Tanya N. Weimer
Las diáspora cubana en México. Terceros espacios y miradas excéntricas
Peter Lang, 2008, 181 pp.
ISBN: 978-1433102530
Joaquín Borges Triana
La luz, Bróder, la Luz. Canción cubana contemporánea
La Habana: Centro Cultural Pablo de la Torriente Brau. 2009.
ISBN: 978-959-7135-72-2
Joaquín Borges Triana
Concierto cubano. La vida es un Divino Guión
Barcelona: Linkgua US, 2007. 259 pp.
ISBN-10: 8498167884
Sujatha Fernandes
Cuba represent!. Cuban Arts, State Power and the Making of New Revolutionary Cultures
Durham y Londres: Duke Universty Press, 2006. 218 pp.
ISBN-13: 978-0822338918
En los últimos años se han editado dentro y fuera de Cuba varios libros importantes sobre diversos aspectos de su cultura reciente. Aunque no todos son sobre música, muchos de ellos son sumamente significativos para quienes la estudiamos. Selecciono sólo cuatro de algunos de los títulos que me parecen más relevantes para los estudios musicales sobre Cuba en el contexto de las circunstancias histórico-sociales actuales.[1]
I
El libro La diáspora cubana en México. Terceros espacios y miradas excéntricas de Tanya N. Weimer, originalmente una tesis doctoral presentada en la Universidad de Emory (Atlanta), es uno de los todavía escasos trabajos sobre la migración cubana fuera de los Estados Unidos (cf. Sánchez Fuarros 2008). La autora observa que más allá de la “metafísica” bipolaridad Habana-Miami, existen “terceros espacios” desde donde la emigración cubana construye nuevos discursos, nuevas miradas y una nueva agenda política y cultural. En la introducción enumera otros pocos estudios sobre la diáspora cubana fuera de los Estados Unidos. El primer capítulo, “Cuba fuera de la isla”, pasa lista a algunos de los conceptos fundamentales de los actuales estudios sobre diásporas para continuar con una caracterización de las diferentes crisis e hitos migratorios desde el triunfo de la Revolución en 1959 hasta nuestros días. Menciona también los diferentes, erráticos y contradictorios discursos sobre la migración lanzados desde dentro y fuera de la isla.
En “El discurso cubano-mexicano”, segundo capítulo, revisa los diferentes aspectos que nutren un imaginario común de tentación y hermandad entre ambos países. Ambos son la frontera sur del país más poderoso del mundo, los Estados Unidos de América, y sus estados actuales surgieron de sendas revoluciones que los legitiman. Los dos últimos capítulos, “Informe contra mí mismo: la comunidad letrada” y “Livadia: la comunidad cosmopolita”, analizan estas dos obras literarias de los autores cubanos Eliseo Alberto (2002 [1997]) y José Manuel Prieto (González 1999) respectivamente. En opinión de la autora, estos libros escritos en México escenifican este “tercer espacio”.
La autora coincide con Cecilia Bobes en que no es posible hablar de comunidad cubana en México ya que no existen “ni revistas, ni periódicos, ni radio, ni espacios culturales propios que fomenten tal sentido de comunidad” (Weimer 2008: 6-7). Entre los cubanos residentes en el país norteamericano, existen más bien “ciertas redes informales que expresan más conciencia de su lejanía del eje Miami-La Habana que de una identidad comunitaria dentro de México” (p.28). De este modo, se posibilita la producción de artefactos culturales que se resisten a inscribirse en los discursos hegemónicos de ambos polos. Esta apertura alternativa ha provocado roces entre intelectuales e instancias de ambos países (pp. 74-79), habitualmente hermanados en la causa revolucionaria y que por momentos trasladaron al país norteamericano las disputas propias de los polos cubanos enfrentados.
Tras un análisis crítico del problemático concepto de “diáspora” (pp. 17 y ss.), concluye, como otros estudiosos (cf. Sánchez Fuarros 2008), que pese a sus limitaciones y connotaciones, este sigue siendo el mejor término posible pues incluye una gran variedad de procesos migratorios voluntarios o forzados, motivados por razones políticas, económicas o personales, sin favorecer ni excluir a ninguno. La revisión que hace de trabajos, conceptos y autores importantes de los estudios sobre diásporas, constituye una muy buena introducción para aquellos estudiosos de la música cubana que abordan incipientemente esta problemática. En mi opinión, insertar el caso cubano dentro de la agenda más general de los estudios diaspóricos resultaría altamente productivo.
La autora señala cómo hasta finales de los años ochenta, la inmensa mayoría de cubanos expatriados que pasaban por México lo hacían sólo como tránsito hacia los Estados Unidos. Sin embargo, a partir de los años noventa comienzan a instalarse de manera más o menos definitiva un nutrido contingente entre los que destacan escritores, artistas e intelectuales. Una parte importante de ellos había participado en el proyecto de nación que promulgó la Revolución cubana y encarnan mejor que ningún otro colectivo de ninguna otra generación, el ideal del “hombre nuevo” nacido y educado dentro, por y para la Revolución. A fines de los ochenta se encontraron con muros infranqueables que les impidieron continuar el proceso revolucionario desde su perspectiva crítica. Con su insatisfacción y decepción en el proyecto, se instalan en México. Hijos de esa decepción son los dos libros analizados.
En esta reseña me concentraré exclusivamente en el estudio que hace la autora de Informe contra mí mismo de Eliseo Alberto. En mi opinión, esta obra ejemplifica mucho mejor que Livadia (la otra obra analizada) la idea de “tercer espacio” propuesto en el libro. Asimismo, su contenido y formato de escritura, tienen mayor resonancia para la música y son de mayor aplicabilidad a nuestro ámbito de estudio.
Informe es para la autora un “texto clave para entender la diáspora cubana en México y la particular visión de un sujeto de esta diáspora en un momento histórico” (p. 85). Entre otras cosas, el libro pretende hacer de “contrapeso a los discursos extremistas” de dentro y fuera de la isla. En primera instancia, Informe se inscribe dentro de la literatura testimonial. Si bien la literatura cubana “no ha sido muy profusa en confesiones, memorias y autobiografías”, es relevante el “despertar de este género, sin respaldo de una tradición nacional o continental, en la escritura más reciente del exilio cubano” (Rojas 2006: 405).
El “informe contra mí mismo” al que se refiere el título es un informe policial: un reporte a las autoridades donde un ciudadano consigna su observación de la conducta de otro y, en su caso, la delación de sus actividades contrarrevolucionarias. Todo parte de un acontecimiento personal. Cuando el autor estaba completamente insertado en el proyecto e instituciones revolucionarias, se le requirió un informe de actividades de sus familiares más cercanos para verificar que no estaban cayendo bajo la influencia del enemigo (Alberto 2002 [1997]: 16-19). Ese fue el principio del fin de su militancia revolucionaria que se saldaría con su salida del país. El libro es una suerte de “confesión” (Rojas 2006: 406) pública de estos y otros hechos.
Pero la autora observa que Informe se refiere también a la indecisión formal del texto: es in-forme, fuera de forma. En efecto, Alberto aglutina en su libro un cúmulo de estilos, géneros y tipos de escritura diferentes como la literatura testimonial, la historia oral, cuento y relato de ficción, arte epistolar, epigramática revolucionaria (lemas y eslóganes oficiales) y el ensayo político entre otros. A ello se suma una profusión de citas literarias, refranes, lemas, canciones populares y, sobre todo, un alarde de estilo personal, un excelente saber hacer literario de tono directo pero elegante, profundo pero optimista, que es a un tiempo desgarrador y descojonantemente divertido. Con Alberto uno puede leer la más descorazonadora realidad de la Cuba actual sin perder la sonrisa (y la esperanza). Todas estas estrategias literarias propician que salte por los aires la gris retórica del informe policial. No es el único caso. La autora da cuenta que en la novela Un ciervo Herido (2002) del también cubano residente en México, Félix Viera, el protagonista cumple su obligación de enviar informes delatores a los Comités de Defensa de la Revolución. Sin embargo, lo hace en un exquisito y complicado lenguaje poético de tal suerte que, como en la obra de Alberto, “el apelar a una estética literaria para la elaboración de un informe, resulta en una forma de resistencia frente al “frío documento leguleyo” exigido por el estado” (Weimer 2008: 91-92).
La autora considera que sus estrategias literarias hacen que la obra se constituya en sí misma en ese “tercer espacio” que propone. Por medio de la inclusión de relatos sobre otras personas o de cartas de amigos del autor que expresan opiniones contrarias sobre el propio libro, este incluye insólitamente voces diversas que en otros lugares se repelerían entre sí. Se trata entonces de un texto polifónico, de un ámbito de integración y confluencia que alberga cálidamente la contradicción antes de disolverla en el dogma. Este movimiento posee intensas consecuencias simbólicas para revertir la actual condición de la comunidad expatriada (dividida, irreconciliable) y soñarla como una “comunidad posible” (p. 85): Alberto “va a aprovechar este posicionamiento excéntrico tanto de la isla como del núcleo de la diáspora para fijar una nueva comunidad en su texto” (p. 101). El texto se convierte así mismo en el nuevo sitio de la diáspora.
El libro de Alberto y el análisis de la autora son relevantes para el estudio de la música por varias razones. Por un lado, la mezcla de géneros literarios, estilos y modos de escritura, así como la gran variedad de registros discursivos que se detectan en la obra, se parece mucho a la amalgama de géneros, estilos y tópicos musicales que existen en diversas músicas cubanas del siglo XXI como la timba,[2] la cancionística y la escena alternativa (Habana abierta, Interactivo, X Alfonso, etc.) (cf. Borges Triana 2007: 82-83). Del mismo modo que las “emociones carnavalescas, parodia e ironía” que Alberto emplea a partir y a través de esa hipertextualidad para “desenmascarar los discursos tajantemente nacionalistas que observa tanto en la Habana como en Miami” (p. 86), estas músicas introducen fuertes dosis de ironía, parodia y cinismo que resquebrajan la sólida articulación interna del discurso oficial y desmantelan sus recursos semióticos de simulación e hipocresía (López Cano 2005 y 2007) al tiempo que revierten el discurso victimista de cierto exilio: rompen también con retóricas grises de los “informes” oficiales.
El punto de vista excéntrico introducido por Alberto es muy parecido al que desarrollan algunos músicos de la diáspora cubana como el colectivo Habana Abierta. Desde su posicionamiento madrileño (otro “tercer espacio”) están dotando de fuertes y diferentes asideros al imaginario de los sujetos que tanto dentro como fuera de Cuba, forman parte de los procesos de diáspora: porque ya se fueron, porque su gente querida se fue, porque sueñan o temen irse. Del mismo modo que en el libro de Alberto, en tiempos recientes hemos constatado que la música ha provisto de “terceros espacios” para el reencuentro de la familia cubana “enfrentada”. Es el caso de los conciertos ofrecidos por Bebo y Chucho Valdés en el ámbito del jazz, de Manolín, el médico de la salsa y Paulito FG en la timba o el disco Cubanos por el mundo de Interactivo así como muchas de sus presentaciones en Cuba donde frecuentemente intervienen músicos radicados fuera de la isla que en algunos casos no gozan del favor de los medios oficiales.
Como en muchas de las canciones de los grupos mencionados o de cantautores como Frank Delgado, en la obra de Alberto se sustituye la Historia oficial por las historias de las personas de a pie (p. 89): desgasta el rigor del dogma a favor del derecho a la subjetividad (p. 95). Por otro lado, la autora opina que Informe contra mí mismo es un grito contra el miedo y su contraparte, el silencio (p. 97). Señala que la fuerza que vence el miedo en el libro, como en aquella generación decepcionada a la que pertenece el autor, no es la valentía sino el hastío: “el ya no poder más puede más que el miedo” propone la autora (p. 117). Y quizá este sea el motor que mueve a músicos sumamente críticos como el grupo de rap Los Aldeanos (con quien colabora un muy insatisfecho hijo de Silvio Rodríguez conocido como “Silvito el libre”) o la banda de rock satírico y anticastrista Porno para Ricardo.
La Diáspora Cubana en México aborda modos de estudiar la experiencia diaspórica reciente de Cuba a partir de sus productos artísticos y culturales que pueden inspirar positivamente a los estudios musicales. El que se haya publicado dentro de una colección de Peter Lang garantiza una calidad que se corrobora en la lectura. Sin embargo, el costo del ejemplar es excesivo: deja fuera de su alcance a sus mejores lectores potenciales y no se corresponde con el discreto trabajo editorial.
II
La luz, Bróder, la Luz. Canción cubana contemporánea de Joaquín Borges Triana es un libro (disponible en internet) sobre cantautores cubanos que no se agota en los inconmensurables Silvio Rodríguez o Pablo Milanés. De hecho casi ni los menciona. En cambio, se concentra en lo que el autor llama “Canción cubana contemporánea”, categoría que comprende diversas propuestas de canción “inteligente” que van desde la segunda generación de la Nueva trova[3] y sus equivalentes actuales, hasta propuestas desarrolladas por cantautores que no se vinculan histórica o anímicamente con ese movimiento.
El punto de partida del libro es la segunda generación de la trova aparecida hacia mediados de los ochenta y liderada por Carlos Varela, Gerardo Alfonso, Frank Delgado y Santiago Feliú. Y su punto de arribo es una tercera generación que aparece a fines de los ochenta y principios de los noventa con músicos como Vanito Brown, Luis Barbería, Alejandro Gutiérrez, José Luis Medina, Boris Larramendi, Pepe del Valle y Andy Villalón. Lo que será más tarde el colectivo Habana Abierta.
Entre las principales diferencias entre las poéticas de la Nueva trova y de la Canción Cubana Contemporánea, el autor menciona las siguientes:
Relajamiento de las metáforas y el lenguaje ambiguo y confuso de la Nueva trova a favor de un lenguaje directo y coloquial.
Transformación de la lírica poética por un discurso más narrativo.
La música actual es más bailable y lúdica.
El libro aporta abundante información sobre cantautores y cantautoras de los últimos treinta años, tanto que en ocasiones se transforma en una indiscriminada lista exhaustiva de nombres y más nombres. Sin embargo, lo más interesante y sin duda lo que más aporta, es un tono crítico en absoluto común en la escritura sobre música que se realiza dentro de la isla. Borges Triana es crítico con las políticas culturales y musicales del régimen cubano, con la censura, las prioridades de la radio y las discográficas oficiales, los estigmas y prejuicios sobre géneros musicales como el rock, la homogeneidad social pretendida por el socialismo, o la discriminación de autores por vivir fuera o no compartir la ideología implantada en la isla. Pero es crítico también con los artistas que usufructúan la problemática cubana para acomodarse en los mercados internacionales ávidos de morbo postcomunista y con la miopía de los estudiosos que se concentran demasiado en prácticas canónicas y descuidan en exceso otras manifestaciones musicales no menos significativas. La crítica del autor arroja luz sobre aspectos poco conocidos de la vida musical cubana y aporta una refrescante bocanada de oxigeno a la reflexión de la cultura cubana realizada dentro de la isla.
De este modo, el libro nos informa sobre acontecimientos relevantes como el primer concierto al aire libre de Silvio y Pablo que ocurrió tan tarde como el 13 de octubre de 1984 en la escalinata de la universidad, sólo después que ambos tuvieran un concierto de gran éxito en el Luna Park de Buenos Aires.[4] Asimismo, recuerda que hacia 1986, al integrarse a la naciente Asociación Hermanos Saíz, el movimiento de la trova se queda sin infraestructura y se condena a la extinción. También informa que un cantautor de la talla de Frank Delgado hasta la fecha no tiene una sola grabación oficial dentro de la modesta industria discográfica cubana.
El libro hace mención a los intensos años ochenta (el equivalente cubano de la eclosión juvenil de los sesenta occidentales) donde la mejor generación de cubanos que parió la Revolución (generación a la que pertenece el autor) se propuso llevar a su máxima expresión el proyecto del “hombre nuevo” hasta que el régimen los alcanzó: es la generación que no pudo hacer la perestroika en el trópico. La crisis intensa que se registró entre artistas y autoridades a fines de esa década, es relatada de manera un tanto fragmentada en el libro. No obstante, las referencias al papel de la música en ese proceso son tan importantes como poco conocidas. Particularmente interesante es el relato del acoso y derribo de la peña musical que se reunía en el museo de las calles 13 y 8 en el barrio del Vedado, de cómo esos músicos quedaron en la orfandad absoluta hasta de instituciones como la Casa de las Américas (no mencionada explícitamente en el texto pero es fácil inferirlo), las acciones posteriores y la consecuente salida del país de varios músicos junto con miles de intelectuales y artistas de la misma generación.[5]
Particularmente interesantes son los últimos capítulos dedicados a la política y la diáspora. El título de la sección “Contra el arte nada”, parodia de manera divertida el lema de Fidel Castro en sus célebres encuentros con los intelectuales del 16, 23 y 30 de junio de 1961: “Con la revolución todo, contra la revolución nada”.
Según el autor, la generación de músicos de fines de los ochenta integró la crítica política en sus temas (aunque a veces con fines deshonestos) mientras que los cantautores del 1990-1995 (los años más duros del período especial) los evitaron. Desafortunadamente, la ambigüedad, generalización y falta de análisis de casos concretos en el abordaje de estos temas hace la lectura un tanto confusa. Por ejemplo, menciona la incursión de “cierta creación artística” en mercados “interesados en comercializar hasta la saciedad el tópico de la miseria cubana” (Capítulo “En la distancia”, sección “Estoy bailando rockason” ca. p. 124).[6] Pero no especifica de quiénes está hablando, ni los criterios que distinguen una crítica honesta de una interesada. Por otro lado, pese a que menciona los discos Cómo los peces de Carlos Varela y Trovatur de Frank Delgado como producciones que “abren una serie de temáticas en torno a los disímiles problemas que se vivieron en los años noventa” (a mí me parece mucho más relevante Monedas al aire de Varela), no menciona las críticas de oportunismo que una parte importante de sus seguidores de los primeros años le hacen a Varela desde mediados de los noventa.
Apunta de manera interesante que mientras en los cantautores de fines de los ochenta hay un espíritu de decepción, desengaño y en consecuencia, de distanciamiento en relación a los valores de la Revolución cubana, en los de la década siguiente la actitud es de cinismo. Hubiera sido de gran utilidad, sin embargo, que citara algunos ejemplos. Apenas menciona el caso de la poética de agrupaciones como Buena fe que le recuerda el “cinismo que ha caracterizado cierta zona del arte cubano contemporáneo” (capítulo “Vendiéndolo todo”, sección “Cantautores de Oriente a Occidente” ca.p. 86).
En el capítulo dedicado a la diáspora menciona la colaboración continua entre ciertos músicos que residen tanto dentro como fuera de la isla. Esto es posible, entre otras cosas, a la relajación de las normativas migratorias cubanas hacia los artistas que ha permitido que entren y salgan del país con mayor libertad. Sin embargo, no menciona aquellos artistas expatriados que sólo pueden actuar con sus colegas isleños fuera de Cuba, que también los hay. Sería muy importante analizar el impacto que ha tenido en la subjetividad de estos músicos que entran y salen de la isla sin problema alguno, el que su condición de residentes en el extranjero deje de ser, como para muchos de sus compatriotas, un estigma, un problema, una condición que los expulsa del proyecto de nación. En este sentido, el autor rechaza la dicotomía entre “cubanidad” y “cubanía” que pretende distinguir jerarquías entre derechos de pertenencia nacional y legitimidad ciudadana. Sin embargo, no menciona a su autor, Abel Prieto (ministro de cultura), ni profundiza en un análisis y contrargumentación de la misma.[7] El tema de la inmigración lleva aparejada toda una serie de reflexiones en torno a la identidad que merecen un aparato teórico de mayor calado.
El libro es muy recomendable entre otras cosas porque su escritura muestra la variedad de pareceres y opiniones que existen entre los cubanos y que éstas no se pueden reducir a los dos polos metafísicos enfrentados a muerte.[8] En la medida que estas y otras opiniones críticas tengan acceso al espacio público de dentro y fuera de la isla, los complejos debates sobre el futuro de la misma rebozarán más vida y esperanza.
III
El siguiente libro de Joaquín Borges Triana, Concierto cubano. La vida es un Divino Guión, parece haberse editado antes que el anterior aunque fue escrito después. En términos generales continúa y profundiza sobre los mismos temas. En esta ocasión, sin embargo, el concepto fundamental es “Música Alternativa Cubana”. El término es usado como “categoría operativa y no como un concepto en cuanto a géneros y estilos específicos como tales” (Borges Triana 2007: 11). Sin embargo, cuesta un poco de trabajo entender a qué se refiere exactamente con el concepto “alternativo”. Es evidente que se refiere a cierta producción de la canción, rap y rock. En ocasiones se califica a este sector como “underground”. Por ejemplo, para definir su objeto de estudio el autor rehúsa emplear la famosa definición de Straw (1991) de “escena” entendida como la existencia de un “acuerdo formal entre industrias, instituciones, público e infraestructuras”, porque la escena alternativa cubana tiene una sensibilidad “underground” en el sentido que no comparte todos los argumentos del pensamiento oficial (p. 73).[9]
Es verdad que menciona la incipiente e interesante formación de asociaciones musicales fuera de las instituciones oficiales (p. 75). Sin embargo, resulta muy difícil hablar de “underground” en un país en donde todo pertenece al estado y en mayor o menor medida depende de él, incluyendo la radio, los teatros, foros y las discográficas. Precisamente la noción de “escena” que el autor rechaza, le induciría a abordar los complejos procesos de negociación, complicidad, ruptura, filiación y simulación que se dan entre algunos músicos cubanos y las instituciones culturales con el objetivo de acceder y/o permanecer en los espacios de distribución musical.[10] Lo que parece un poco más claro es que su concepto de alternativo remite a las nuevas generaciones que no reproducen mecánicamente los discursos oficiales del régimen sino que introducen miradas críticas o simplemente diferentes a la oficial.
El libro amplia el estudio del papel de los músicos y la música dentro del marco de tensiones protagonizadas por el gobierno, artistas e intelectuales a fines de los ochenta. De hecho, uno de los objetivos del libro es precisamente el “rescate de la memoria de las manifestaciones críticas de la joven intelectualidad de la isla durante los 80 y noventa” (p. 77). El aporte de Borges Triana a este tema es fundamental. Sin embargo, la reticencia del autor de hablar de censura (“no existió una censura como tal, pues los “jóvenes” valoraban [sic] desde la Revolución y bajo un criterio revolucionario” (p. 47) y su tesis fundamental de reducir el problema a una ruptura generacional (p. 26 - 31, 48) y a la falta de comunicación entre las partes, en mi opinión resta poder explicativo a sus argumentaciones al tiempo que impide profundizar en el análisis de otras causas como las contradicciones internas y estructurales del régimen.[11]
No por ello hay que menospreciar el espíritu crítico que prevalece en todas estas páginas. Por ejemplo, el autor llama la atención de cómo la crónica de la realidad social cotidiana se incorporó a la agenda creativa de los cantautores sustituyendo una tarea que debía cumplir la prensa (p. 78) y realiza una productiva crítica al periodismo cubano, gremio al cual pertenece (p. 79).
En este sentido, dedica un espacio amplio a reproducir textos de canciones que abordan diferentes aspectos de la compleja realidad cubana (pp. 95-130). En ellos se refleja la decepción de los autores en unos registros que van del “realismo sucio” a la parodia. Así, las letras transcritas abordan temas sumamente delicados como la prostitución o jineterismo, la emigración, el racismo, etc. Sin embargo, las canciones mencionadas merecen un análisis mucho más detallado tanto en las letras como en la música para comprender mejor sus posturas ante la realidad y sus estrategias al narrarla.
El libro dedica todo un capítulo al fenómeno de la diáspora y música (pp. 135-195). Como es de esperar, su análisis sobre las razones del éxodo de miles de cubanos incluye argumentos que pueden ser discutibles. Sin embargo, es muy loable que ponga en la balanza perspectivas distintas con plausible espíritu de justica y sobre todo, que se decida a entrar en el tema. Borges Triana subraya la necesidad de comenzar a estudiar la música que los cubanos producen fuera de la isla (p. 180), entre otras cosas porque “gústenos o no, en materia no únicamente de música sino de cultura en un sentido abarcador, en la actualidad hay que referirse a una Cuba transnacional, plural, políglota y transterritorial” (p. 178). Por otro lado, señala que fenómenos vinculados a los procesos migratorios como la separación de familias o amigos son el tópico más “inquietante y recurrente” entre los cantautores cubanos, dentro y fuera de la isla (p. 185).
Sobre la desterritorialización de una parte importante de la música cubana, nota que pese a que músicas producidas en el exterior llegan a tener éxito en Cuba, oficialmente sólo un pequeño grupo de artistas son difundidos oficialmente (p. 147).
Defender la pertenencia a la cultura cubana de la producción musical realizada fuera de la isla, le conduce inevitablemente al problema de la identidad. Precisamente, apunta, la condición de emigrantes ha orillado a varios autores a reflexionar en su obra sobre esta noción sea de manera crítica o simplemente práctica. Por ejemplo, nota cómo algunos los músicos expatriados incorporan en sus creaciones rasgos musicales identitarios que antes de su salida no practicaban (p. 141). Este fenómeno de reapropiación de prácticas culturales identitarias es común en todo proceso diaspórico y es otra llamada de atención de la extrema necesidad de insertar el caso cubano dentro de las coordenadas de la investigación general sobre música y diáspora (cf. Sánchez Fuarros 2008).
El autor admite que al escuchar la música de la diáspora se confirma el “criterio de que resulta imposible referirse a identidades puras ni esenciales pues sencillamente no existen”. Por el contrario, afirma, lo que si existe “son procesos de identificación creados, alimentados y reforzados por medio de mecanismos sociales e históricos” (p. 165). Sin embargo, son notorias las fuertes contradicciones sobre el concepto de identidad que aparecen en diferentes partes del libro. Continuamente mezcla conceptos teóricos incompatibles y es de suma ambigüedad su uso del término (pp. 164-165). En ocasiones la “identidad” se presenta como un rasgo objetivo perceptible en las canciones de todos los cubanos que viven dentro o fuera. En otras, es un concepto construido por otros medios. Por un momento es un discurso sujeto a las dinámicas de poder, pero desafortunadamente no profundiza en ello. Las contradicciones se dan a nivel de la macroargumentación pero también dentro de frases específicas. Los trozos de canciones que se citan no hacen sino aumentar las contradicciones y muestran la variedad de sensibilidades y puntos de vista sobre el tema aun dentro de los propios músicos. En sí misma, la lista de canciones mencionadas es valiosa pero merece ser analizada con mayor profundidad en contrapunto con los diversos discursos sobre la emigración y la identidad emitidos por los centros de poder de dentro y fuera de la isla.
Es muy notable cómo mientras el autor habla siempre de una sola y amplia identidad cubana, la mayoría de estudiosos que trabajan y publican fuera de Cuba subrayan cómo la música reciente representan las tensiones y conflictos de diversas identidades que confluyen en el espacio de lo cubano como las de raza, género, política o religiosa, y cómo éstas ponen en entredicho el mito de la nación mestiza armónica (Fernandes 2006 y Moore 2006). ¿A qué se debe esa asimetría de agendas en la investigación musical? ¿Se trata de un problema epistemológico o político? ¿O se trata de diferentes constricciones o prioridades sociales de la investigación? ¿Para quién y para qué trabajamos los investigadores musicales?
Sea como fuere, el autor afirma que “si una manifestación cultural cubana ha estado sometida a los vaivenes de la politización, esa ha sido la música” quizá porque es la que “mayor repercusión mediática atrae” (p. 176).
IV
El lbro de Sujatha Fernandes, Cuba represent!. Cuban Arts, State Power and the Making of New Revolutionary Cultures, es un estupendo trabajo de etnografía urbana. Por medio de técnicas de investigación que incluyen la observación participante, la entrevista, los grupos de discusión y el análisis de obras y prácticas artísticas, da cuenta del escenario complejo donde se inserta la ideología hegemónica (y las subalternas) en la Cuba postsoviética (o postcomunista como la denominan algunos autores) y cómo ésta se representa y gestiona en y desde las prácticas culturales. Específicamente se concentra en el cine, la plástica y el hip hop de los noventa y primeros años del siglo XXI.
En esta reseña nos ocuparemos fundamentalmente de la sección que aborda la cultura hip-hop. La autora observa que ésta creció originalmente al margen de las instituciones oficiales. A ello favoreció que en zonas marginales como la ciudad dormitorio Alamar, los sistemas de “control social” del estado como los CDR’s (Comités de Defensa de la Revolución) nunca tuvieron la influencia que han ejercido en otras partes (Fernandes 2006: 87-88). De este modo, Alamar se convirtió en un centro de hip hop sobre todo para jóvenes afrocubanos que a través del rap expresan su sentimiento de exclusión social acentuado a partir de la crisis que siguió al derrumbamiento del bloque socialista: “El período especial”. Sin embargo, el estado reaccionó intentando incorporar estás prácticas en sus organismos culturales y creando instancias como la Agencia Cubana del Rap.
Fernandes menciona dos tipos antagónicos de rap. Por un lado tenemos el “rap comercial” encarnado por grupos como Orishas que reproducen en algunas de sus canciones los estereotipos cubanos de palmeras, mulatas, ron, tabaco y son y promueven valores consumistas. Por lo general son los que llaman la atención de discográficas extranjeras. Por otro lado están los underground que denuncian el racismo, injusticia, el nuevo materialismo y codicia que existe en ciertos sectores y en ocasiones expresan su descontento con el gobierno. Sin embargo, la autora advierte que esta distinción es muy problemática ya que si bien la oposición “refleja reclamos reales con respecto al acceso de recursos y divergencia en posiciones ideológicas” (p. 94), en Cuba no existe un mercado interno real que garantice la independencia de los grupos. En efecto, la infraestructura básica de los propios grupos que se autodenominan underground como espacios de ensayo, presentaciones, radio, tv, producción de discos, promoción, etc., depende en su enorme mayoría del estado (como todo en Cuba).
La autora, repara en que el discurso de las bandas y canciones oscila entre la identificación con los valores de la Revolución hasta el desafío directo al gobierno. En ocasiones, discursos opuestos se solapan en la escena rapera (p. 127) de manera sumamente contradictoria: “el hip-hop cubano combina políticas de raza, estilo, consumismo, nacionalismo y anticapitalismo dentro de un movimiento multifacético que afirma fuerzas de poder locales y globales mientras provee también de voces de resistencia” (p. 132).
Muchas canciones ofrecen la imagen de Cuba como “nación en rebeldía” (p. 86) contra el capitalismo, el neoliberalismo y el imperialismo. Ello coincide con el discurso del gobierno. Sin embargo, otra parte importante de temas se concentra en reivindicaciones étnicas de los afrocubanos. Esto los aproxima a movimientos de rap de otros países. Su filiación transnacional a los reclamos de dignidad de la comunidad negra así como sus denuncias a las diferentes formas de racismo que prevalecen en Cuba, contradicen el discurso oficial de la nación multirracial que vive en completa armonía gracias a la equidad de derechos lograda por la Revolución (p. 128). No en vano la autora titula este capítulo “Fear of the black nation”. El rap pone en evidencia el desmoronamiento de los negros como “nuevos sujetos sociales de la Revolución” (p. 97).
Observa que los raperos afrocubanos han adoptado la vestimenta, estilo y modos de hablar de sus pares norteamericanos que reproducen estereotipos que estigmatizan a los negros como maleantes y criminales. Lo hacen como estrategia, sostiene, para parecer agresivos: una suerte de mecanismo de defensa contra la de realidad de vivir en comunidades marginales (p. 100). La apropiación del estilo y jerga afronorteamericanos, así como la fantasía por los viajes al extranjero, los intercambios culturales y los contratos con discográficas extranjeras, ofrece a los raperos cierta independencia simbólica de las instituciones del estado (p. 133).
Particularmente interesante es el análisis del rap femenino. Éste introduce narrativas alternativas de sexualidad incluso con respecto a la prostitución. En general, usan el cuerpo femenino, vejado en las narrativas masculinas, como el lugar de desamblaje de los arquetipos de género. Así mismo, evita envilecer a la mujer prostituta (p. 112). De este modo, el rap desconstruye las jerarquías de género hegemónicas al ofrecer alternativas a la cosificación del cuerpo femenino y a la conservadora moralidad revolucionaria, introduciendo sus propias nociones de sexualidad y deseo (p. 114). Por otro lado, temas de grupos como Las Krudas trabajan en el restablecimiento de la subjetividad de la mujer negra y mulata a las que otorgan voces y capacidad de agencia negadas en otros discursos. Particularmente importante es la presencia lesbiana en la escena del rap cubano.
Como hemos dicho, al evocar la imagen de Cuba como una nación negra en rebeldía contra el neoliberalismo, el rap se aproxima al discurso oficial. Estas reivindicaciones, sostiene la autora, se realizan “en parte porque esta es atractiva para ellos”, pero también “en parte para ganar reconocimiento oficial para el género” (p. 121). En efecto, gracias a este mensaje, el estado puede incorporar el discurso del rap en el suyo propio. Sin embargo, el apoyo gubernamental termina por minar la autonomía e independencia de las bandas. La creciente institucionalización de la escena hace que el estado pueda ejercer mucho mayor censura sobre las actividades raperas (p. 124). Ello provoca que algunos raperos, en general jóvenes afrocubanos, consideren sospechoso el apoyo del estado al rap (p. 125).
Por otro lado, la autora considera que la colaboración de los raperos cubanos con el estado (como ha ocurrido también con algunas bandas brasileñas) pone en entredicho algunas teorías de la globalización que enfatizan la obsolescencia de los límites del estado nación a favor de flujos transnacionales basados en nociones como la raza (p. 122). Sin embargo, en este punto la autora no recuerda, según sus propias observaciones, que esa “colaboración” es en ocasiones estratégica: posee recovecos complejos de oportunidad y conveniencia mutua y que la complejidad de la escena y sus intrincadas negociaciones con los poderes estatales y económicos tiene más que ver con la fluctuación de realidades y toma de posiciones estratégicas y coyunturales, que con tomas de partido contundentes y unívocas.
De este modo, la autora observa que el rap cubano se desenvuelve por entre las redes estratégicas hegemónicas tanto del estado cubano como de las discográficas multinacionales. Sin embargo, la participación simultánea de estos raperos en múltiples redes transnacionales les otorga una oportunidad de resistir la institucionalización del disenso que ha ocurrido con otras formas culturales en la Cuba actual (p. 132).
A partir de esta argumentación y con el análisis de canciones de grupos como Anónimo Consejo, Obsesión, Hermanos de Causa, los Paisanos, Orishas, Primera base, etc., la autora concluye que el hip hop ejemplifica claramente varios de los procesos que caracterizan la relación entre artistas y el estado cubano en nuestros días. Subraya cuatro fenómenos que nos permiten percibir el nivel de complejidad que existe en las relaciones entre los creadores (y ciudadanos en general) y el estado cubano: 1) la juventud afrocubana se apropia del rap para expresar sus críticas al estado cubano subrayando temas de discriminación racial y justicia social implementando alternativamente estrategias de supervivencia económica al tiempo que explora vías de placer y deseo; 2) los raperos que se identifican con el underground, comparten el lenguaje socialista y los ideales del estado cubano y critican a los raperos comerciales quienes se hacen eco de valores como el consumismo y el enriquecimiento; 3) los líderes culturales y políticos promueven el rap underground como un modo de marginalizar el rap comercial y mantener la hegemonía del socialismo cubano en un período de creciente desarticulación social e inestabilidad económica; y 4) pese a la colaboración de los raperos cubanos con el estado, su participación continua en redes transnacionales de rap afroamericano y las disqueras transnacionales, les otorga opciones alternativas que les protegen de la cooptación del estado (p. 133).
Personalmente creo que no se puede describir con mejor precisión y sencillez el complejísimo escenario por el que se mueven los investigadores de la música y cultura cubanas y la contradictoria realidad que éstos pretenden explicar o simplemente dar cuenta. Esto hace del libro de Fernandes, junto con el de Moore (2006), uno de los más importantes para comprender la realidad cubana actual.
La mayor crítica que se le pude formular, sin embargo, no es menor. La valiosa información etnográfica e interpretaciones inmediatas que de ésta ofrece la autora, no apoyan la tesis fundamental que vertebra todo el libro y que en esta reseña he cuidado de no enunciar hasta este momento. Para Fernandes los tiempos de crisis como los que padece Cuba desde la caída del bloque socialista propician reacomodos en la ideología hegemónica. En este sentido, redefine la noción de hegemonía como un “proceso de reincorporación parcial”, o el empeño realizado por “actores a varios niveles” con el objetivo de “asimilar expresiones y prácticas contra-dominantes dentro de los discursos oficiales y las instituciones” (p. 26). De este modo, “la reincorporación selectiva de valores y experiencias nuevas y emergentes dentro de tradiciones culturales dominantes, es parte de cómo la hegemonía trabaja en tiempos de crisis”. Sin embargo, continúa, “mientras algunos valores críticos y emergentes son incorporados, otros son reprimidos y silenciados”. Con ello, la hegemonía es reconstituida a través de “un proceso de selección y elisión que invisibiliza ciertas ideas o las relega a los márgenes” (p. 43).
En efecto, para la autora el estado cubano al estar aportando infraestructura para que el cine, la plástica y la cultura hip hop produzcan obras críticas con el régimen, está asimilando el contenido de esas críticas dentro de la ideología dominante. De este modo, considera que cineastas o raperos, funcionan de intermediarios entre el estado y la sociedad (p. 83 y 86) ya que elevan a las esferas ideológicas del estado reclamos sociales que se viven en la calle.
Sin embargo, la exposición etnográfica que aporta la propia autora contradice continuamente este argumento. Por ejemplo, comentando el estupendo film Fresa y Chocolate (1993-4) de Tomas Gutiérrez Alea, afirma que “pese su naturaleza de crítica abierta, el film puede ser tolerado y aún promovido por oficiales clave como el ministro de cultura […]” (p. 61). Sin embargo, más adelante, en las conclusiones, afirma que “[…] al tiempo que el estado intenta institucionalizar e incorporar el arte crítico, el liderazgo también lo mantiene fuera de los medios masivos. Por ejemplo, Fresa y chocolate, pese a su popularidad en los cines, nunca ha sido proyectado en televisión” (p. 185).[12] ¿Qué clase de incorporación es esta donde el estado, por un lado, colabora en la producción de bienes culturales críticos pero obstaculiza su difusión y distribución amplia aunque fuera para criticarlos y contrargumentarlos? Por otro lado, las políticas del estado cubano con respecto a los derechos de las minorías sexuales (tema fundamental de la película) no cambiaron de manera significativa a causa de la crítica de artistas o intelectuales. La mayor apertura se ha registrado hasta hace muy poco, cuando la hija del actual presidente las tomó como bandera para irrumpir en la escena política.
Estas estrategas no son raras en Latinoamérica. Durante los años setenta el presidente mexicano Luis Echeverría (presidente entre 1970 y 1976) creó un organismo descentralizado para favorecer la creación cinematográfica en el país. Nunca se produjo tanto cine crítico contra el sistema que precisamente lo financiaba. Pero todas esas películas y cineastas clave no tuvieron un impacto social (por cierto limitado) sino hasta quince o veinte años más tarde cuando su distribución fue descongelada.
Es verdad que en los últimos años han crecido manifestaciones críticas como documentales que abordan temas espinosos, o los delirantes cortos de ficción críticos de Eduardo del Llano. Es cierto que en varios de ellos ha habido apoyo de organismos culturales estatales. Pero no es menos cierto que ninguno se ha difundido por canales oficiales y que su distribución se realiza de mano en mano y de forma clandestina en formatos digitales.[13] También es verdad que casos de represión directa y abierta como las que padece el grupo de rock Porno para Ricardo o las que está comenzando a sufrir el grupo interdisciplinar de Alamar Omni Zona Franca, son escasos y lo normal es que artistas y guardianes institucionales se enzarcen en intensos y enrevesados procesos de negociación, constricción, autorregulación y oportunidad. Sin embargo, al no analizar a profundidad casos concretos de censura y limitarse a mencionar genéricamente que éstos existen, la autora no puede dar cuenta de cómo la coyuntura política determina en una enorme medida la tolerancia o intolerancia a ciertas prácticas.
Asimismo es posible verificar cómo algunas de sus interpretaciones de temas de rap son poco plausibles. Mientras ofrece varios ejemplos concretos de temas comerciales que celebran el jineterismo o prostitución, afirma que la mayoría de raperos underground “rechazan el jineterismo como vía de supervivencia en el período especial, sugiriendo en su lugar que valores socialistas como la honestidad y el trabajo son importantes en la superación personal” (p. 108). El único ejemplo que propone para apoyar esta afirmación es la canción “Jinetera” del grupo Primera Base:
Hay chicas que hoy en día no tienen sentimiento
Solo piensan en vestir y en vivir el momento
Son muy lindas
¡Sí!
Te recrean la vista
Pero por dentro son plásticas y materialistas
..........
[sales a la calle, te la(s) encuentras donde quiera
llevan un nombre
le llaman jinetera
tú pasas por su lado
con ella tú te metes
te mira con gran calma y te dice
¡vete!
no tienen solución][14]
todas están perdidas
por eso están expensas
a contraer el sida
[pero andar por la calle
para ella(s) es lo primero]
pero andan luchando ¡brother!
andan con extranjeros
esa es la causa fundamental
ofreciendo hasta su cuerpo
para en la vida triunfar
por eso digo esto y de veras la sorprende entregarse por dinero...
son cosas que no entiendo
Para la autora la vanidad y deseo consumista son presentados es esta canción como altamente antitético de los valores revolucionarios (p. 108). Los versos “Te recrean la vista/ Pero por dentro son plásticas y materialistas”, son para la autora una constatación de que la belleza externa y los bienes materiales carecen de importancia comparado con los valores políticos y espirituales (p. 109). En mi opinión, el texto analizado no apoya necesariamente esta interpretación.[15]
Otra observación. Una parte importante de los informantes que intervienen en la investigación de Fernandes son personas integradas a las organizaciones más fuertes del estado como el partido comunista o los CDR’s. Sin embargo, no necesariamente su opinión es extrapolable a toda la sociedad. La fragmentación ideológica y cultural de la sociedad cubana es una realidad. Ello lo demuestra la propia autora cuando repara que durante su investigación, para algunos colectivos perfectamente identificables racial, cultural o económicamente, las películas sobre las cuales discutía estaban repletas de valor mientras que para otros carecían de importancia, cuando no de sentido (p. 82). Aquí hay un problema metodológico importante.
La autora cita al ministro de cultura para demostrar que las autoridades apoyan el movimiento hip hop porque pone en evidencia “nuestras contradicciones, los problemas de nuestra sociedad, el tema de la discriminación racial […] los dramas de los barrios marginales”. Para ella, esto prueba el cambio en la hegemonía pues las autoridades ahora valoran la crítica racial de este movimiento cuando en otro momento la hubieran rechazado. Sin embargo, esta información no proviene de una declaración institucional ni de un discurso público, sino de una entrevista concedida a la autora en agosto de 2001 (p. 123).
Para terminar sólo mencionaré uno de los mejores y más sugerentes momentos del trabajo. Discutiendo el concepto de ideología hegemónica, la autora repara que los estudios de los sistemas socialistas y autoritarios sugieren que “los ciudadanos no creen todas las afirmaciones de la ideología oficial, sino que fingen apoyar la ideología y slogans oficiales” mientras que en el ámbito privado “mantienen una distancia cínica” ante ellos (p. 24-25) [los subrayados son míos]. La autora recuerda atinadamente que los propios cubanos llaman “doble moral” a este fenómeno de apoyar públicamente la “retórica oficial” mientras en privado sostienen otros puntos de vista. Sin embargo, como en su trabajo de campo encontró varios individuos que compartían algunos de los valores de la ideología oficial, simplemente se olvida del asunto y da por hecho que el apoyo al discurso oficial está vigente.
¿Y si esa “doble moral”, o para decirlo con otro concepto, esa simulación dejara de ser un elemento anecdótico de la investigación y se convirtiera en el centro del trabajo, en el objeto de estudio? ¿Y si esa simulación no fuera patrimonio exclusivo de los ciudadanos sino también un ejercicio común del gobierno? Quizá el extremadamente complejo y contradictorio ámbito de relaciones entre artistas y estado descrito de forma excepcional en el libro, encontraría nuevos cauces de explicación. Por otro lado, la noción de ideología que permea por todo el trabajo lo limita seriamente a nivel metodológico. Si en su lugar empleamos la noción de “discurso” podríamos plantear como problema de investigación cómo los ciudadanos cubanos, incluyendo los artistas y funcionarios de las instituciones culturales, viven inmersos en una selva discursiva compleja y contradictoria que induce a cambiar constantemente de registro discursivo según la situación. Esta constatación podría ser el germen de argumentaciones con mayor fuerza explicativa para desenmarañar esta complejidad. Pero eso ya sería otra investigación y un libro distinto que me encantaría reseñar lo más pronto posible.
[4] Al parecer, como afirma el cantautor cubano radicado en Madrid Boris Larramendi, él éxito de los trovadores emblemáticos en Sudamérica provocó una revalorización y puesta de mode de éstos dentro de Cuba (Declaración en el documental El telón de azúcar (2005) de Camila Guzmán). Es imposible no recordar la polémica visita de Óscar D’Leon a Cuba a fines de 1983 donde conquistó al público local cantando temas del repertorio de son cubano tradicional que fue vivido como si se tratara de una nueva moda innovadora (Roy, 2003: 174).
[6] El documento pdf disponible en la red no tiene numeración de páginas.
[10] Véase Fernandes (2006) y su reseña en este mismo artículo un poco más abajo.
[11] Para un relato y análisis de estos acontecimientos cf. Eligio (2004), Herrera (2003), Mosquera (1988, 1997, 2002 [1990]), Navarro (2006) y Noceda (2003).
[12] El film no se proyecto en la televisión cubana sino hasta 2007, después de una sonada controversia entre intelectuales y artistas cubanos tanto residentes en la isla como de la diáspora. El motivo fue la posible resurrección política de algunos de los protagonistas de uno de los momentos de mayor censura hacia los años setenta conocido actualmente con el eufemismo “El quinquenio gris”. En medio de las discusiones por correo electrónico, Enrique Colina envió una lista de 30 películas no exhibidas nunca por la TV Nacional. Entre ellas estaban algunos ejemplos de lo mejor de la cinematografía cubana, incluyendo Fresa y chocolate. Sobre la controversia véase AAVV (2007). Sobre el quinquenio gris véase Navarro 2001 y Fornet 2007. Para un documental sobre la censura en Cuba véase Zona de silencio de Karel Ducases (2007) donde se cita irónicamente los filmes mencionados por Colina.
[13] Para una muestra de algunos de estos excelentes documentales recientes véase http://www.canaldocumental.tv/. Búsquese también en la red los divertidos cortos de Del Llano como Brainstorm, High Tech, Homo Sapiens, Intermezzo, Monte Rouge, o Photoshop.
[14] Los trozos de letra entre corchetes no son citados por la autora.
[15] Véase el comentario de esta misma canción de Hernández y Casanella (2002).