguesa. Individualizar los factores sociales de la génesis y de la afirmación histórica de los diversos sistemas musicales quiere decir, además, ofrecer una contribución a la crítica de aquella forma de fetichismo de los materiales que tiene origen en una pretendida naturalidad o universalidad. Quiere decir tratar de explicar muchas de las evoluciones y de las crisis del "lenguaje" musical en relación con sus consumidores que demasiado a menudo han evitado los musicólogos. Ciertamente, un proyecto así de ambicioso, como escribe el sociólogo y crítico musical Antonio Serravezza: «[...] abarca intereses de tipo etnomusicológico, psicológico, político, semiológico, historiográfico, no tratándose de orientaciones típicas de la crítica militante; y abarca la heterogénea variedad de los temas relacionados con la música y la vida musical: géneros, formas, estilos, autores, producciones particulares, épocas históricas, culturas diversas, procedimientos y elementos técnicos, materiales, condiciones sociales de compositores, intérpretes y público, modelos de comunicación musical y relativas instituciones, funciones de la música, carácter ideológico y político de las obras, aspectos económicos de la actividad musical, etc.» (Serravezza, 1980: 3).
Una vez hemos llegado a este punto, conocedores de la dificultad de todo ello, parece legítimo preguntarse si el problema de la música puede ofrecer una contribució directa o indirecta a los procesos de transformación políticos o sociales, o qué significado podría tener frente a estos. Si vale la pena lanzarse a su estudio. Para Jacques Attali no hay ningún género de dudas: «Escuchar, memorizar, es poder interpretar y dominar la historia, manipular la cultura de un pueblo, canalizar su violencia y su esperanza. ¿Quién no presiente que hoy el proceso, llevado a su extremo límite, está a punto de hacer del Estado moderno una gigantesca fuente única de emisión de ruido, al mismo tiempo que un centro de escucha general? ¿Escucha de qué? ¿Para hacer callar a quién?» (Attali, 1995: 16-17).
Pienso, ciertamente, a la luz de lo que se ha venido indicando, que se hace necesario el estudio de la producción, del control, de la difusión y de la recepción de la música popular contemporánea como un lugar que nos puede conducir a realizar valoraciones críticas sobre nuestro entorno, sobre los mecanismos de control social que a través de la música se vehiculan: sobre los atributos del poder.
Esta indiferencia de la que vengo hablando sobre el estudio de la música popular contemporánea nos sitúa frente a una problemática que va mucho más allá de una simple cuestión de contingencias académicas o de modas pasajeras. Porque, en definitiva, de lo que estamos discutiendo es de la consideración del significado y del sentido "en" la música. Así, las posiciones tradicionalistas tienden a acentuar el aspecto personal y creativo en la música, aspectos consideredos como aislados y separados del proceso social. Esta orientación se puede leer en las siguientes palabras de Keith Swanwick: «La música tiene un "significado" que puede ser influido por un conjunto de aspectos sociales pero, en un nivel mucho más profundo, opera a través de las caracterísitcas biológicas y psicológicas de los seres humanos» (Swanwick, 1979: 113).
Aquellas otras concepciones de la música que quieren ser críticas, contrariamente, plantean que la creatividad personal es un aspecto central y esencial del proceso social &endash;así, siguendo los argumentos de Valentin Voloshinov en su libro El marxismo y la filosofía del lenguaje, es posible desmantelar esta oposición interior/exterior que planea en las concepciones más tradicionales de la música y del arte, la de Swanwick es un buen ejemplo&endash;, consideran que las identidades y las realidades personales en ningún caso pueden concebirse fuera de los procesos de construcción social.
Esta diferencia de planteamiento también comporta una diferente óptica a la hora de valorar como la música puede ser pensada en tanto dotada de sentido y de significado. Para los musicólogos tradicionales y para la estética musical la cosa es bien sencilla: si el sentido y el significado de la música se encuentran separados y desvinculados de manera significativa del proceso social, al ser productos de una experiencia interna y personal, esto significa que cada significado social atribuible a la música dependerá de una referencia externa al mundo social. Es decir, que tratándose la música de un fenómeno esencialmente dinámico y abstracto, el sentido y el significado que puedan llegar a producir reside básicamente en el modelo utilizado, en la forma, en la estructura mucha más que no en la concretización de un mundo material reificado.
Este estado de la cuestión puede servir para explicar tanto la exclusión por parte de los estudiosos "serios" de la música "seria" &endash;estamos pensando en los conservatorios, básicamente&endash; de una reflexión teórica sobre la música popular contemporánea, como el hecho que muchas veces esta reflexión se haya realizado de una forma marcadamente tangencial y marginalizada. Porque, y es ésta una idea que me gustaría que quedara clara, la musicología tradicional se encuentra con verdaderos problemas cuando quiere discutir sobre cualquier tipo de significado que tenga una dimensión fundamentalmente social o cultural a partir de la música. Nunca podrá dar cuenta, por ejemplo, de la fascinación y del placer que puede producir la música repetitiva, si le cuesta entender que la música puede tener de alguna manera un significado radicado en un mundo social que se supone exclusivamente "material" o "ideologizado" (Middleton, 1986). Se trata de una tendencia que entiende la música como si se tratara de un campo del todo separado e independiente, ya sea de otras formas culturales, ya sea de la comunicación cotidiana en general.
Muchos músicos y musicólogos se vanaglorian de las "cualidades únicas" de su "forma artística", como si estas cualidades fuesen &endash;en el fondo&endash; inescrutables e inviolables frente a cualquiera que deseara estudiarlas desde un punto de vista crítico. Como si hacer un análisis de la música en tanto artefacto textual significara destruir su "misterio", matar el "placer", estético o somático, que pueda producir. Se desprendre de todo ello, como parece obvio, que estas cualidades "intocables" tienen su expresión fundamental en la música "clásica" o "seria". Se piensa que la "buena" música, en otras palabras, es intrínsecamente asocial a la hora de significar.
No debería sorprendernos demasiado, por lo tanto, si cualquier intento de incluir la música popular contemporánea en el punto de mira de una perspectiva teórica es sentido como una amenazada. Porque, para estudiarla, se necesita, de manera inevitable, poner sobre la mesa una serie de criterios culturales, relativos por lo tanto, para poder hacer una valoración crítica.
Estos criterios relativos no deben entenderse como una simple giro del gusto que se tiene que utilizar a la hora de juzgar una obra musical, sino que permiten subrayar el hecho que no tiene sentido olvidar que el estatuto de la música también es histórico, que su carácter "social" tiene mucho que ver con el intercambio comunicativo que posibilita, con la experiencia que se tiene de la música. Queda comprometida, pues, con esta visión la legimitación de la música "clásica" o "seria" como aquella música que más se acerca a la condición de "música" por definición.
Qualquier reflexión teórica sobre la música popular contemporánea que no sólo quiere poner luz en el presente sino que, además, también pretende desmontar la supuesta solidez de la concepción de la música "clásica" como la expresión más natural, más perfecta de la "musicalidad", se convierte en un desafío a sus estructuras epistemológicas básicas. Estas visiones parciales, localizadas cultural, social y temporalmente, dejan bien claro cual es el motivo y la razón de los contínuos intentos de desvalorizar a la música popular contemporánea desde la musicología: por su obvia función social, como si de un proceso político de control social y de conocimiento se tratara.
Mi visión de las cosas es totalmente contraria a este planteamiento, esto es, considero que la musicalidad de la música no es una cualidad intrínsica de un texto sino una cualidad que es resultado de las operaciones cognitivas del proceso de recepción, de lectura, de interpretación. En esta estricta conexión entre el texto musical y su experiencia, en su conversión en lugar donde el sujeto se reconoce y busca las claves a cuyo través su deseo va a ser movilizado, los códigos y las estructuras se han quedado relegadas en el camino que busca una profundidad crítica diferente.
La construcción de sentido en la música, y en especial de la música popular contemporánea, no es un problema de estructuras, de signos y de su significado, sino que se desprende de su movilización en los textos, de la entrada del problema del sujeto. Y, a partir de aquí, la noción del texto musical tiene mucho que ver con un tipo de investigación diferente en el lenguaje. No le interesa su carácter utilitario, sino mostrarse como un lugar donde los lenguajes se movilizan y se trabajan, más cercano, por lo tanto, a la parole que a la langue (en la famosa distinción lingüística de Saussure).
En lugar de un sistema preconcebido en que convergen las interpretaciones, el texto es un espacio que se abre a la experiencia de su actualización, a su conexión con otros textos (el intertexto), al reconocimiento de los discursos que, guiando por su interior el deseo de un sujeto que trata de reconocerse, funda el proceso de enunciación. En definitiva, no se trata de un problema de significado de estas músicas, de estas canciones, sino del sentido que construyen.
Esta reflexión nos hace recordar una tesis elaborada por Philip Tagg en la Tercera Conferencia Internacional de los Estudios de Popular Music, en que trazó un paralelismo entre los estudios sobre las mujeres en la sociedad occidental y en los estudios sobre la música popular contemporánea. Su tesis es la siguiente: cuando se llevan a cabo estudios sobre la "otra mitad" de la humanidad &endash;es decir, las mujeres&endash; tales estudios no tratan "solamente" de la otra mitad de la humanidad, sino que plantean cosas sobre la humanidad en general, que comporta una valoración diferente de los estudios existentes sobre la "primera" mitad de la humanidad &endash;es decir, los hombres&endash;. El análisis de la "segunda" mitad del mundo, en otras palabras, conduce a una revalorización de los estudios sobre la "primera mitad". Tagg ha extendido esta tesis a la música popular sosteniendo que el estudio de este tipo de música, en efecto, no és "tan sólo" un estudio de la música popular contemporánea. Estos análisis revelan aspectos sobre la música en general y la manera en que ésta se debe comprender como formación datada históricamente, con unos vínculos sociales y culturales determinados; cosa que lleva, al mismo tiempo, a una revalorización y a una discusion abierta de las modalidades tradicionales y dominantes de estudiar y relacionarse con la música. De tener experiencia. Y aquí el concepto "experiencia" lo sentimos muy cercano de la utilización que hace Teresa de Lautetis al capítulo "Semiótica y experiencia" de su libro Alice doesn't: «[Utilizo el término experiencia] en el sentido de proceso por el cual se constituye la subjetividad de todos los seres sociales. A través de este proceso uno se sitúa a si mismo o se ve situado en la realidad social, y con esto percibe y aprehende como alguna cosa subjetiva (referido a uno mismo o originado por él) estas relaciones &endash;materiales, económicas e interpersonales&endash; que son de hecho sociales y, en una perspectiva más amplia, históricas. El proceso es continuo, y su final inalcanzable o diaramente nuevo. Para cada persona, por lo tanto, la subjetividad es una construcción sin final, no un punto de partida o de llegada fijo desde donde uno interactúa con el mundo. Contrariamente, es al efecto de esta interacción lo que llamo experiencia; y así se produce, no mediante ideas o valores externos, causas materiales, sino con el compromiso personal, subjetivo en las actividades, discursos e instituciones que dotan de importancia (valor, significado y afecto) a los acontecimientos del mundo» (de Lauretis, 1992: 54-55).
La propia Teresa de Lauretis, al discutir la representación y los procesos subjetivos en el cine, indica que una teoría materialista de la subjetividad no puede partir de una noción ya dada de sujeto, sino que se debe acercar al sujeto desde los mecanismos, desde las tecnologías sociales en que éste se construye . Estos mecanismos, según de Lauretis, son distintos, o como mínimo no semejantes, en su especificidad e historicidad concreta.
A la luz de estas aproximaciones teóricas críticas, creo que nos podemos hacer una serie de preguntas: ¿tienen las diversas formas de simulación electrónica (tanto las visuales como las sonoras) que circulan en nuestro entorno efectos sociales y subjetivos? Y, si esto es así, como indica indica Iris M. Zavala (1992: 222), esto es, si los productos culturales tienen una función epistemológica ya que transmiten conocimientos y experiencias del mundo y, por lo tanto, somos lo que leemos, lo que vemos, lo que escuchamos, porque el sujeto se constituye a través de una lengua y de sus instituciones; y si, además, como escribe Jenaro Talens (1994: 3), los nuevos medios, las nuevas tecnologías, no son simples intermediarios, vehículos de transmisión, asépticos y desideologizados que sirven para almacenar, transmitir y hacer circular discursos que no dependen de ellos; sino que, por el contrario, tanto las condiciones de producción, de difusión y de circulación como las de recepción y consumo que los medios proporcionan, tienen la función de "producir" el sentido, de "establecer" las reglas de intercambio comunicativo, y de "crear" tipologías de sujetos espectatoriales, es decir, de sujetos sociales determinados; se hace necesario, en definitiva, ver qué papel juega la música en todo ello. Si estamos de acuerdo con Teresa de Lauretis cuando plantea que «el sujeto es donde se forman los significados y si, al mismo tiempo, los significados constituyen los sujetos» (de Lauretis, 1992: 57), entonces los análisis discursivos también tendrían que tener en cuenta e incluir las formas de producción. Así, teniendo en cuenta la importancia que puede adquirir todo ello en la creación de subjectividad en el discurso musical, también se debería conocer cómo circula la música, por dónde y con qué intereses. Solo de esta manera podremos decidir qué posición tomar frente a la música en el interior de la red discursiva y social de la que forma parte y que, en buena medida, contribuye a conformar (Adell, 1997).
Así, cuando se escucha una música cualquiera, se tiende a analizarla, a segmentarla (y ésta es "ya" una interpretación porque se proyecta sobre la música ideas como "repetición", "simetría", "modulación", etcétera, que, a su vez, se dirigen nuevamente hacia otros interpretantes, y así sucesivamente); se tiende a buscar referencias en otras música conocidas (siempre se acaba relacionando un tema que nunca habíamos escuchado con una determinada tendencia, movimiento, período, género, compositor, grupo, solista, etcétera) o, en definitiva, se tiende a la búsqueda de todos aquellos elementos "extramusicales" (experiencias, recuerdos, imágenes, deseos, etcétera, lo que conforma nuestra subjetividad: nuestro imaginario, en definitiva) sin los cuales no sería posible la "comprensión" de la música como discurso.
Ningún discurso puede brillar con luz propia, ningún discurso puede darse fuera de les diferentes redes discursivas: la producción de sentido no se la debe confinar únicamente al ámbito de una determinada manera de "escuchar" música, como sostiene quienes piensan en la inexistencia de una dimensión social de la música, sino que se trata de un fenómeno discursivo y semiótico que implica y compromete a una red discursiva en toda su dimensión: social, subjectiva e ideológica.
Es por ello que hemos acudido, entre otras, a las propuestas de Mikhail Bakhtin y Valentin Voloshinov (1992), sobre todo cuando plantea la idea que todo lo individual no puede dejar de ser social: ideológico, por lo tanto. Este cambio de perspectiva, además, al tener en cuenta no solo el producto creado y el contexto de creación, sino también al sujeto que le otorga sentido y el momento en que se produce dicho sentido; provoca el desplazamiento de los términos de la oposición individual/ social; provova el cruce, la interpenetración y la exploración del espacio existente entre ambos puntos. Como escribe Teresa de Lauretis (1992: 95), esta exploración es el único «camino practicable si queremos reconceptualizar las relaciones que ligan lo social con lo subjetivo».
De la misma forma que la semiología clásica oponía signos verbales y signos icónicos, es habitual considerar aún que percepción y significación son dos cosas diferentes, a menudo opuestas la una a la otra en tanto pertenecientes respectivamente a la esfera de la subjetividad (sentimiento, afectividad, fantasía, procesos prelógicos, prediscursivos o primarios) y a la esfera de la sociabilidad (racionalidad, comunicación, simbolización, o procesos secundarios).
Hay quien piensa que pocas manifestaciones de la cultura, entre ellas el Arte, participan de ambas. E incluso cuando una forma cultural, como la música popular contemporánea, participa claramente de las dos esferas, su hipotética incompatibilidad dictamina que hay que darse cuenta de que todas aquellas cuestiones que tienen que ver con la percepción, con la identificación, con el placer, o con el dolor, deben ser escondidas, y no deben ser discutidas públicamente, ya que se trata de respuestas que tienen mucho que ver el carácter de cada uno o con el gusto personal.
Parece, en muchos casos, que discutir públicamente de música popular contemporánea, con su carácter inevitablemente social, tenga mucho que ver con una especie de violación de la regla clásica de la distancia estética, al mesclar lo subjetivo, lo personal, lo irracional, lo intuitivo con el carácter social, objetivo e ideológico que forma parte de la esfera pública.
Todo ello nos hacer entender mejor porque se encuentra ausente la música en todas aquellos posicionamientos que, aunque en apariencia quieran ser decididamente teóricos, dejan siempre fuera de sus análisis todos aquellos discursos en los que no es tan fácil suprimir la influencia del componente subjetivo; que acaban "olvidando" los textos en que su dificultat radica precisamente en no dejarse atrapar por los ideales de objetividad e imparcialidad, no haciendo referencia a esos discursos que ponen en dificultad dar cuenta del "objeto" analizado desde un hipotético exterior. La música es uno de los discursos que impide la presencia del teórico como guardián de la ley.
En suma, nos continuamos enfrentando a la dificultad de elaborar un nuevo marco conceptual que no esté basado en la lógica dialéctica de esta oposición, como parecen estarlo todos los discursos hegemónicos de la cultura occidental. Nociones como la planteada por Teresa de Lauretis de proyección y el puente teórico que establece entre la percepción y la significación supone, más que una oposición, una interaccióm compleja y una implicación mutua entre las esferas de la subjetividad y de la sociabilidad, como ya argumentó Voloshinov. Podría servir de modelo o, al menos, de punto de partida y de guía para comprender las relaciones que produce la música, la forma en que ésta articula los sonidos y las imágenes con los significados, así como su papel en la mediación, la asociación o la proyección de lo social en lo subjetivo.
Hay que tener en cuenta, por lo tanto, que la música no es un reflejo pasivo de la sociedad; también sirve como foro público con que diferentes modelos de organización ideológica (a través de una serie de aspectos vinculados con la vida social) son afirmados, desmentidos, adoptados, contentados y negociados.
No se ha planteado de una manera clara, determinante y contundente las relaciones entre las formas de subjetivización en el capitalismo avanzado, por una parte, y la producción, la recepción y las estructuras discursivas, por la otra. Esta falta de estudios y teorizaciones existe, entre otras razones, porque los musicólogos tradicionales no han tenido ni las ganas ni la capacidad de ir más allá de ellas, y no han querido tampoco enfrontarse con ciertos problemas de la música popular contemporánea, que reclama de una manera evidente y abierta ser considerada por su importancia simbólica y como práctica social.
Desde esta óptica, pues, he considerado a la música popular contemporánea como dialógica, teniendo en cuenta que la música no es "solo" una tecnología social que produce o reproduce significados, valores, e imágenes para los receptores; sino que, también, a diferencia de la influencia ejercida por la música "clásica", puede inyectar en la música un sentido del personal, de lo político y de lo social, al posibilitar una más profunda comprensión de la música en su conjunto.
La música es translingüística &endash;a la manera de Bakhtin, como ya hemos visto, pero también a la manera de Passolini, cuando se refiere al cine y a la poesía&endash;, ya que supera el momento de la enunciación, el mecanismo técnico, para convertirse en una «dinámica de sentimientos, afectos, pasiones, ideas» (Passolini) en el momento de la recepción.
La música, por lo tanto, no es lenguaje, sino un conjunto de discursos que se entrecruzan, actividad significante, efecto de sentido. Pero no se debe entender este dominio de lo subjetivo como un predominio de lo individual, de lo "personal". Se trata, más bien, del compromiso de la subjetividad con el imaginario social. Por lo tanto, supone que los procesos subjetivos que la música provoca son "culturalmente conscientes", que la unión que establece la música entre imágenes, sonidos, memoria, sensaciones, recuerdos y deseos crean, en el receptor, formas de subjectividad que son en si mismas inequívocamente sociales.
Joan-Elies Adell Pitarch
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