Las culturas del rock es una compilación de ensayos de ponencias que destacados especialistas en la materia realizaron en el marco de un ciclo de conferencias patrocinado y organizado por la Fundació Bancaixa.
Como es habitual en toda colección de ensayos, el nivel de los mismos no es parejo, y en el caso de la colección que nos ocupa, a lo desparejo de las contribuciones se le agrega lo heterogéneo de los artículos. Llama también la atención la ausencia de una introducción a la colección escrita por los editores, ya que lo único que juega a manera de introducción es una brevísima "Presentación" por parte de la Fundació Bancaixa, la patrocinadora del libro.
Dicho esto, vayamos al análisis de los artículos que forman parte del libro. Simon Frith inicia la tarea con un muy buen artículo sobre "La constitución de la música rock como industria transnacional". En el mismo, Frith, con su habitual profundidad, nos propone que "la constitución de la música rock como una industria transnacional ha dado también lugar a la constitución de una industria musical transnacional según las leyes del rock" (p. 30). En este sentido, el autor británico sostiene que el rock ya no puede ser definido como un estilo musical en sí mismo, ni como una especie de ideología juvenil, sino que el rock es el término con el que han sido entendidos los procesos de producción musical transnacional contemporáneos.
Así, por ejemplo, lo que se conoce como world music "está hecha en condiciones locales, utilizando recursos locales, pero con una comprensión del 'oído' internacional, con un entendimiento del universo de sonido subyacente, dentro del cual debe ser expresada la 'diferencia' si es que quiere ser escuchada. Y el rock se ha convertido en el gancho para este oído, para este universo. El rock describe menos un estilo musical (o un contenido) que un valor auditivo ..." (p. 19).
Pero si esto puede entusiasmar a los rockeros por la capacidad hegemónica que "su" música parece haber adquirido, Frith es muy crítico acerca del futuro de una música popular hegemonizada por el sonido rockero, porque si antes hablar de rock "significaba referirse a una forma musical que se había comprometido con el futuro ... hoy parece describir una forma (y una industria) que se ha hundido en su propio pasado ... [de ahí que] el rock ya no será el mejor vehículo para dirigir lo que suceda en la música, en la tecnología y en el cambio" (p. 30).
Frith está describiendo muy bien lo que acontece en los países del primer mundo, pero su análisis debería ser modificado cuando se hace referencia a la música de rock de países periféricos como, por ejemplo, la Argentina. ) Cómo entender si no lo que acontece con las bandas del "rock chabón" (un rock producido y consumido por los jóvenes mal ocupados y desocupados del neoliberalismo menemista) que van a grabar sus discos a Los Angeles, Nueva York o Londres? Si por un lado estos conjuntos rockeros argentinos caen como anillo al dedo a la afirmación de Frith de que "World music es claramente definida aquí como una música portadora de un sentido de la 'diferencia' local al 'competir' en el mercado internacional. Sus sonidos individuales pueden, por lo tanto, evocar lugares o comunidades del Tercer Mundo, pero la calidad de su sonido proviene de los estudios de grabación del Primer Mundo metropolitano" (p. 19). Por otro lado su éxito en la Argentina sigue estando relacionado con el ser definidos como los "auténticos representantes de la verdadera cultura rockera" que, al final del siglo, es la cultura que da sentido y relata los estragos del proyecto neoliberal argentino. Con esto quiero decir que en algunos países periféricos como la Argentina, el contenido ideológico del rock sigue siendo central, mucho más que lo que Frith parece reconocer al rock internacional.
El segundo artículo de la colección es una magnífica contribución de Simon Reynolds y trata de la cultura rave. En este ensayo Reynolds hace un análisis que por clásico no deja de ser revelador de la relación entre la subcultura juvenil inglesa que se armó alrededor de la droga Éxtasis, y la música rave. Y digo clásico porque el ensayo se encuadra en la escuela homológica subculturalista inglesa, y el artículo comparte con la misma todas sus virtudes y defectos. La principal tesis del autor es que "los dos elementos más radicales y subversivos de la cultura rave son asimismo los que la convierten en nihilista y antihumanista: es decir, la naturaleza intransitiva de la experiencia rave y la asexualidad de esta música" (pp. 35-36). De este modo, pareciera ser que "En el centro del rave existe una tautología: se trata de celebrar la celebración" (p. 36), y para lograrlo a pleno, se hace uso de las drogas, de donde, según Reynolds, "La música rave, con su complicada producción, su textura sinestésica, sus ritmos contagiosos y su sentimentalidad, está explícitamente diseñada para potenciar los efectos del Éxtasis ..." (p. 34).
El autor inglés hace un análisis histórico-social de como los cambios en la música, las canciones y el baile del rave se relacionan con la experiencia (la mayoría de las veces traumática) de los jóvenes con el Éxtasis, de ahí que plantee, por ejemplo, que "Hacia la mitad del año 1992, las happy canciones raveras estaban siendo eclipsadas por los temas más oscuros, un estilo que apareció para reflejar precisamente tales costes: efectos secundarios a largo plazo del Éxtasis, marihuana y anfetaminas: depresión, paranoia, disociación y sensaciones horripilantes de lo desconocido" (p. 38, el subrayado es mío). La palabra por mí subrayada, "refleja", habla a las claras del tipo de relación que Reynolds cree conecta a la música con el actor social que la practica. Los cambios que se producen hacia finales de 1992 en la música en sí misma (su remasculinización) y el baile (su evolución hacia una música de tensión sin relajamiento), también "reflejarían", según Reynolds, la experiencia de los jóvenes raveros con los efectos de largo plazo del Éxtasis: "La evolución del harcore hacia el darkcore y hacia el jungle reflejaba la realidad farmacológica de la subcultura de finales de 1992 y principios de 1993" (p. 41, el subrayado es mío).
Y la relación homológica que Reynolds cree encontrar entre la subcultura y la música va un paso más allá, ya que el autor inglés llega a plantear la existencia de un cierto "determinismo químico" que ligaría a la droga con la cultura ravera: "Estoy convencido de que los aspectos intransitivos, de ir a ninguna parte, de la cultura ravera se encuentran casi químicamente programados en la droga" (p. 42). Sin embargo, una vez planteado esto, un par de páginas más adelante, Reynolds propone algo bastante más complejo: "Grossberg señala que 'en vez de bailar la música que te gusta, te gusta la música que bailas'. Yo añadiría que 'te gusta la música con la que te puedes drogar', la música que intensifica mejor los efectos químicos" (p. 44). Y digo algo mucho más complejo porque por primera vez en el texto el autor abre la posibilidad de un ida y vuelta entre la música y la identidad de los actores raveros, que antes parecía un camino sólo de ida entre una identidad ya estructurada y la música que la reflejaba.
Por último Reynolds reclama un lugar diferente desde donde entender la cultura y la música rave, ya que, según él, "Las técnicas interpretativas derivadas de la Crítica Literaria o de los Estudios Sociales tienen poco que hacer con esta música, que es todo superficie, una panoplia de zonas erógenas o erotomísticas" (p. 48). Este reclamo es más que interesante, dado que Reynolds es bastante "clásico" en su análisis subculturalista de la escena ravera, permitiéndose pocas libertades en relación a la férrea relación "efectos de la droga/subcultura juvenil/música rave" que permea casi todo el texto.
No obstante mi crítica estamos en presencia de un magnífico artículo que muestra bastante bien (aunque unidireccionalmente) la relación que existe entre la clase obrera inglesa consumidora de Éxtasis y la música de rave. Un artículo que plantea hipótesis más que interesantes para futuras investigaciones, como cuando Reynolds escribe que "el rave es una especie de fase de acostumbramiento a la realidad virtual. Adapta el sistema nervioso, acelerando el aparato perceptivo, haciendo evolucionar la subjetividad post-humana que necesita y que engendra la tecnología digital" (p. 45).
El siguiente artículo de la colección fue escrito por Lindsay Waters, y aunque mayormente habla de cine, muchos de sus planteos pueden ser utilizados (y el mismo autor lo hace con frecuencia) para entender la nueva relación entre percepción e identidad que abren las tecnologías mediáticas de los siglos XIX y XX. Waters discute en su excelente artículo lo que él llama "la peligrosa idea de Walter Benjamin", es decir, que la obra de arte, en la edad de su reproducción técnica, pasa a cumplir una función radicalmente distinta a la que venía cumpliendo con anterioridad. En este sentido, "Por un lado el advenimiento de la máquina deja claro hasta qué punto la visión humana es guiada por la máquina, de tal manera que el sujeto humano adopta--si los hay--aspectos del aparato que antaño eran instrumentos, es decir, algo objetivado. Por el otro, la intervención de la máquina tiene el efecto de convertir al sujeto humano, los actores y las actrices, en meros objetos de la máquina, como agentes que tomar e inscribir" (p. 61). Es por todo esto que Benjamin consideraba que el cine había abierto una nueva forma de cognición humana, haciendo incoherente la vieja dicotomía entre sujeto y objeto, inaugurando la epistemología del "híbrido". De ahí que el planteo del autor alemán no sólo hace hincapié en como las nuevas máquinas amplifican las capacidades cognitivas de los seres humanos, sino que también pone de manifiesto como dicha tecnología, fundamentalmente, transforma y reconstruye las relaciones humanas en sí mismas
En relación al primer punto Waters, a través de su discusión de Benjamin, se interesa en la manera en que las máquinas que caracterizan la producción artística del siglo XX (cámara en el cine; micrófonos y amplificadores en el rock, etc.) transforman la percepción humana en sí misma. Así, Waters plantea que "Las obras de arte de viejo estilo y las tecnologías de viejo estilo, tales como la imprenta, existen sin ningún problema fuera del cuerpo. Lo que caracteriza al pop art es la manera con la que difumina la frontera entre humano y máquina. Benjamin señala que la máquina está inmersa en el ciclo de la creatividad. Hombre y máquina forman un híbrido que es el circuito que produce obras de arte. Un nuevo circuito de agentes--unos humanos y otros no--es el productor de obras de arte, no el yo soberano de la teoría tradicional sobre el arte ... Tales actores mecánicos, al juntarse con actores humanos, hacen posible el surgimiento de híbridos." (p. 60).
En relación al segundo tema, Waters/Benjamin plantean que el lazo en el que los humanos son constituidos como sujetos se replantea en la era de la reproducción mecánica de la cultura, ya que dicho lazo ahora pasa por máquinas que no están estructuradas como un lenguaje humano. Y esto no es necesariamente malo para Benjamin, sino que, bajo ciertas circunstancias, puede llegar a ser liberador. )Por qué? Porque la audiencia de un filme se abriría a una "óptica inconsciente" que es el producto de la percepción "distraída" que permite la cultura pop mecanizada, algo impensable en relación a la cultura "seria" no mediatizada. Así, Waters plantea que "Con el pop art, cuyo nombre cubre todas las artes en las que la máquina forma parte integral con la producción y la recepción de manera no casual (como en los libros), tenemos un arte situado más allá del intelecto y del cuerpo humano y que posee la capacidad de golpearnos más allá de nuestro intelecto, en nuestro inconsciente. Uno no puede controlar la recepción. El inconsciente óptico o auditivo entra en juego, porque uno está distraído en el proceso de mirar o de escuchar ... Contemplar a una distancia bajo control del superego es imposible." (pp. 65-66).
Y tampoco sería malo desde otro punto de vista, es decir, desde la construcción social de un actor colectivo que toda obra de arte pop entraña. Así, si uno experimenta el arte tradicional contemplándolo a distancia, en donde el receptor de ese tipo de arte experimenta un sentido renovado de su individualidad, la "experiencia del pop art es, en cambio, la del yo como ser social" (p. 67). Es decir, estamos en presencia de un arte cuya recepción es consumida por una colectividad en estado de distracción.
Por todo esto Waters nos habla en su artículo de cierta capacidad redentora y mesiánica que tendría el pop art: "El pop deja aparecer en nosotros un sentido de nuestros yoes como yoes sociales que no han determinado qué papeles interpretar. El pop, al resistir el ataque de nuestras mentes controladoras, nos libera de las fantasías de control total ... El arte nos libera del ser social institucionalizado y nos convierte en un ser desinstitucionalizado libre de nuevas combinaciones." (p. 70).
Si al artículo de Reynolds lo podríamos fácilmente relacionar con la escuela subculturalista inglesa, el de Waters encuadraría perfectamente en lo que se dio en llamar "cultural populism" dentro de la tradición de la escuela de Birmingham. De acuerdo a este "populismo cultural", habría que celebrar más que criticar los productos de la cultura comercial. Es lo que hace, por ejemplo, John Fiske en relación a Madonna, al sostener que la diva ofrecería a sus fans su propia versión de crítica ideológica feminista, al cuestionar "las oposiciones binarias como forma de conceptualizar a la mujer" (Fiske 1987, p. 275). Esta vertiente de la escuela de estudios culturales inglesas reconoce una deuda importante con los trabajos de Roland Barthes, quien, en sus últimos escritos, estaba convencido de que los textos marcadamente polisémicos son capaces de generar placeres particularmente intensos y liberadores. Una crítica importante que se le ha hecho a esta posición (y que bien le cabe al artículo de Waters) es que se olvida de fenómenos tales como la cooptación y la construcción de hegemonía via los productos culturales masivos. También a través de los productos culturales comerciales se ofrecen posiciones de sujeto que son funcionales a los intereses de los actores hegemónicos.
Una preocupación que me surge del artículo de Waters tiene que ver con su exaltación de la "distracción" como posibilidad de acceder a significados más profundos y liberadores. Y me preocupa a partir del trabajo de Cornelius Castoriadis y su planteo de que lo que precisamente caracteriza a la sociedad de masas es la "muerte por distracción". Así, Castoriadis nos plantea que el individuo moderno vive escapándole continuamente al conocimiento de que no sólo se va a morir, sino de que nada de lo que haga tiene el más mínimo sentido. De ahí que se dedique a correr, hacer jogging, comprar en el supermercado, pasar de canal en canal con el control remoto de la televisión, etc., es decir, se distrae a sí mismo. Esto, de acuerdo a Castoriadis, "es muerte por distracción, muerte por mirar una pantalla en donde cosas que uno no vive y no puede vivir pasan continuamente" (Castoriadis 1997, p. 93). De ahí que me parece que al menos Walters debería haber considerado esta otra posibilidad en relación a la "distracción".
El muy buen artículo de Andrew Ross es un ejemplo de como los fenómenos de identificación a través de la música se enriquecen cuando también se los mira desde el ángulo de la economía política. Ross plantea que "Los cambios en la economía del Caribe son tan relevantes hoy para la forma que adquiere la música jamaicana como lo fueron aquellos extraordinarios años del ska y del rocksteady, posteriores a la independencia ... la influencia de las iniciativas económicas de los Estados Unidos ha sido fundamental en el último quinquenio ... Ningún análisis de los cambios en el paradigma musical reinante será completo si no se considera esta pérdida masiva de soberanía efectiva de un pueblo cuya 'marcha hacia adelante' desde el colonialismo duró un breve período de dieciséis años y acabó cuando Jamaica se convirtió en el caso de estudio de la nueva política de 'reajuste estructural' del Fondo Monetario Internacional" (pp. 81-82).
Esta íntima relación entre cambios en las políticas económicas y cambios en el escenario musical que puede percibirse en algunos casos en particular es muy bien analizado por Ross en la forma en que la pista de baile produjo su propia "economía sexual". Así, de acuerdo a este autor, la política de inversión extranjera fomentada en Jamaica se basó, como en muchos otros lugares del mundo, en la incorporación al mercado de trabajo de mujeres jóvenes de baja calificación y proclives a una alta rotación. De acuerdo a Ross, "Esta continua inversión económica en el trabajo de las mujeres corrió pareja con la cultura de la exhibición femenina que sería la regla en las pistas de baile ... [lo que] suministró un espacio más amplio a las mujeres, sobre todo para que éstas organizaran sus identidades sociales" (p. 86). En un claro paralelismo con lo que ocurrió en la escena musical argentina con el surgimiento del "rock chabón" (Semán y Vila, 1999), Ross plantea que "La cultura individualizadora de la economía neoliberal había empezado a permear todos los aspectos del comportamiento y de la expresión populares caribeños. Y así, cuando los nuevos circuitos rasta se dirigieron hacia la predicación y la enseñanza conscientes, el renacimiento del reggae con raíces parecía más una versión de restauración cristiana que un resurgimiento de la apocalíptica voz rasta ... No era una visión aterradora de destrucción colectiva en el futuro, sino una búsqueda de alivio de las penalidades del presente y una añoranza por el pasado" (p. 87).
El artículo de Lucy O'Brien es un poco distinto a los anteriores en el sentido de que es muy descriptivo y poco teórico. Sin embargo, lo que describe lo describe muy bien, y esto es la poca atención que han recibido hasta el presente las mujeres en el campo de la música popular. De acuerdo a O'Brien, las mujeres músicas no han sido nunca escritas desde el punto de vista de "la obra a la que habían contribuido con su trabajo" (p. 95). Su artículo, precisamente, trata de ser un primer paso en este sentido. Así, O'Brien se encarga de resaltar como diversas cantantes estuvieron en la avanzada de las nuevas tecnologías usadas en la música popular (Billie Holiday, Donna Summer); fueron las principales encargadas de difundir el blues a audiencias más amplias a través del vodevil; o como "fueron siempre las consumidoras quienes hicieron que los grupos musicales vendieran enormes cantidades de discos una vez sobrepasado el nivel local de sus admiradores" (p. 97).
O'Brien muestra en su artículo como el progreso de la mujer dentro de la música popular ha sido lento, pero sostenido. Así, presenta el ejemplo de Madonna, primer mujer música que ha logrado el control financiero de su propia carrera; o el de Melissa Etheridge quien no ha "destrozado" su carrera asumiendo su homosexualidad públicamente. No obstante, "aunque las perspectivas son más optimistas que nunca antes, las mujeres tienen todavía poca representación. Ocupan menos del 20% de las listas de éxitos estadounidenses y británicas" (p. 101).
Si esto ocurre desde el punto de vista de la producción musical, algo similar se puede ver desde el punto de vista de la recepción: "Con la llegada de una nueva generación de artistas, desde Courtney Love a Björk, la industria se ha dado cuenta de que existe un mercado enorme y aún por explotar de compradoras de discos. Hasta hace muy poco, los hombres que se ocupan de la comercialización de las compañías discográficas hubieran mantenido que 'las mujeres son consumidoras pasivas, no activas', es decir, puede que escuchen la colección de discos de sus amigos, pero no compran para sí mismas" (p. 102). Ahora la situación ha cambiado, y las compañías discográficas han descubierto que "Las consumidoras son un grupo lleno de poder. Son ellas quienes llevan a los grupos musicales de ser grupos de culto a ser grupos de masas" (p. 103).
El artículo de Wlad Godzich se titula "Souvenirs, Souvenirs! Memorias de un no-rockero" y ofrece una muy interesante reflexión "desde afuera" acerca de la cultura rockera. El tema principal de su trabajo es bucear en la relación del rock con lo que Godzich llama el "predicamento de nuestra época: la incapacidad del sujeto afectivo para vivir al mismo ritmo que el sujeto cognitivo, y viceversa. La falta de sincronización de los dos sujetos marca el fin de la modernidad, por cuanto la modernidad cartesiana y kantiana suponía una armonía temporal entre los dos sujetos" (pp. 108-109). De ahí que la hipótesis principal de su artículo sea que el éxito mundial del rock tiene que ver con el hecho de que el rock sería la primera música que puede localizarse en la ruptura de la armonía entre el sujeto del saber y el sujeto de la experiencia.
Esta relación conflictiva, siempre abierta, ese estado precario caracterizado por un equilibrio débil entre el sujeto del saber y el de la experiencia es ejemplificado por Godzich usando la metáfora de "América" como distinta y enfrentada a los "Estados Unidos". Y el autor analiza sus diferencias y enfrentamientos a través de la música de rock: "En Chuck Berry la disonancia entre el sujeto del saber y el sujeto de la experiencia era controlada y analizada políticamente: el sujeto del saber era la figura de la hegemonía cultural, era el saber oficial, era América; el sujeto de la experiencia era los Estados Unidos, era la consciencia del abismo que separaba la realidad oficial--y sus discursos ronroneantes--de la realidad verdadera y sus discursos censurados. La falta de armonía entre los dos sujetos era el objeto de un análisis político y era vivida de un modo casi trágico o, por lo menos, lamentada en el blues" (pp. 113-114).
Pero donde tal disarmonía entre el sujeto del saber y el sujeto de la experiencia tenía su mayor expresión no era en ningún proceso semiótico como podría ser la música de blues, sino que se expresaba materialmente en la construcción de un cuerpo muy especial: la de los bailarines negros de música de rock. Claramente influenciado por el trabajo de Judith Buttler sobre la materialización en los cuerpos de los ideales normativos regulatorios, Godzich plantea que "El cuerpo negro norteamericano es un cuerpo en el cruce de varias temporalidades; su medio es la danza, pero una danza que da la espalda a la armonía y trata de seguir todos los ritmos variados y las temporalidades en que se desplieguen al mismo tiempo ... La acción del cuerpo no tiene nada que hacer con cualquier proceso semiótico de síntesis o de reconocimiento ...; es un proceso material en el cual el cuerpo marca su relación múltiple con su ambiente" (p. 114).
Debemos recordar aquí que lo que Butler nos sugiere en relación al proceso de construcción identitaria es que los sujetos son producidos en el curso de su materialización, donde materialización es entendida "no como el acto por medio del cual un sujeto pone en existencia lo que ella o él nombra sino más bien como ese poder reiterativo del discurso de producir los fenómenos que regula y constriñe" (Butler 1993, p. 2). En este sentido, el sexo, la raza, la etnia o la edad no sólo funcionarían como una norma a ser seguida, sino que, y aún más importante, lo harían como prácticas regulatorias que producen los cuerpos que gobiernan. Esta es la razón por la cual Stuart Hall piensa que la nueva tarea a llevar a cabo es "pensar la cuestión del carácter distintivo de la lógica dentro de la cual el cuerpo racializado y etnicizado es constituido discursivamente, a través del ideal normativo regulatorio de un 'eurocentrismo compulsivo'. Y la sutura de lo psíquico y lo discursivo en su constitución" (Hall 1996, p. 16).
Lo original del planteo de Godzich es lo que se habría "materializado" en el cuerpo de los bailarines negros de rock no sería un "ideal regulatorio" en particular, sino la lucha entre tal ideal regulatorio (el sujeto del saber metaforizado como "América" por Godzich), y un sujeto de la experiencia que busca salir del silencio al que lo tiene sometido el sujeto del saber. Es decir, el cuerpo sigue siendo entendido como campo de lucha por la construcción discursiva de la identidad, pero la lucha no se define en la materialización de uno u otro de los ideales regulatorios que se disputan su constitución, sino que continúa como lucha indecisa y el cuerpo es marcado por tal indecisión.
Otro lugar donde Godzich identifica la tensión entre "América" y los "Estados Unidos" es en la "disglosia de los Beatles, que hablaban inglés pero cantaban en norteamericano" (p. 118): "El rock que venía de Inglaterra no era rock inglés, ni tampoco rock norteamericano, pero sí rock 'americano', como lo serían varios 'rocks' que surgirían en los años setenta: australiano, canadiense, sueco, alemán, japonés o filipino. En su fondo, el rock es 'americano' en el sentido de que es la expresión cultural del americanismo. En los EE.UU. sólo nació por contingencia histórica" (pp. 118-119). Godzich hace referencia aquí a la definición gramsciana de "americanismo", es decir, el nacimiento de una nueva formación social donde prima lo económico, la esfera de la cultura se moviliza al servicio de la economía y la hegemonía cultural es esencial.
A mi me parece que el análisis que hace Godzich no se puede aplicar al caso del rock nacional argentino (uno de los "varios" rocks de que habla el autor) por varias razones. En primer lugar porque el rock argentino es casi contemporáneo del inglés/norteamericano, dado que sus primeras expresiones datan de 1965. En segundo lugar porque el rock nacional nace musical y poéticamente como algo muy argentino, haciendo música de fusión con el tango y el rock muchos años antes de que la fusión se transformara en moda, y con una temática muy porteña en sus letras. En este sentido, el rock nacional siempre sonó argentino, nunca americano.
En la parte final de su artículo Godzich plantea que es justamente en el videoclip de música de rock donde finalmente se reconoce la imposibilidad de sintetizar el sujeto del saber con el sujeto de la experiencia: "los videoclips demostraban a todos los espectadores que nadie era el sujeto transcendental de la modernidad, que no había tal sujeto, que cada uno de nosotros no era nada más que un sujeto provisional y parcial, y que el problema central no era la armonización del sujeto soberano del saber con el sujeto fragmentario de la experiencia, sino aceptar y vivir la posibilidad de que nosotros, los seres humanos, no tomamos parte en el noûs griego, que lo que deberíamos aprender era la gestión no del saber, sino de la ignorancia" (p. 124). Un importante tema que ameritaría una investigación en profundidad.
La colección termina con dos artículos más, uno de David Toop acerca de la modificación de grabaciones originales a través del agregado de otras voces, otros instrumentos, o su ejecución a otra velocidad de cinta, donde el autor plantea que "La belleza de las grabaciones añadidas y de los duetos con artistas fallecidos es la culminación del potencial que posee la música de estudio como ciencia ficción, la puesta a punto de las configuraciones que nuestra imaginación nos susurra pero que nuestros cuerpos raramente nos conceden" (p. 137); y otro de Santiago Auserón, que trata de varios tópicos, de los cuales me llamaron especialmente la atención dos. El primero hace referencia a la posibilidad que tendría el son cubano de funcionar a la manera de puente entre la lírica en español (que en realidad debería haber sido identificada por Auserón como "lírica en castellano"), y la música de rock. El autor basa su postura en que "en algunas músicas centroamericanas ... el español ha alcanzado un estado cristalino, que devuelve a la sílaba toda su eficacia sonora. En el caso del son cubano, la síntesis rítmica, la armonía sencilla y un modalismo próximo al habla, entroncan, además, directamente con las raíces del blues en que se basa el lenguaje del rock internacional" (p. 149).
El otro tópico que Auserón desarrolla muy inteligentemente hace referencia a como las canciones "construyen mundos alternativos, utopías reales que ocupan un lugar transformable en el espacio concreto, lugares privilegiados en que se ofrece al espíritu la posibilidad de regenerar su energía, al pensamiento una lente desde la que contemplar el mundo huidizo, en situaciones en las que no suele haber tiempo para detenerse a pensar" (p. 170).
En definitiva, Las culturas del rock es una rica colección de ensayos muy diversos acerca de la música de rock y sus circunstancias sociales y culturales. Lamentablemente, al no contar con una introducción a cargo de los responsables de la colección, no disponemos de una explicación de la lógica que hubo detrás de tan variada selección de tópicos y autores.
Referencias