Jeremy Gilbert, & Ewan Pearson:
Cultura y políticas de la música dance
Paidós: Barcelona, 2003. 350 pp.
ISBN: 84-493-1473-9
Keith Negus:
Los géneros musicales y la cultura de las multinacionales
Paidós: Barcelona, 2005. 328 pp.
ISBN: 84-493-1788-6
Dick Hebdige:
Subcultura. El significado del estilo
Paidós: Barcelona, 2004. 259 pp.
ISBN: 84-493-1609-x
Decir que los estudios culturales y la música popular han compartido hasta hace muy poco el menosprecio, cuando no el mero desconocimiento, de la comunidad académica española, no es descubrir nada nuevo. El acceso a ambos campos de estudio se ha logrado a través del voluntarismo y del empecinamiento personal de unos pocos, pero parece que los vientos empiezan a cambiar, como atestigua la publicación de estos tres libros por parte de la editorial Paidós, en su colección de Comunicación. Como viene ocurriendo en las ciencias sociales, no seremos los primeros en llegar a un territorio nuevo, pero por lo menos podemos empezar a manejar mapas inteligibles para la mayoría.
Posiblemente la gran noticia para todos aquellos que se hayan acercado en algún momento a la música popular o a la cultura juvenil sea la aparición en castellano, con 25 años de retraso, del clásico de Hebdige Subcultura. El significado del estilo. Un libro que ha envejecido sorprendentemente bien, a pesar de los muchos cambios que el panorama intelectual ha atravesado en este largo periodo de tiempo. Cuando Hebdige publicó su análisis en 1979, los aires de renovación del punk aún estaban soplando en Inglaterra (y empezaban a soplar en España), al tiempo que las teorías postmodernas aún no habían copado el centro del debate teórico. De hecho, parte de la poderosa irrupción de los estudios culturales ingleses, de la mano del CCCS de Birmingham, tenía que ver con la introducción de los trabajos de los postestructuralistas franceses en la academia británica.
Con este contexto y estas armas de análisis, Hebdige se atreve a trazar las líneas maestras de una gramática de las subculturas. De hecho, esta es su primera gran aportación, la de considerar la subcultura, en tanto fenómeno cultural, como un texto que se puede leer y analizar. Han pasado tantos años que los “científicos sociales” hemos naturalizado esta actitud sin darnos cuenta de la revolución que supuso en su día.
Hebdige condensa en su estudio los trabajos sobre la cultura de Williams y Hall, retomando los conceptos de homología y articulación que fundamentaron los primeros trabajos del CCCS. Pero sobre todo Hebdige se muestra como un analista de mirada perspicaz, capaz de hallar las conexiones entre el desencanto de los jóvenes proletarios blancos que alimenta el punk con el mismo estado vital de los inmigrantes negros que se movían a ritmo de reggae, trazando un mapa de la Inglaterra subterránea a caballo entre los cantos de sirena de la sociedad de consumo y los himnos nostálgicos de las culturas parentales. La subcultura es, entonces, un trabajo de resignificación que permite a los jóvenes navegar en equilibrio entre ambas rocas, trazando su propio camino y revistiéndolo de legitimidad.
Las teorías y los contextos han cambiado mucho desde la publicación original del análisis de Hebdige. El concepto de homología se mostró demasiado inflexible mientras que las teorías de la articulación fueron dejando espacio a las ideas de construcción narrativa de la identidad y de la interpelación. Hay en el libro, sin embargo, descripciones de procesos que no sólo no han cambiado, sino que se han acentuado: las industrias globales son hoy más voraces a la hora de incorporar los hallazgos estéticos de las subculturas en su propio beneficio, despojándolos de sus rasgos éticos. Hoy, el innovador investigador Hebdige podría haber dejado la academia para emplearse como trendsetter (cazatendencias) en una empresa especializada.
Curiosamente, un trabajo heredero de los hallazgos de Hebdige fue publicado con anterioridad en la misma colección. Gilbert y Pearson analizan en Cultura y políticas de la música dance el universo de la música electrónica, aproximándose a algunos de los temas que Hebdige propuso en su trabajo. Pero, como era de esperar debido a los muchos años que separan ambos estudios, lo hacen con nuevas herramientas teóricas y renovadas preocupaciones.
Donde Hebdige ponía énfasis en la experiencia de clase de una generación, Gilbert y Pearson lo hacen en la experiencia músico-cultural de todo un grupo cultural. Frente a una concepción metafísica de la música que ha caracterizado la experiencia occidental, reivindican el concepto de joissance de Barthes para explicar su idea del funcionamiento del dance: es una música que lleva al éxtasis (a veces convenientemente asociada con la droga de igual nombre), una vivencia sensorial que cuestiona el predominio que nuestra cultura otorga a lo racional. El baile ha sido despreciado por los discursos legitimadores de la cultura en tanto es identificado como una actividad predominantemente femenina y sensual. Por eso, la experiencia del dance es una experiencia de liberación en la que podemos ser nosotros mismos más allá de las etiquetas de género, un ámbito de experiencia en el que la música no sólo se escucha, sino que se siente, en el que lo táctil es más importante que lo visual, y donde no es necesario tener unos conocimientos legitimados previos sino que basta con participar y sentirse miembros de una comunidad experiencial.
Gilbert y Pearson se muestran sorprendidos por la radicalidad que la experiencia del dance ha supuesto en la cultura de una generación de británicos, que han descubierto nuevas formas de relación corporal y sensual. Pero no ocultan sus dudas y reproches hacia los ravers: se cuestionan hasta qué punto la experiencia del dance interpela la realidad de una generación que reivindica la centralidad del hedonismo, pero sólo durante los fines de semana. Y se cuestionan también cómo ha sido posible que, tras la criminalización de las raves por parte de los conservadores, el vuelco político haya tardado tanto en producirse en Inglaterra. Con cierta desazón, concluyen que la política del dance, entonces, es meramente una política del cambio personal, de la experiencia puntual sin repercusiones a largo plazo en lo social.
El trabajo de Gilbert y Pearson se abre con un capítulo que interesará a todos aquellos que se hayan enfrentado a las dificultades conceptuales del trabajo de campo: arrancan exponiendo las dificultades con las que topa el crítico cultural cuando se enfrenta a un fenómeno como el dance en el que la verbalización de la experiencia, su anclaje teórico, es prácticamente inexistente. Para ello se valen del análisis de la gestación de la película Fiebre del sábado noche, que convierte en un texto cerrado la multitud de experiencias que confluyen en la música disco a finales de los años setenta. Hacer una película para retratar un estilo obliga a buscar el mínimo común denominador de las variopintas experiencias que confluyen en las pistas de baile, exige dejar de lado la singularidad de cada historia cuando lo fundamental de cada una de esas vivencias es precisamente su exclusividad, la imposibilidad de que otro viva en mi lugar las sensaciones que el baile me proporciona. Hacer una película plantea así el mismo problema que hacer un análisis cultural: hay que recodificar la experiencia, someterla a un modelo que es por necesidad reduccionista. Como señala una de las autoras citadas, las reglas del mundo académico nos señalan que “para comprender lo irracional, la pérdida del yo, uno debe aferrarse con fuerza a lo racional”.
Estos dos libros analizan el fenómeno de la música popular desde el lugar de la recepción, que reivindican como una acción cultural activa. De forma complementaria, el trabajo de Keith Negus Los géneros musicales y la cultura de las multinacionales se ubica en el lado contrario, el de la producción. Y lo hace trabajando desde dentro, en el seno de las grandes corporaciones que producen discos, los eternos “señores oscuros” de los discursos sobre la música popular (tanto académicos, como populares).
Negus parte de una premisa básica: la cultura produce industria y la industria produce cultura. Puede parecer sencillo, incluso poco sofisticado, pero supone instalarse en un territorio que hasta ahora había sido ignorado, el espacio donde confluyen los estudios culturales con los trabajos de economía política de la cultura. Ambas escuelas han satanizado el papel de las industrias culturales en tanto conspirativas y manipuladoras constructoras de consenso, distanciándose en que los estudios culturales han remarcado, como los estudios citados más arriba han puesto de manifiesto, el rol creativo, incluso contrahegemónico, de los receptores, mientras que la economía política se ha enrocado en el concepto de alienación y manipulación.
Negus, a partir de un trabajo de campo que lo lleva a donde es más difícil acceder (los despachos de los grandes ejecutivos discográficos), muestra cómo la industria está lejos de ser ese “gran hermano” omnipotente que solemos imaginar. La industria está más bien en una compleja relación dialógica con los receptores, y la herramienta que articula el diálogo es el concepto de género. Puesto que cada género musical no es sólo un conjunto de prácticas sonoras, sino un complejo articulado de actitudes, valores y formas de comportamiento y acción, no es lo mismo vender discos de rap que de country o de salsa. Por eso, como muestra en su estudio, las compañías tienen que crear estrategias organizativas y productivas que responden activamente a movimientos y posiciones culturales. Estrategias que, a su vez, han de articularse con las formas de organización que la empresa tiene en tanto conglomerado enfocado a la producción de beneficio: crean divisiones especializadas, externalizan la promoción o la búsqueda de talentos, absorben sellos independientes o abandonan mercados de género una vez que certifican su incapacidad o dificultad para capitalizar esfuerzos.
Los géneros musicales y la cultura de las multinacionales es un libro necesario para complementar los anteriores, porque hay pocos estudios focalizados en la parte de la producción no ya de música, sino de cultura. Los investigadores huyen de ese campo, en parte debido a la dificultad de acceso, y en parte debido a la incomodidad de tratar con discursos muy alejados de la valoración de la cultura más allá de su valor de cambio. Por eso hay que agradecer el trabajo de Negus y su muy informada etnografía, además de por su voluntad de encontrar espacios de confluencia entre campos de estudio y posiciones diversas.
En conjunto, estos tres libros ponen al lector en contacto con buena parte de las problemáticas contemporáneas sobre el mundo de la música popular. Permiten trazar un mapa de preguntas y posibles respuestas, de métodos y caminos para llegar a ellas, de teorías sobre las que fundamentar un razonamiento crítico. Es cierto que los especialistas ya conocían estos trabajos y muchos otros en su versión inglesa. Sin embargo, para los estudiantes y simples curiosos será de gran ayuda tener a mano estas traducciones. Es de esperar, además, que la estrategia de la editorial Paidós de ubicar los estudios de música popular dentro de su colección sobre temas de comunicación permita a los estudiosos de este campo acercarse al mundo de la música con más asiduidad, lo que contribuirá a ampliar el alcance social del campo.