México: Juan Pablos Editor- Universidad Autónoma del Estado de Morelos, 2009. 207 pp.
ISBN: 978-607-7771-04-3 UAEM/ 978-607-7700-17-3 Juan Pablos Editor
Contribuyendo a la mejor comprensión y valoración de la estética musical indígena de México, el texto de Georgina Flores Mercado aporta una pertinente reflexión sobre la cultural musical de la comunidad p’urhépecha de Santiago Tingambato, Michoacán, y su impacto en la construcción y afirmación de su identidad cultural. El texto no sólo plantea los resultados de su investigación dentro de esta comunidad indígena sino también expone los planteamientos epistemológicos que sustentan la relación entre la cultura musical y la identidad social.
El texto parte del análisis de las prácticas musicales y los patrones culturales que las definen, contextualizando la producción sonora dentro de procesos histórico-sociales, donde se instauran sistemas de codificación cultural de los sonidos de acuerdo a las particularidades de la identidad cultural de cada sociedad y época. Así por ejemplo, el sistema de afinación no se rige por una normatividad universal, sino que asume codificaciones particulares en función de la diversidad de cánones culturales e históricos. Esta premisa constituye un referente para considerar la particular codificación cultural que las comunidades indígenas instauran dentro de sus prácticas musicales, no sólo como resultado de su ancestral herencia mesoamericana sino también de su apropiación de técnicas, instrumentos y códigos culturales de los europeos, a partir de la conquista en el siglo XVI. Pese a no contar con apenas datos sobre la codificación cultural de las prácticas musicales mesoamericanas, la autora señala algunos datos relevadores sobre la elaboración de sus instrumentos, como los de aliento, ya sea la flauta de cerámica, tanto globular como tubular, o los caracoles marinos; los de percusión están integrados por los cuernos de venado, conchas de tortuga, así como por tambores de madera sonora con una figuración zoomorfa, raspadores de hueso de venado, fémures humanos, sonajas y cascabeles de víbora. Aquí, se advierte la singularidad de la utilización de los elementos de la naturaleza, de los animales y del cuerpo humano para crear sonidos musicales.
La perspectiva epistemológica destaca que, en toda comunidad social, la producción, circulación y consumo musicales están inscritos dentro de los parámetros de las relaciones sociales donde cumplen funciones institucionales, estéticas, rituales, lúdicas, identitarias, etcétera. De ahí que:
La música puede ser vista como un observatorio de la vida de un pueblo, ya que como hecho social nos permite comprender infinidad de procesos sociales, como la identidad cultural, la memoria colectiva, los usos sociales del tiempo y del espacio, las formas de interacción social, los valores, las relaciones de género y de poder, la economías, las instituciones y las subjetividades o los procesos de glocalización. (Flores 2009: 35)
La lógica analítica de la autora enfatiza la relación entre la producción musical y la psicología, dado que “la psique está hecha de lenguajes, imágenes y sonoridades colectivas; con estos materiales construye y categoriza al mundo y a sí misma” (Flores 2009: 32). Por ende, la música forma parte del proceso de construcción de la identidad social, ya que permite la comprensión de “quién soy yo, quiénes somos nosotros y quiénes son los otros” (Flores 2009: 32). De ahí la importancia de analizar el sentido que asume la música para los actores sociales en diversos contextos culturales, al constituir un medio para experimentar el mundo y el sí mismo individual y colectivo. Por tanto, la comprensión de las diversas culturas musicales, plantea el dilucidar y explicitar la red de significados que los actores sociales otorgan a sus prácticas sonoras y a sus instituciones que legitiman su producción, circulación y consumo musicales.
En esta perspectiva, no cabe duda de que la cultura musical forma parte de la construcción y afirmación de la identidad p’urhépecha que se inscribe dentro de referentes étnicos, históricos, políticos, territoriales, culturales, entre otros: “Se teje y desteje de acuerdo con situaciones propias del contexto histórico creando y recreando nuevos símbolos e iconos para ser incluidos en el gran telar cultural” (Flores 2009: 89). El sentido comunitario constituye para la autora un aspecto central de la identidad, ya que: “es en la comunidad donde la identidad es vivida e interpretada de acuerdo con lo particular de las prácticas culturales, las creencias, los parentescos y la religiosidad” (Flores 2009: 88). La conjunción de todos estos aspectos se localiza en la celebración de las fiestas religiosas y domésticas, escenarios de las prácticas musicales de la comunidad y de la cohesión social. La autora describe el proceso de organización comunitaria de las fiestas religiosas en Santiago Tingambato, como sigue:
En la organización de las fiestas hay generalmente una persona responsable de la organización de la fiesta dedicada a la virgen, a cristo o a los santos. Esta persona es apoyada por sus familiares y vecinos y tiene a su cargo los gastos de la fiesta: músicos, comida, bebida, servicios religiosos, adornos, cohetes y fuegos artificiales. El sistema de cargos formaliza la autoridad de la comunidad, que tiene un carácter civil, religioso y moral simultáneamente, y que para poder adquirir una posición destacada dentro del grupo debe demostrar durante años la voluntad la capacidad de servicio público acompañada de una conducta ajustada a las normas. (Flores 2009: 89)
Cabe precisar que el término Tingambato se traduce del p’urhépecha, como “lugar donde comienza el fuego” o “cerro de clima templado”; a su vez, el sincretismo religioso justifica que sea el apóstol Santiago el santo patrón del pueblo, ya que el imaginario social plantea que un hombre a caballo, con capa y espada, impidió que hombres armados accedieran a la antigua zona sagrada que los p’urhépechas edificaron en honor a sus divinidades y que hoy constituye una zona arqueológica de gran afluencia.
En la celebración de los actos festivos de la comunidad, la participación de las agrupaciones musicales denominadas “bandas de viento” resulta fundamental; éstas designan al conjunto integrado por instrumentos de aliento, como trompeta, trombón, tuba, saxofón, saxhorn, que se complementa con instrumentos de percusión como la tarola y los platillos. El número de sus integrantes remite de cuatro hasta sesenta ejecutantes que no se dedican exclusivamente a la interpretación musical, ya que también realizan otras actividades, como la producción agrícola, el comercio, la artesanía, la albañilería, la carpintería, entre otras. Recientemente, a estas agrupaciones musicales se han sumado ejecutantes con grados académicos, como médicos, profesores, entre otros. En general, la actividad de las “bandas de viento” es sintomática de la fortaleza y dinámica comunitaria, ya que están presentes en los acontecimientos públicos, privados, religiosos y profanos. Cabe destacar las batallas de las bandas durante las fiestas patronales, donde se pone a prueba la competencia musical de sus integrantes y se reivindica el carácter guerrero p’urhépecha. Como describe Flores Mercado:
Suelen enfrentarse musicalmente y mostrar sus mejores armas para interpretar oberturas de gran complejidad. En este duelo musical, cada banda hace sus mejores ejecuciones para ganarla a la otra banda. Esta competencia musical es uno de los momentos más esperados por la audiencia p’urhépecha sobre todo si las bandas que tocan en la fiesta son férreos contrincantes desde tiempos atrás. Esto garantizará un duelo emocionante y a muerte, musicalmente, hablando. (Flores 2009: 110)
La participación de jóvenes y niños en las “bandas de viento” es destacada, ya que estas agrupaciones musicales operan como escuelas de formación musical y de afirmación de la identidad cultural mediante su repertorio tradicional y las actividades de presentación ante los auditorios. La autora describe el proceso pedagógico en la Banda Infantil:
Por las tardes y en la casa de su director, el doctor Eliseo Cortés, los niños, las niñas y los jóvenes músicos se enseñan entre ellos. Para mí fue sorprendente ver cómo los niños estudiaban la música sin la presencia del directo o de algún adulto que los coordinara. Su estudio lo realizaban en orden y con gran compromiso, siempre combinado con el buen humor. Esto me llevó a entender que la dinámica de estudio que se sigue en la banda para aprender solfeo es de cooperación. Los jóvenes que tienen más tiempo y experiencia en la banda enseñan a los nuevos integrantes. (Flores 2009: 179)
Esta formación musical de infantes y jóvenes no está exenta de conflicto con la cultura hegemónica que se impone desde los medios de difusión masiva, como describe la autora:
Muchos niños y niñas que quieren tocar un instrumento llegan a las bandas con la idea y la imagen que se proyectan en los grandes medios de comunicación sobre lo que es ser músico. Sin embargo, una vez adentro de las bandas culturales se dan cuenta de que la formación musical es algo más que tocar un instrumento y que hay que dedicar muchas horas para su ejecución, por lo que algunos dejan el estudio. (Flores 2009: 180)
Una característica excepcional de esta comunidad musical es la participación de las mujeres ejecutantes en las “bandas de viento”, hecho que enriquece a estas agrupaciones. Como relata la autora: “Las bandas culturales de Tingambato son prácticamente los únicos espacios donde las mujeres, niñas, adolescentes o adultas, pueden participar tocando un instrumento, a diferencia de las bandas comerciales, en las que encontramos únicamente a hombres jóvenes” (Flores 2009: 157).
Los antecedentes históricos de las “bandas de viento” son planteados por Flores Mercado, a través de tres agrupaciones musicales: la primera y la más antigua está integrada por una o dos chirimías y un tambor de caja, y sus músicos son denominados chirimiteros o chapetillos; la segunda constituye un dúo de flauta de carrizo y un tambor de caja, sus ejecutantes son denominados tamboreros o pifaneros; por último, se consigna el conjunto integrado por una chirimía, una flauta y un tambor de caja. Las interpretaciones de estos conjuntos musicales se caracterizan por su repertorio que se transmite de generación en generación y son los propios intérpretes los que elaboran sus instrumentos que permiten evocar el timbre de aquéllos que se empleaban en la civilización mesoamericana.
La codificación cultural de las prácticas musicales de la comunidad remite a los distintos géneros que se interpretan en cada uno de sus actos ceremoniales, religiosos o lúdicos, y que dotan de significación sonora al estado de ánimo colectivo. Así, por ejemplo, Flores Mercado expone que el son o sonecito designa una de las estructuras musicales más antiguas en la región y se caracteriza por su estructura binaria y ternaria, con repeticiones de cada una de sus partes. Por su ritmo pausado, suave y melancólico que evoca al vals, es interpretado en las procesiones religiosas. Sin embargo, también el son asume un carácter dual, ya sea festivo o doliente; en el primer caso, los temas se inspiran en la naturaleza y los animales, como pájaros y peces; mientras que en el segundo, los temas se centran en la subjetividad y vivencias del compositor. Otro género musical recurrente es el denominado abajeño que remite a su origen geográfico situado en la tierra caliente de Michoacán, esto es, “en la tierra de abajo”. Por su ritmo contagioso y festivo engalana las fiestas religiosas, agrícolas, comunitarias y domésticas, y a su vez, se acompaña con las danzas de la región. Por último, el torito constituye un género musical apropiado para las celebraciones donde se elabora una figura pirotécnica en forma de toro, de ahí su denominación. Generalmente, se interpreta en el carnaval, los jaripeos y las bodas; si bien su ritmo es festivo no alcanza la intensidad del abajeño, aunque supera al del son.
Cabe destacar la relevancia que asume el género de la pirekua que se traduce como canto o canción, al exponer el repertorio de sentimientos, acontecimientos y perspectiva social de la comunidad, desde su propio idioma, de ahí que el relato musical constituya un espacio privilegiado de expresión y reivindicación identitaria, esto es, de pertenencia al universo cultural p’urhépecha. Más aún, constituye un bastión de reflexión colectiva y de libertad de opinión, que no encuentra paralelo en la vida social de las comunidades indígenas, dada la marginación que, en la praxis, les impone la cultura hegemónica.
El texto de Flores Mercado no sólo da cuenta de la relevancia de las “bandas de viento” como instancias de producción y reproducción del sentido de cohesión social y de pertenencia al universo cultural p’urhépecha, también de los retos que enfrentan los músicos indígenas para mantener su repertorio tradicional dentro de un contexto social hostil marcado por la discriminación racial y la cultura hegemónica que demerita su producción estética y cultural. No obstante, es patente la capacidad de los músicos indígenas para mantener su poderosa fuerza creativa dentro del gozo de ser y hacer música. Sin duda, la cultura musical de las comunidades indígenas de México ha constituido un espacio de continuidad de su ancestral identidad, al operar como un registro sonoro de sus emociones e imágenes del mundo.
Considerando que no existe una historia del arte sonoro mexicano, ni especialistas que la estudien de forma integral, ya que la mayor parte de los estudios están incompletos o desactualizados y se refieren predominantemente al ámbito de la música de concierto y mucho menos al de la tradición musical indígena, el texto de Flores Mercado constituye una aportación a la documentación y compresión de las prácticas musicales p’urhépechas desde la perspectiva social e identitaria. Sin embargo, queda pendiente profundizar en las funciones rituales de las prácticas musicales, a partir del contexto de la cosmovisión y cultura indígenas, así como analizar la retórica de sus cantos que dan cuenta de las especificidades de la identidad p’urhépecha y de su problemática social y cultural.
Dra. Alma Patricia Barbosa Sánchez
Integrante del Sistema Nacional de Investigadores (México) y especialista en sociología de la cultura y el arte, ha publicado los libros: La muerte en el imaginario del México Profundo, México, Universidad Autónoma del Estado de Morelos, Juan Pablos Editor, 2010; Cerámica de Tlayacapan, estética e identidad cultural, México, Universidad Autónoma del Estado de Morelos, 2005; y La intervención artística de la ciudad de México, CONACULTA-INBA, México, 2003.