Madrid: Fragua, 2007. 317 pp.
ISBN: 84-7074-218-3
Es posible que muchos lectores se pregunten qué hace un libro con este título en las páginas de una publicación sobre música y cultura. Es cierto que el título no da demasiados indicios sobre lo que el libro encierra, pero sin embargo su contenido puede ser de gran utilidad a todos aquellos investigadores que aborden la música en el contexto de la cultura contemporánea, especialmente en su relación con los medios de comunicación y las audiencias masivas.
Aunque no figure en la portada, éste es un libro sobre Operación Triunfo, abordado desde el énfasis en su faceta de programa televisivo. Desvelado esto, parece más claro por qué interesará a los lectores señalados. Pero, al igual que pasa con la televisión en general, hablar de Operación Triunfo parece de mal gusto en el mundo académico. Da igual que haya sido el programa más visto en la historia de la televisión española, con 14 millones y medio de personas colgadas de la pantalla del televisor en la gala final de la primera edición, lo que suponía el 80% de la audiencia del momento (y casi la mitad de la población española). Da igual que los cantantes salidos del programa configuren el nuevo star system del pop nacional e internacional (¿quién no conoce a Bisbal y no ha visto sus saltitos y giros sobre el escenario?). Y, al menos desde la academia, que no para la sufrida industria musical, también da igual que la eclosión de los cantantes de Operación Triunfo haya dado la puntilla a un mercado ya en crisis y que de repente vio cómo una pequeña discográfica era capaz de situarse entre las grandes gracias a unas estrategias de lanzamiento y distribución innovadoras y fuertemente apoyadas por la promoción televisiva.
Operación Triunfo fue (¿es?) un programa de televisión que, tras un extenso casting, encerró durante unos meses en una academia a un grupo de jóvenes que deseaban ser cantantes para formarlos. Era, al mismo tiempo, como señala Castañares, un musical, un concurso y un reality show. Los espectadores podían ver el proceso de aprendizaje de los cantantes y las relaciones que el grupo establecía en los espacios comunes que compartían y no podían abandonar. Una vez a la semana, el público veía a esos jóvenes sobre el escenario, cantando canciones bien conocidas. Y, por último, tras un sofisticado sistema de votación, los espectadores podían decidir quién tenía que dejar el programa, hasta quedarse con un único ganador. La primera edición, que culminó en 2003, empezó con una respuesta fría del público, pero se cerró con la histórica cifra citada antes. Después se han ido sucediendo otras ediciones, con menos éxito, en buena medida debido a la sorpresa y la magnitud que supuso la irrupción de la primera.
No deja de sorprender que a este fenómeno apenas se le haya prestado atención desde las ciencias sociales. Ni los sociólogos, ni los comunicólogos, ni los etnomusicólogos han puesto el punto de mira en el programa, salvo contadas excepciones (Castañares 2003, Fouce y Martínez 2003, Fouce 2007) Esto es debido, en buena medida, a la ya denunciada falta de arraigo de los estudios culturales en nuestra academia y de la consiguiente falta de ajuste entre las preocupaciones investigadoras y las realidades sociales emergentes. Pero, como dice Castañares en la introducción de su libro, ello es debido también a la minusvaloración que de la televisión se hace, al abordar su crítica no desde los argumentos, sino desde los prejuicios y los lugares comunes, cuando no desde la ignorancia. Así que una de las tareas pendientes, a la que él se aplica, para ordenar un debate caótico e irreflexivo, pero omnipresente y central en nuestra cultura, es “precisar de qué televisión se habla y en qué se basan las afirmaciones que se hacen” (p. 14). Este panorama tiene muchos paralelismos con el que enfrentan los estudiosos de la música popular, que saben bien de lo necesario de esta tarea propuesta, de ahí que la arquitectura del estudio de Castañares, aplicada en su caso a la televisión, sea de gran valor para los estudios de música.
Castañares propone analizar Operación Triunfo como forma de indagar en la función moralizante de la televisión. Para ello da un breve pero interesante rodeo: en lugar de analizar el programa en sí, indaga en la interacción entre éste y su público, a través del e-mail, el SMS y el chat. Frente a los que acusan a la televisión de no ser capaz de educar, Castañares recurre a una cita de Savater: “No hay nada tan educativamente subversivo como un televisor: lejos de sumir a los niños en la ignorancia, como creen los ingenuos, les hace aprender todo desde el principio sin respeto a los trámites pedagógicos” (p. 93). Los medios de masas, entre los que deberíamos contar la música popular (o toda la música, si seguimos la idea de Middleton (2006) de que ya toda la música es popular), tienen una función, pocas veces desvelada, de poner en funcionamiento los valores sociales dominantes, explicitarlos en sus prácticas aunque no lo hagan en su discurso. Castañares, además de ser profesor de comunicación y un eminente semiólogo peirceano, se ha formado como filósofo y ha dedicado gran parte de su vida a la docencia de esta disciplina. Esto le permite construir su libro a partir de conceptos sólidos, arraigados en la indagación de la imbricación entre sentimientos, juicios morales y razón. Si un lugar común en las críticas a la televisión es acusarla de sentimentalismo, será necesario aclarar no sólo qué papel tienen los sentimientos en nuestro entramado social y cultural, sino cómo el trabajo simbólico sobre el material audiovisual logra que esos sentimientos lleguen a la gente. Para ello no duda en echar mano de los grandes pensadores, de Platón y Aristóteles a Hume y Adam Smith, aunque sin desdeñar éxitos superventas como Marina o Goleman.
Uno de sus principales anclajes es la idea de Adam Smith, en su Tratado de los sentimientos morales, de que la moralidad nace de la simpatía hacia los otros, en tanto capacidad para verse afectado por la suerte de personas ajenas. De ahí nace la capacidad de ponerse en lugar del otro, de compartir sus alegrías y penas, y, al tiempo, la capacidad del sujeto social para actuar en función de la mirada que supone que los demás volcarán sobre él y sobre la que basarán sus juicios. Son conceptos que comparte también la perspectiva estratégica de Goffman y que son del todo pertinentes a la hora de analizar tanto la dinámica del programa como los valores movilizados. Los espectadores apoyan a unos u otros cantantes en función de la simpatía que por ellos sienten, pero ésta se construye a partir de la actuación de los jóvenes cantantes ante las cámaras: necesitan parecer frescos, auténticos, sin pose, pero al mismo tiempo están en la encrucijada de tener que crear una imagen de sí mismos que sea atractiva, que tenga algo de glamour, que los haga diferentes, que los convierta, en definitiva, en lo que es un artista según cierto imaginario activo. Esta dualidad entre autenticidad y gancho mediático es un problema que no solo aparece en OT, sino que está en el corazón de la música popular, como ha señalado Ana María Ochoa (1998) entre otros. Pero pocas veces se han abordado los orígenes del problema con la perspectiva rigurosa que Castañares plantea. Su análisis desemboca en la disección de las críticas al narcisismo moderno, como la de Sennet, en cuya base estaría tanto la obsesión por construirse a uno mismo como personaje único e irrepetible como la creciente invasión de lo íntimo en los espacios públicos, pervirtiendo entonces su capacidad socializadora.
Junto con el análisis de los valores movilizados por las prácticas y discursos del programa, Castañares pone el foco en el papel de los espectadores en el programa. Para ello comienza con una crítica al concepto de audiencia que la mayoría de las investigaciones manejan: un concepto numérico, permeado por unas cuantas variables como la edad o el sexo, pero que ignora, posiblemente de forma voluntaria, ya que no le interesa, qué es lo que el espectador hace con los mensajes que recibe de los medios. Esta crítica, que se remonta ya a los trabajos de Eco y Hall en los sesenta, es todavía más pertinente hoy en día: los espectadores que aúpan al éxito un programa como OT no son meros consumidores pasivos, sino que participan en un nuevo espacio, a caballo entre lo público y lo privado, a través de los mensajes del móvil, del correo electrónico y del chat. Estos espectadores quieren interactuar con los concursantes y, lo que es más importante, con otros miembros del público, creando asociaciones efímeras, comunidades de sentido, multitudes massmediadas. Ahí el programa de televisión no es el tema de la conversación, sino un elemento que invita a la interacción con iguales, que permite enviar mensajes a desconocidos pero también a la novia (258), a la manera de una plaza del pueblo virtual. Siguiendo con los paralelismos entre el formato televisivo y la música popular, a lo largo del capítulo resultaba difícil no recordar las propuestas de Frith (2001) en Hacia una estética de la música popular: la música es importante no por lo que diga, sino por su capacidad para vehicular, para dar voz, a lo que nosotros necesitamos decir.
Sin embargo, Castañares no sucumbe a la mera fascinación por las nuevas posibilidades de la comunicación interactiva. Señala con tino las dificultades metodológicas, la complicación que supone manejar un objeto de estudio evanescente: los mensajes que los espectadores llegan a ver en OT han sido, sin duda, filtrados y controlados, cuando no censurados. A la hora de enjuiciar el llamativo tono de corrección política que late en la mayoría de mensajes, el autor nos advierte: “la realidad social no es tan apacible” (p. 218)
Además, es necesario cuestionarse la representatividad que estos públicos activos tienen sobre el conjunto de la audiencia. La cuestión es, entonces, estudiar cómo y dónde convergen los valores por ellos movilizados en su discurso con los de la multitud más silenciosa. Es el peaje a pagar por el uso de métodos cualitativos, un problema que es sin duda familiar a todo aquel que haya recurrido al trabajo de campo, las entrevistas o los grupos de discusión: tendemos a recurrir como sujetos del estudio a aquellos para los que nuestro tema de atención es central. Entrevistamos a los heavies o a los fans, pero no podemos dejar de ser conscientes de que las grandes audiencias que certifican el éxito en la cultura masiva tienden a ejercer su acción de consumo cultural de forma menos ideologizada y más despreocupada.
En resumen, la propuesta de Castañares se basa en entender la televisión, y las prácticas culturales que la rodean, como una ventana abierta al mundo social y cultural que la consume. Frente a ella desfilan los modelos de agrupación efímeros propios de la sociedad de masas ¯las multitudes, las comunidades de sentido-, los valores que vehiculan el comportamiento social y que reflejan las contradicciones de nuestro universo cultural ¯el éxito, el compañerismo, la necesidad de formarse, la autenticidad, el esfuerzo vs. el carpe diem- y los problemas y enfermedades de nuestro tiempo ¯el individualismo, el narcisismo. Frente a un discurso académico que sigue siendo elitista aunque no se atreva a proclamarlo claramente, Castañares nos recuerda que la televisión es, hoy por hoy, la responsable de gran parte de nuestra educación sentimental, y, por ende, moral. Cualquiera de estos elementos de su estudio ocupan también un lugar central en los estudios sobre música y cultura, por lo que la lectura de este libro será de gran utilidad a quienes trabajan estos ámbitos, dotando de mayor profundidad conceptual a las argumentaciones sobre audiencias, construcción simbólica, sentimentalidad o autenticidad, por citar algunas ideas centrales. Es posible que Castañares peque de una cierta asepsia a la hora de analizar los materiales: puede que se deba a una apuesta por el rigor, pero tiene más que ver con el alejamiento del mundo cultural que analiza y el suyo propio. Pero éste es un problema menor, que posiblemente se deba a la subjetividad del lector. Tras la lectura de La televisión moralista habremos armado una versátil, pero sólida, caja de herramientas que nos permitirá que nuestros análisis ganen profundidad y rigor. Y eso a pesar de lo mucho que despista el título al etnomusicólogo. Son los problemas de manejarse en estas autopistas intelectuales, embarulladas, llenas de desvíos, circunvalaciones y rutas alternativas, a las que llamamos interdisciplinaridad.