Resumen
En nuestra vida cotidiana escuchamos música en muchos más casos de los habituales en los que vamos al concierto o usamos la radio o el tocadiscos. Actualmente las músicas ambientales se introducen en ámbitos y resquicios de la vida cotidiana cada vez más variados. La denominada música funcional del muzak, desarrollada en los años treinta de nuestro siglo, constituye un importante punto de partida para el actual fenómeno de la ambientación musical, pero, hoy día, las músicas invisibles que endulzan nuestra vida cotidiana ofrecen manifestaciones mucho más diversificadas. A lo largo del artículo, se trata diversos aspectos funcionales y semánticos de las músicas ambientales, al mismo tiempo que se analiza la circustancia de que, al contrario de lo que sucede en las prácticas musicales más habituales, sean músicas liberadas del ritual.
Abstract
We all listen music in our daily life in much more ocassions than merely when going to the concert or using the radio. Today, ambiance musics are increasingly entering a number of domaines in quotidian life. The so called musak or functional music developed in the 30s is indeed the departing point for the contemporary phenomena of musical ambientation. But the invisible musics which sweeten our daily life offer now a much more variegated range of possibilities. In this paper, several functional and semantic aspects of ambiance musics are analyzed, stressing the fact that these musical practices -unlike other ones of a different kind- tend to free music from its ritual.
Con razón se ha afirmado que la historia de la música en el siglo XX tiene que ver tanto con las obras musicales en sí mismas como con los medios de reproducción sonora (Radano, 1989: 453). Ciertamente, la música ¯así como nuestras prácticas musicales actuales¯ no se entenderían sin tener en cuenta las diferentes y variadas soluciones tecnológicas que hemos ido aplicando progresivamente al arte sonoro: los recursos de reproducción ¯desde el ya viejo pero aún apreciado disco de vinilo hasta las grabaciones digitales¯, las actuales músicas electrónicas, la ingeniería acústica de los estudios de grabación, el karaoke, el walkman, etc.
Actualmente, nada nos impide irnos a la cama al compás de la misma Filarmónica de Viena, desayunar con Cat Stevens o realizar nuestro trabajo cotidiano con la Traviata de Verdi de fondo. Otorgamos fácilmente funciones ambientales a la música. La música funcional, aquel tipo de música al que se le otorgan funciones específicas y bien diferenciadas de las que nuestra sociedad tradicionalmente asigna a la música entendida como «arte», tiene una notable aceptación. Sólo hace falta pensar en las numerosas programaciones musicales que se encuentran en el mercado en forma de cassettes o discos, en las que con determinadas piezas musicales se pretenden objetivos de índole muy diversa: música para meditación, contra el insomnio, para el estudio, con carácter afrodisíaco, para dejar de fumar, etc.
Estos ejemplos tienen un tipo de difusión personalizada e implican siempre, por tanto, una escucha consciente y voluntaria. Pero, además, tenemos también aquellos casos de uso ambiental de la música cuyo control escapa a sus destinatarios finales. Se trata de aquellas músicas que con tanta frecuencia se enseñorean de los espacios públicos. La música del restaurante, la que oímos en nuestras transacciones bancarias o en la zapatería que visitamos en la temporada de rebajas. Se trata de músicas que han sido programadas para nadie en particular y para todos en potencia. Están ahí sin que las hayamos solicitado; las escuchamos o no les prestamos la menor atención. Son las músicas invisibles. De hecho, en nuestra vida cotidiana escuchamos música en muchos más casos de los habituales en los que vamos al concierto o nos servimos de la radio o el tocadiscos. Son músicas de la cotidianidad cuyo sentido también nos interesará esclarecer, pues al fin y al cabo, tal como escribieron Peter L. Berger y Thomas Luckmann, el sentido de las rutinas cotidianas está subordinado al sentido de la vida (Berger/Luckmann, 1997: 39).
Hoy día, las ocasiones en las que en nuestro deambular urbano nos topamos con estas músicas invisibles son ya innumerables. Nos acechan en las empresas, oficinas, comercios, estaciones y aeropuertos, en la sala de espera del dentista, del médico o del abogado, en los ascensores, en los grandes supermercados y en los oscuros parkings subterráneos, en los hospitales, en los hoteles... Está claro que las músicas que escuchamos en cada una de estas ocasiones pueden ser muy diferentes. Pero ello no es quizás tan importante. Su manera de difusión y las funciones que les otorgamos hacen que todas ellas puedan ser entendidas bajo una misma etiqueta: las músicas ambientales, un exponente más de los grandes cambios que ha experimentado la sociedad en sus relaciones con la música.
No se puede decir que el fenómeno sea absolutamente nuevo. ¿Quién desconoce todavía la anécdota hartamente citada de las Variaciones Goldberg de Bach usadas por sus potencialidades somníferas? El uso de la música militar o religiosa con funciones ambientales posee ya una larga historia. El canto ha acompañado también tradicionalmente el trabajo, en ocasiones incluso siendo alquilados cantantes para ello. Los cafés y restaurantes ya empezaron a ofrecer la posibilidad de poder oir música para deleite de sus clientes mucho antes de la revolución electrónica. Aquéllo, no obstante, que caracteriza la época actual es la presencia cada vez más masiva de las músicas ambientales, introduciéndose en ámbitos y resquicios de la vida cotidiana cada vez más variados e insospechados.
En el vocabulario musicológico se habla con mucha frecuencia de muzak para referirse a las músicas ambientales difundidas a través de medios electrónicos. De hecho, el término no es sino el nombre comercial de la primera empresa que, surgida en 1934 en los Estados Unidos, ofrecía a sus clientes música por vía telefónica. Aunque con mucha frecuencia se utilice este término de manera generalizadora, en realidad, muzak era algo más que simplemente música ambiental. En un principio, la oferta de la Muzak Corporation estaba pensada básicamente para aumentar los índices de productividad de fábricas y empresas, y por esta razón los programas musicales se concebían en función de estos objetivos y se configuraban de acuerdo a determinados parámetros. Se trataba de una música que debía ser oída pero no escuchada; una música que no produjese tensiones ni una escucha activa. Por ello se evitaban las partes cantadas para que el texto no fuese motivo de distracción. Su volumen era moderado. La música no se circunscribía a un género en particular, pero se evitaban los hit parades así como las frecuencias muy altas o muy bajas, y la programación musical se presentaba siempre con intervalos regulares de pausas. Se tenían en cuenta las horas de trabajo de menor rendimiento para reequilibrarlas con la ayuda de la estimulación sonora. El valor estimulador de la música se calibraba a través de diversos parámetros basados en el tempo, ritmo, instrumentación y tamaño de la orquesta (Muzak: 1). En 1939, 43 de las 50 compañías más grandes de los Estados Unidos se servían ya del muzak (Groom, 1996: 7).
Hoy día, aquella vieja idea de música funcional creada por la Muzak Corporation ha dado paso a otras maneras de entender la música ambiental. En España, por ejemplo, existen dos grandes empresas dedicadas a este tipo de música cuya difusión se realiza a través de las líneas telefónicas, por ondas radiofónicas, por grabaciones en cintas de larga duración o más actualmente incluso en CD-Rom. Una de estas empresas es precisamente la heredera de la empresa americana en España (1) pero, en la actualidad, se ha abandonado el rigor de diseño en las programaciones musicales con el que se iniciaron las actividades del muzak, especialmente por lo que se refiere a los parámetros del valor estimulador de la música (2). Para elaborarar la programación musical se utilizan las grabaciones propias del mercado discográfico. Hoy día, desde el punto de vista conceptual es interesante tener en cuenta dos filosofías diferentes en cuanto al uso de la música funcional de carácter ambiental. Por una parte, sigue vigente la tradicional idea de la «música de fondo», válida para empresas de todo tipo: fábricas, establecimientos comerciales, aeropuertos, etc. Por otra parte, se ha desarrollado lo que en lenguaje técnico se denomina «música en primer plano», modalidad que obtiene una aceptación cada vez mayor, especialmente en los establecimientos comerciales.
La principal característica de la música de fondo es que debe ser una música para ser oída pero no escuchada. La oferta musical puede ser muy variada abarcando los más diversos géneros y estilos. Tradicionalmente se trata sobre todo de elaboraciones o versiones instrumentales con un cierto anonimato, dado que el intérprete no es nunca lo más importante. Esta modalidad se sigue conservando hoy día aunque coexiste con otros tipos de música ambiental. Así, por ejemplo, la empresa Musicam posee actualmente dos canales diferenciados de música ambiental genérica:
Tenemos dos canales, el instrumental que sigue más o menos el criterio de la música funcional (muzak), a nivel suave, sin estridencias, versiones instrumentales de temas conocidos. El otro pretende ser más comercial, una música para todos, que pueda ir bien a la mayoría de los comercios; son selecciones musicales ¯lo que denominamos ‘cantado’¯ con todo tipo de música, pero centrado en el segmento de mercado que económicamente tiene más dinamismo, de 35 años para arriba. No son temas ni demasiado agresivos ni demasiado jóvenes, un canal oldie; es un canal de compromiso (3).
Así, si para el primer canal se programan músicas de Mantovani, Ray Conniff, Paul Mauriat, Vangelis, etc., en el segundo, anunciado como un «canal cantado de música agradable» (4), abunda la música latina, temas de baile, músicos como Joan Baez, Rolling Stones, Nirvana, Mocedades, Michael Jackson, Juan Luis Guerra, Rosana, Beatles, etc.
Si en los canales de música instrumental ésta se presenta siempre con un volumen muy discreto y de manera pretendidamente impersonal, la concepción de la música de primer plano, pensada sobre todo para establecimientos comerciales, es en cambio radicalmente diferente. Ya no se trata precisamente de una mera música de fondo, de una música tan sólo para ser oída sino también para ser escuchada. Por esta razón, no se rehúye la posibilidad de que los intérpretes sean identificados. En las programaciones de música de primer plano hallamos piezas originales ¯no meras versiones¯, música vocal o instrumental, el volumen sonoro es obviamente mayor que en el caso de la música de fondo, y la programación musical, lejos de ofrecerse de una manera impersonal, se presenta de manera «articulada» (5) con respecto a las características de los establecimientos comerciales en cuestión. En estos casos, hallamos, pues, una cierta correspondencia a nivel semántico entre el tipo de música programada y la oferta comercial en particular.
Con la música de «primer plano» «pretendemos dar la imagen que el cliente quiere dar, que esté en consonancia con el estilo de lo que quiere vender» (6). Esta idea aparece bien clara en los prospectos de propaganda de música ambiental:
Este tipo de programaciones musicales ¯que en el argot comercial se denomina a la carta¯ es servido por las empresas de música ambiental, pero los pequeños comercios, cada vez más proclives a dotar de diseño acústico a sus instalaciones, no recurren siempre a estas empresas sino que muchas veces son ellos mismos, mediante el uso de los medios convencionales de reproducción sonora, los que se programan su música. Así, por ejemplo, según los datos de un trabajo de campo realizado en 1998, en una de las calles más eminentemente comerciales de Barcelona, la calle Portaferrissa, 38 establecimientos de los 51 (8), que tuvimos ocasión de tomar en consideración, disponían de fondo musical, pero tan sólo 5 de ellos estaban abonados a una empresa proveedora de hilo musical.
La programación musical que podemos denominar «motivada», es decir, la que se articula de manera consciente y premeditada a nivel semántico, no la encontramos tan sólo en aquellos casos en que se identifica la música con la mercancía puesta a la venta, tal como la tienda de ropa para gente joven que programará «música joven» o el restaurante chino que agasajará a sus clientes con música de aquel país asiático. La música ambiental puede ser motivada en muchas más ocasiones. Es el caso de la música navideña que podemos escuchar en los grandes almacenes o incluso a través de los altavoces dispuestos al aire libre en calles de notoria actividad comercial, de la música de Carnaval que se puede oir en algunas ciudades alemanas (Suppan, 1984: 86) o de la música ambiental basada en motivos tradicionales catalanes, tal como es observable en el hilo musical del metro de la ciudad de Barcelona en fiestas señaladas como el día de Sant Jordi.
Las funciones que se otorgan a la ambientación musical pueden ser muy diferentes. Pensemos, por ejemplo, en los denominados «bares musicales», establecimientos, generalmente con un diseño de decoración moderno, en el que el cliente se sumerge en un flujo sonoro de volumen muy elevado y sin solución de continuidad. En realidad, aunque este caso tenga mucho en común con otros contextos de las músicas ambientales, es preciso diferenciarlo. En los bares musicales se otorga a la música una función de carácter lúdico y de hecho, por definición, forma parte explícita de la oferta del negocio, algo que no es propio de los otros contextos. Tiene en común con la música ambiental la característica de presentarse de una manera desritualizada, sin comienzos, finales, pausas y aplausos. Su principal diferencia radica en el hecho de que la música posee un protagonismo que no es propio de las músicas ambientales en general. Se trata siempre de una oferta musical concreta y acorde con los gustos musicales más actuales. Evidentemente, el uso de la música en los bares musicales tiene más que ver con la vieja tradición de dotar de entretenimiento musical a este tipo de espacios de diversión que con la lógica actual de las músicas ambientales. El fuerte volumen sonoro apunta a este protagonismo que se da al hecho musical, algo que no hallamos en la música de fondo ambiental.
Básicamente, la música, entendida como elemento de ambientación, puede desempeñar funciones de diferente naturaleza. En principio, se otorga a estas músicas la finalidad genérica de hacer más agradable la actividad que se realiza con ella, creando al mismo tiempo una sensación de familiaridad:
Negocios pequeños y medianos, centros de belleza, joyerías, ‘boutiques’, etc., que ya tienen una clientela consolidada, han de crear unos ambientes musicales con los que sus clientes se encuentren como en casa y que provoquen un clima familiar que favorezca el intercambio social (9).
«Estas músicas conspiran para hacernos sentir como en casa allá donde nos encontremos» (Muzak: 5).
Con la música ambiental se pretende sin duda alguna ejercer un cierto control del espacio sonoro. En este sentido, y por lo que respecta principalmente a los ámbitos laborales, se usa este tipo de música tanto para amortiguar los sonidos indeseados, es decir el ruido, como también para el caso contrario, para combatir el silencio.
El silencio es frecuentemente percibido por los miembros de nuestra sociedad como algo negativo. Es bien conocida la costumbre de las familias españolas de encender el aparato de televisión a pesar de que nadie esté pendiente de lo que sucede en la pantalla (10). Y, precisamente, una de las funciones más importantes que se asignan a las músicas ambientales es la anulación del silencio. Ya lo escribió Murray Schafer: «A las personas les gusta hacer ruidos para ser conscientes de que no están solas. Desde esta perspectiva, el silencio total es la negación de la persona humana» (Schafer, 1988: 302). Éste es precisamente uno de los argumentos principales en los que se basa el marketing de las empresas dedicadas a la comercialización de la música ambiental. Nada mejor que el fondo musical para exorcizar la incomodidad que sienten los clientes de un restaurante cuando, en aquellos momentos en los que hay aún pocas mesas ocupadas, el único murmullo que se percibe es el ruido de los cubiertos al chocar contra los platos. La música puede aparecer como un verdadero bálsamo para el silencio sepulcral, que puede producirse en las salas de espera o en el momento de ir a recoger el automóvil en un aparcamiento subterráneo de grandes dimensiones. Nada mejor también que un discreto murmullo musical para solventar el malestar que se siente en un espacio cerrado como el ascensor, cuando no hay nada que decir al usuario que lo comparte, o para hacer más soportables los momentos de espera telefónica cuando no es posible atender la llamada de forma inmediata (11).
Más allá de la simple anulación del silencio, la música ambiental puede proporcionar también connotaciones festivas. Esto se ve perfectamente reflejado en las grandes superficies comerciales, cuya implantación en nuestra sociedad no sólo ha cambiado los hábitos de compra sino también la percepción social de esta actividad. Hoy día, y cada vez más, el ir de compras a las grandes superficies comerciales ha adquirido un indudable tono festivo. Una actividad típica de los sábados en los que la familia en pleno puede ir a adquirir lo que necesita para su consumo cotidiano. Los vistosos colores, las banderolas de los comercios y sobre todo la música ambiental contribuyen claramente a hacer ver como una fiesta la febril actividad que se desarrolla bajo las estructuras de las grandes catedrales de la modernidad. La música no está tan sólo para conjurar el silencio sino para proporcionar sensaciones positivas de ánimo festivo. Por ello la oferta musical en estas ocasiones también tendrá poco que ver con el anonimato grisáceo de la música de fondo más convencional. No se escuchará generalmente la suave música instrumental que podemos encontrar en los pasillos de tantas oficinas, sino que serán canales «cantados» (según el argot de los profesionales del sector) los que amenicen a los clientes.
Pero asimismo no podemos ignorar otra clara función que, actualmente, se otorga a la música ambiental en los pequeños comercios: la representación. La música, tal como lo haría una tarjeta de visita, adquiere valor representacional para el establecimiento comercial. En este caso, la programación se distancia claramente de la idea de una música para todos y se identifica con un tipo muy concreto de música. Una tienda de ropa de vestir para gente joven hará uso de música joven; un comercio de carácter elitista como puede ser una peletería o una joyería hará uso de una programación de música instrumental o incluso de tipo predominantemente clásico. En el caso de las músicas en primer plano, el flujo sonoro sobrepasa incluso en muchas ocasiones el mismo umbral físico del establecimiento, de manera que en la calle o en las galerías de las grandes superficies comerciales la música oída sirve también de reclamo para el comercio en cuestión, tal como los neones o la mercancía expuesta en los escaparates. Por lo que se refiere a los comercios de la calle Portaferrissa de Barcelona, en 20 de los 38 que disponían de ambientación musical, ésta se podía oir desde el exterior del establecimiento.
El hecho de que las músicas ambientales se hayan ido extendiendo con una profusión cada vez mayor ha dado lugar a ciertas visiones tremendistas sobre esta práctica musical. Esta visión, en el fondo, tiene mucho que ver con el argumento de la «degradación de la civilización», una de las principales críticas negativas que de manera muy general formuló la teoría de la cultura de masas. Las músicas ambientales son negativamente valoradas sobre todo por el hecho de que el destinatario final de estas músicas, el trabajador de las grandes empresas, el cliente de los comercios o el usuario de los transportes públicos se encuentran inmersos en un flujo musical totalmente ajeno a su control. Se ha visto también el hilo musical como sucedáneo para la sociabilidad (Attali, 1977: 225). La música de fondo ayuda a eliminar la necesidad de comunicación que se aprecia en las salas de espera o en los compartimentos de los ferrocarriles. Hoy día, en estas ocasiones, se habla menos que antes y, aunque la circunstancia no sea imputable totalmente a las músicas que se pueden oir, el fondo musical ayuda sin duda alguna a ello, ya que la «necesidad» de superar el incómodo silencio está al menos satisfecha.
Frente a estos hechos sin duda alguna incuestionables, se ha dicho también que el muzak comporta connotaciones de totalitarismo y de orden impuesto (Groom, 1996: 6); lleva implícita la idea de conspiración y crea adicción (Muzak: 3). Según esta visión, se trata de melodías concebidas para mantener el orden social, un instrumento de cretinización, como sostiene Lanza, una «música para cuando trabajas lo más que puedes» (Groom, 1996: 8). El muzak, este remedio dulce como la miel para los infiernos de la tierra (Schafer, 1988: 131), ha sido denominado en suma «la armonía del holocausto» (Groom, 1996: 8). Ya en 1969, en una asamblea general del International Music Council de la Unesco que tuvo lugar en París, se elaboró una resolución en contra de la proliferación de las músicas ambientales (Schafer, 1988: 132-133).
En claro contraste con estas opiniones catastrofistas, la música ambiental no parece que moleste demasiado a la población, al menos en términos generales. Las encuestas que se han realizado abundan en este sentido (12). La población muestra un claro rechazo hacia la música que puede en un momento dado invadir la propia esfera privada, tal como es el caso cuando hay que soportar la música que, procedente del exterior ¯ya sea del vecino o de la calle¯, atraviesa los finos tabiques de las viviendas o cuando tenemos que oir forzosamente la música a todo volumen de los aparatos portátiles en las abarrotadas playas durante el verano. Pero en el caso de las músicas ambientales, además del hecho de estar diseñadas ¯tanto por su programación como por el volumen de emisión¯ para abarcar el mayor grado posible de gustos de los destinatarios, se las considera ya parte integral de un espacio público.
Según un exhaustivo análisis de las cartas al director, que los lectores de La Vanguardia remitieron al periódico en el año 1996 ¯uno de los foros preferidos por los barceloneses para expresar sus quejas ciudadanas¯, 33 de ellas hacían alusión a la problemática del ruido, en muy buena parte musical, de la ciudad de Barcelona, pero tan sólo una de estas cartas hacía referencia a la música ambiental equiparándola a la contaminación acústica (Martí, 1997: 15). En la ya mencionada encuesta realizada en la calle Portaferrissa de Barcelona, de 74 personas consultadas, tan sólo una de ellas se declaraba disconforme con la ambientación musical que había tenido que oir en el comercio que acababa de abandonar cuando se le planteó la cuestión. Tres personas afirmaron no haber sido conscientes de que había música, mientras las setenta restantes decían que les había gustado. Por otra parte, resulta evidente que, si la población estuviese mayoritariamente en contra de la música ambiental, no se habría difundido la práctica en la medida en que lo ha hecho.
Desde una perspectiva musicológica nos interesa tener en cuenta que, aunque el adagietto de Mahler que percibimos como mero fondo musical pueda ser formalmente el mismo que se escucha sentado en una cómoda butaca durante un concierto, el hecho musical es radicalmente diferente. Tal como ya nos advirtiera Umberto Eco, las condiciones objetivas de emisión determinan también el significado del mensaje (citado en Ariño, 1997: 78). La significación que pueda ir asociada a una música en el momento de su creación o por el tipo de referente al cual se la asocie puede variar sustantivamente según los condicionantes de emisión y de recepción. La música que surge de los discretos altavoces de un restaurante pertenece a un flujo sonoro sin principio ni final que forma parte de la realidad, tal como puede serlo la misma arquitectura del local. Estas piezas sonoras pierden rasgos característicos de temporalidad propios de la música para adquirir atributos de espacialidad. Pero lo más llamativo es que estas músicas se encuentran enmarcadas en unas estructuras significantes muy diferentes a las que podemos observar en un concierto. En una audición convencional hay muchos puntos referenciales que nos ayudan a encontrar sentidos en la pieza que escuchamos y que, por tanto, condicionan la escucha: la sala de conciertos, el escenario, la visión de la orquesta con los movimientos y característica gestualidad de sus músicos, la indumentaria de los mismos, el orden de las piezas ofrecidas y también el hecho de que sean ejecutadas como unidades discretas. Estas unidades poseen un antes y un después claramente marcados por los momentos de expectación ante la vista de la batuta inmóvil y dispuesta a iniciar sus primeros movimientos, así como por los aplausos al finalizar la obra. Son momentos señalizados por silencios iniciales y finales, una marca que no posee la música ambiental.
La música ambiental viene caracterizada por la ausencia de todos estos elementos manifiestamente ritualizantes cargados de significación. Nada impide que el oyente preste momentáneamente la atención a estas músicas invisibles. De hecho, una de las características de los eventos musicales impuestos es la escucha intermitente, alternando de manera continuada la no atención con la escucha consciente. El hilo musical ofrece la oportunidad de hacernos escapar a otro nivel de realidad, pero su volumen, generalmente discreto, permite dejarnos volver con facilidad al plano del cual nos ha sustraído. Se puede saborear atentamente el adagietto de Mahler al mismo tiempo que se desmenuza el pescado servido, lo que no evita que nos desconectemos mentalmente de aquel flujo sonoro ante la irrupción de otro estímulo que nos pida una atención preferencial. Pero el adagietto oído en el restaurante, en la boutique o en los asientos del ferrocarril será siempre diferente al que se pueda escuchar en una sala de conciertos. Se trata de músicas liberadas del ritual, de los marcos espaciales y temporales que habitualmente les asignamos.
Gregory Bateson nos hablaba de la noción de metamensaje y de su importancia. Además del mensaje en sí mismo, hay que tener en cuenta el entramado metacomunicativo que dice al receptor cómo debe ser entendido el mensaje; esto es de hecho lo que más interesaba a Bateson, el código escogido para la emisión del mensaje (Bateson, 1987: 130). Y ésta es precisamente una de las diferencias esenciales entre uno y otro adagietto de Mahler; el hecho de que se presente con un claro metamensaje o más bien desprovisto de él. Cuando lo escuchamos en una sala de conciertos, la arquitectura del local, el frac de los músicos, el silencio sepulcral por parte del público nos indican cómo debemos entender aquello que escuchamos. Cristopher Small nos hablaba de dos niveles diferentes en los que opera un concierto sinfónico: el nivel de disfrute o contemplación de las obras musicales y el nivel del ritual, que generalmente pasa desapercibido o ignorado debido a que está tan próximo a nosotros (Small, 1987: 8) y que sería, además, lo que formaría este entramado metacomunicativo. Es precisamente debido a este segundo nivel por lo que ¯tal como criticaba Jacques Attali¯ muchas de nuestras actividades musicales constituyen más un pretexto para la afirmación de la propia cultura que una manera de vivir la música (Attali, 1977: 238). Y en palabras de Small:
Creo que un concierto sinfónico es una celebración de la ‘historia sagrada’ de las clases medias occidentales, y una afirmación de fe en sus valores como permanente fuente de vida. Dado que estos valores y los de la sociedad industrial en general sufren cada vez más el ataque tanto de sus críticos como la presión de los acontecimientos, el concierto deviene más necesario como ritual de estabilidad en un mundo inestable (13) (1987:19).
(...) El hecho de que en un concierto sinfónico no se reconozca esta función es debido a que para sus participantes es esencial que sea así, ya que parte del mito industrial que celebra es la idea misma (...) de que hemos superado el mito y por tanto el ritual (14) (1987: 26).
Todos estos importantes elementos metacomunicativos centrados en el hecho musical están ausentes en el caso de las músicas ambientales. En el hilo musical, la música se nos presenta más desnuda que nunca: músicas sin rituales que marquen pautas para su decodificación; algo que ha sido facilitado enormemente por los avances tecnológicos: «la reproductibilidad técnica emancipa la obra de arte, por primera vez en la historia del mundo, de su existencia parasitaria dentro de la esfera del ritual» (Benjamin, 1983: 41). El hilo musical es música sin espectáculo.
En el contexto de las músicas ambientales, el hecho musical ve disminuido su valor social, precisamente porque, tal como afirmaba Walter Benjamin, «(...) el valor único de la obra de arte auténtica encuentra su fundamento en el ritual, dentro del ámbito del cual ha tenido su primer y originario valor de uso» (Benjamin, 1983: 41). A través del tratamiento de la música como ornamentación ambiental, aquélla ve mermada su aureola de evento solemne, de exclusividad: es un bien de consumo más. No hay aplausos, ni tampoco el sentido de communitas que se desprende de la reunión en una sala de conciertos de todos aquellos que han acudido con una misma finalidad y que desempeñan el rol de «público». No se sabe quiénes son los intérpretes, y en muchos casos ni siquiera se reconocen los títulos de las composiciones que se escuchan, y, por ello, estas músicas se resisten a que nos las apropiemos. En nuestra cultura percibimos fácilmente los diferentes tipos de músicas como íntimamente ligados a determinados espacios: «No puede ubicarse cualquier música en no importa qué tipo de espacio escénico. Las músicas tienen su lugar natural, adscrito a su esencia»(15) (Formentor, 1998: 54).
El hecho de contravenir estas normas, como en aquellos casos en que el tipo de música programada y el espacio donde se escucha poseen valores semánticos contradictorios, puede suscitar fácilmente el rechazo social (16). Pero las músicas ambientales se liberan asimismo de toda esclavitud espacial, como también temporal. Suenan en el lugar más insospechado y en el momento que más les apetece. Pero además de esto, la música programada es también capaz de domesticar espacios: hace que resulten familiares los espacios extraños o extraños los espacios familiares. Joseph Lanza nos da un ilustrativo ejemplo de esta última posibilidad. En Nueva York, las autoridades portuarias decidieron cambiar el tipo de música que podía escucharse en sus instalaciones para ahuyentar de esta manera a los vagabundos y pequeños traficantes de droga, que habitualmente frecuentan los espacios portuarios públicos. Para ello, optaron por sustituir el repertorio más convencional de música ambiental por un nuevo canal de música clásica (Lanza, 1995: 227).
Hoy día sabemos que los objetos culturales no poseen valor en sí. Solo hace falta pensar, por ejemplo, en aquella obra maestra pictórica que pierde su valor de la noche a la mañana por haberse descubierto que se trata de una falsificación: el lienzo será el mismo, pero para nosotros no es igual el hecho de que proceda de van Gogh o de otro pintor desconocido que hubiese falsificado su firma. El valor se asigna a los objetos culturales en su cualidad de formas simbólicas y, por tanto, con nexos referenciales extrínsecos, al mismo tiempo que este valor es representado por el contexto ritual en el cual se enmarcan los objetos. Se ha dicho con toda justicia que «afirmar que los objetos culturales tienen valor, sería lo mismo que decir que los teléfonos tienen conversaciones» (17) (Life of Brian, 1996), y el caso de las músicas ambientales nos ayuda decididamente a comprender mucho mejor esta verdad. Lo que habitualmente entendemos por «música» es algo mucho más que un objeto. Es el resultado de «un conjunto de procesos surgidos a partir de las relaciones entre los sonidos musicales y los agentes sociales que confieren a estos sonidos sus significaciones y valores» (Shepherd, 1994: 136).
En vista de todo esto, pues, no nos tiene que extrañar que se haya dicho despectivamente de este perfume acústico que es el muzak, que reduce la música a pseudoarte, a charlatanería (Schafer, 1988: 133). Hoy día, se habla cada vez más del innegable hecho de la difuminación de fronteras entre música culta y popular. Pero las nuevas tecnologías, asociadas a la sociedad de masas, crean nuevas relaciones jerárquicas: eventos musicales despreciados no ya por la naturaleza de sus músicas sino por la manera de recepción o de difusión: las músicas ambientales ¯junto con otras actualizaciones contemporáneas de la música como el karaoke¯ pertenecen hoy día a esta subcasta. Para empezar, el hilo musical es lo que de manera peyorativa se denomina «música enlatada», pero su peor pecado será sin duda el hecho de que condene a algo considerado tan excelso como la música a ser un mero fondo decorativo desritualizado, cuando el lugar de ésta se halla en el escenario de la gran sala de conciertos. Se considera la música ambiental como pseudocultura. Así pues, el valor de un «evento musical», en el que se ofrezca lo más preciado de nuestro repertorio, será mayor o menor según que aquello que escuchemos se materialice en los espacios, que tenemos tradicionalmente, asignados para ello o en cualquiera de las múltiples terminales en las que desembocan los flujos del hilo musical.
La música ambiental rehúye de manera tácita la noción de artista y de obra artística autónoma, y por ello encarna un cierto ethos populista (Radano, 1989: 458). Por otra parte, el hecho de que la música, presentada de esta manera, muestre unas nuevas coordenadas axiológicas y semánticas ofrece asimismo la posibilidad de ser a su vez reasumida con estas particularidades como obra artística, una manera de entender el hecho musical que ya tiene su importante precedente en aquella musique d’ameublement de Erik Satie para ser oída en los intervalos de los conciertos:
Les rogamos no darle ninguna importancia y actuar durante el intervalo como si la música no existiera (...) La música de amoblamiento crea una vibración; no tiene otro objetivo; cumple el mismo papel que la luz y el calor: comodidad en todas sus formas (18) (Rowell, 1987: 228).
En los últimos tiempos, Brian Eno con su Ambient Music será posiblemente una de las manifestaciones más significativas de esta manera de entender la música. Véase o escúchese, por ejemplo, su Music for Airports, una composición concebida para un marco espacial específico, diseñada para convivir con los otros ruidos y sonidos que pueblan las salas de espera de los aeropuertos y que, además, tiene que ser constantemente interrumpida por los anuncios (Eno, 1996: 295). Brian Eno compuso esta música de manera fiel a uno de los presupuestos básicos de la Ambient Music: el que tuviese que acomodarse a diferentes niveles de atención auditiva. Por consiguiente, se trata de una música que tiene tanto que saber despertar el interés como poder ser también perfectamente ignorable (Eno, 1996: 296).
Pero, dejando ahora al margen el caso particular e híbrido de Brian Eno, la percepción social que se tiene del hecho musical, según se presente bajo la forma de músicas ambientales o a través de los modos más institucionalizados de audición, puede ser tan diferente que incluso se ha afirmado que en el caso de las músicas ambientales más valdría pensar en formas sónicas que en música propiamente dicha (Radano, 1989: 457). Esto apunta a la gran importancia que posee el marco ritual para el hecho musical, y nos ayuda precisamente a entender mejor que lo que habitualmente designamos por «música» va mucho más allá de ser una simple manifestación sonora: es algo que exige sus componentes ritualizantes y sus bien estipuladas referencias simbólicas.