Hants: Ashgate, 2008. 155 pp.
ISBN-10: 0-7546-5211-4
Cuando se imponen ciertas modas en el mundo académico ¯ese fenómeno que Thomas Kuhn llamaba eufemísticamente la “ciencia normal”- comienzan a proliferar trabajos que reproducen una y otra vez ideas que fueron fruto de algún momento de feliz inspiración, y que si bien lucieron interesantes en un principio, aburren luego de un tiempo de lo repetitivas que se tornan y de lo poco que aportan al desenvolvimiento real del conocimiento. Tal parece ser el panorama que ofrece hoy la disciplina musicológica luego de la aparición de Contemplating Music de Joseph Kerman en 1980. Se suele considerar que esta obra representa la separación de aguas entre una musicología antigua y reaccionaria, definida como una musicología positivista; y una nueva musicología, de carácter eminentemente hermenéutico, crítico y progresista.
A partir de entonces los postulados de la llamada New Musicology o “musicología crítica” han inundado prácticamente todas las áreas de la disciplina, lo que le ha permitido apropiarse de los grandes temas del momento como son los problemas de género, los estudios postcoloniales, el multiculturalismo, la globalización, el cuestionamiento de la estética como método de conocimiento, la reivindicación del sujeto, la teoría de la recepción, el giro lingüístico, en fin, toda una agenda que bien podría resumirse bajo la etiqueta de musicología posmoderna, y cuyas características encontramos claramente descritas por David Beard y Kenneth Gloag en Musicology/The Key Concepts (2005). Las añejas e inveteradas prácticas de la vieja y noble musicología -como la recuperación y exégesis de documentos históricos, el levantamiento de corpus catalográficos o la edición de partituras- son ahora miradas de forma despectiva y con recelo por los áulicos de los nuevos dioses.
Sólo por disciplina -que al fin y al cabo de eso se trata- resulta refrescante cuando a alguien se le ocurre nadar a contracorriente, esto es, cuando se atreve a contradecir con sólidos argumentos, ideas que se han venido instalando como verdades absolutas e inamovibles en un área del conocimiento, tal como ha ocurrido de manera acelerada con el programa posmodernista sobre el que se sustenta mucha de la musicología anglosajona actual. Precisamente contra esa tendencia es que enfila sus baterías Giles Hooper en su libro The Discourse of Musicology que reseñamos aquí. Hooper se aventura a contravenir opiniones ya generalizadas (y naturalizadas) en ese campo de estudios, desmontando lo que considera en muchos casos imposturas intelectuales que derivan de esta concepción posmodernista de la musicología. Para lograr su objetivo, apela al estudio de la musicología contemporánea en tanto disciplina -no desde la epistemología o la gnoseología- sino a partir de su discurso. Así, divide su trabajo en cinco capítulos claramente dirigidos a dirimir el asunto desde esta perspectiva: 1) ¿Una nueva musicología?; 2) El estudio de la música como un discurso institucionalizado; 3) Poniendo las cosas en contexto; 4) Modelos de mediación; y 5) Crítica comparativa: la Quinta Sinfonía de Mahler.
El enfoque discursivo de la musicología no es del todo nuevo. De hecho, ya había sido abordado de manera amplia por Jean-Jacques Nattiez en Music and Discourse (1990), eso sí, desde una óptica más semiológica que discursiva. Nattiez asume el estudio del discurso en la música desde dos perspectivas posibles: la música como discurso en sí misma, y el discurso que se genera a partir de la música (convirtiéndose entonces en un metadiscurso). Por su parte, Lawrence Kramer también se ocupó del asunto en Music as Cultural Practice. Según él, las obras musicales tienen significados discursivos, y esos significados permiten interpretaciones críticas similares a las de los textos literarios o de las prácticas culturales. Para Kramer, estos significados no pueden considerarse en lo absoluto como extramusicales en el sentido tradicional del término, sino que son intrínsecos a las obras musicales en cuanto a su configuración y estilo, y a los mecanismos de su producción y reproducción en el ámbito de la cultura.
Hooper se plantea el problema desde la perspectiva de la musicología como un metadiscurso de la música, esforzándose por desmontar el aparato crítico que sirve de base de sustentación de la musicología posmoderna, al plantearse sobre el particular algunas cuestiones esenciales que sirven de base para toda su discusión posterior:
¿Qué puede uno decir acerca de la música?¿Que debería uno decir acerca de la música?¿Cómo impacta la teoría ‘posmoderna’ en la interpretación de la música o en la naturaleza misma de la musicología?¿En qué difiere el estudio académico de la música de la charla cotidiana acerca de la música?¿Qué significa situar la música en su contexto ‘social’?¿Pueden los imperativos éticos o políticos guiar de algún modo nuestras actividades pedagógicas o de investigación? (Hooper 2008:1).
Hooper parte del supuesto básico de que toda disciplina se legitima esencialmente a partir de su discurso: “Ser ‘musicólogo’ no garantiza la legitimidad discursiva de lo que uno dice conocer; sino que, en su lugar, obliga a uno a asegurarse de que lo que uno dice conocer satisface los criterios de la legitimidad discursiva.” (Hooper, 2008:47). En tal sentido, le preocupa el que haya habido escaso interés por estudiar el discurso musicológico en tanto tal, sobre todo si se toma en cuenta que es a partir de los discursos que se instauran realidades, se establecen instituciones, se crean necesidades y se implantan tradiciones. Su trabajo se centra entonces en examinar en qué consiste el discurso institucionalizado de la musicología contemporánea en tanto disciplina académica, y cómo este discurso la determina, la delimita y la legitima:
El estudio de la música como un discurso institucionalizado está construido, producido y reproducido por individuos que típicamente diseminan su trabajo a través de canales institucionalmente sancionados y cuyo trabajo deriva su legitimidad supuestamente por ser sujeto (al menos potencialmente) de un mecanismo de evaluación de pares que sirve para moderar esos mismos canales de diseminación ¯ como dar una conferencia o enviar un artículo a una revista (Hooper 2008: 46).
En tal sentido, Hooper mira al discurso como práctica social de carácter dialéctico, donde las instituciones y las estructuras sociales dan forma al discurso, pero donde el discurso incide igualmente en la conformación de esas instituciones y estructuras sociales. Así, el estatus académico que podría eventualmente conquistar cualquier disciplina dependerá entonces del estatus epistemológico que alcance su discurso. De ahí la gran debilidad que tiene la musicología, en tanto que no ha logrado desarrollar un discurso plenamente autónomo y diferenciado de otras disciplinas, sino que se ha visto forzada a tomar prestados sus métodos y teorías de la historia, de la sociología, de las matemáticas, de la filología, de la bibliotecología o de cualquier otra rama que sirva a estos efectos. Quizás sólo se salva de esto el análisis musical, que en todo caso pertenece a la denostada musicología positivista (habría que recordar que el artículo seminal de Kerman publicado en 1980 -que inaugura la llamada musicología posmoderna- se llama precisamente “How We Got into Análisis, and How to Get Out”: Cómo entramos al análisis y cómo salir de él). Así pues, el gran problema de definir la musicología como disciplina académica estriba precisamente en esa falencia discursiva, y se hace patente en los inveterados esfuerzos que han realizado muchos musicólogos a lo largo de la historia por establecer su campo de acción. De ahí quizás derive también su tendencia a apropiarse de discursos extraños a su naturaleza, hecho en el cual se afinca Hooper para hacer su crítica a la musicología postmodernista.
Los argumentos de Hooper se sustentan en la fuerte sospecha de que las doctrinas actualmente denominadas como posmodernas no podrían realmente considerarse como académicas. Asimismo, reprocha el que la musicología haya adoptado acríticamente estas doctrinas sin verificar si estos nuevos métodos de interpretación y comprensión del mundo son realmente adecuados a sus fines:
…persiste en mí la firme convicción de que muchos aspectos de un modo de pensar ostensiblemente ‘posmoderno’ son simple e inherentemente irreconciliables con un número de las presunciones que necesariamente forman la base de cualquier disciplina de investigación institucionalizada, incluyendo la musicología (Hooper, 2008:3).
Observa además que el adscribirse ciegamente a estas doctrinas ha ido a menudo en detrimento de otras que podrían eventualmente haber ofrecido mayor potencial a la musicología, pero que se descartaron simplemente por estar fuera de moda (como el análisis musical). En su texto, Hooper repasa con detalle las implicaciones que han tenido algunos conceptos claves en el desarrollo de una “nueva” musicología, en particular los de positivismo y formalismo como antítesis de lo posmoderno, y la asunción de los problemas del género y el canon como su característica primordial. Así, admite que el que se haya puesto en cuestión el enfoque exclusivo en ciertos temas o repertorios de la vieja musicología en menoscabo de otros, ha sido de hecho un logro importante. En todo caso, el más significativo avance de la musicología actual ha consistido en asumir definitivamente la disolución de la separación entre lo popular y lo clásico, o como diría Jameson (1991:12), “el desvanecimiento (…) de la antigua frontera (esencialmente modernista) entre la cultura de élite y la llamada cultura comercial o de masas”, algo que observa como una característica inequívocamente posmoderna. Hooper (2008:29), no obstante, hace notar con perspicacia que
…la exigencia de que la musicología abarque “toda” la música ¯un sentimiento de por sí positivista- y las críticas que la acompañan dirigidas típicamente a las diversas “ideologías de la exclusión”, no sugieren necesariamente una antipatía por el positivismo que son precisamente predicadas tan a menudo como una reacción de la musicología supuestamente “nueva” o “crítica” contra la vieja musicología (Hooper 2008:29).
En esta arremetida contra la musicología posmoderna, Hooper advierte que ésta no se puede considerar como “crítica” simplemente por el hecho de que desafíe el canon establecido. Para demostrarlo arguye que los mismos métodos de recolección de datos, tratamiento de fuentes y marcos de interpretación que se usaban en la musicología positivista podrían ser perfectamente aplicados a un repertorio excluido del canon ¯América Latina tiene mucho que decir al respecto- y no por ello diríamos que estamos haciendo “musicología posmoderna”. Lo anterior le sirve para concluir que no hay nada intrínsecamente “posmoderno”, “crítico” o “nuevo” en abordar el estudio de la música que está fuera del canon si se siguen usando las mismas metodologías de antaño, como de hecho ocurre en muchos trabajos que hoy se califican de posmodernos sin serlos en realidad. En todo caso, lo que ha cambiado es el canon, no los métodos.
Hooper advierte que los adjetivos “nueva”, “crítica” y “posmoderna” se aplican actualmente de manera intercambiable para referirse a la musicología contemporánea, pero niega que dichos calificativos tengan utilidad alguna para comprender la disciplina tal como se practica en la actualidad: “…el término ‘posmoderno’ se usa cada vez más para referirse a tantas cosas, que uno podría argüir razonablemente que ya no puede ser útil para referirse a nada” (Hooper, 2008:8). Sobre lo “crítico”, ve como un contrasentido que se utilice un término que resume de alguna manera lo más tradicionalista de las viejas prácticas positivistas (como la edición “crítica” en musicología) para referirse a lo posmoderno, sobre todo si tenemos en cuenta que “el nuevo espacio del posmodernismo ha abolido literalmente las distancias (incluida la ‘distancia crítica’)” (Jameson 1991:108). Lo que Hooper observa es -más que un cambio en métodos y teorías- una alteración del discurso musicológico, producto de lo que denomina una “transformación paradigmática”, y por eso se esmera en explicar sus implicaciones reales:
Se descubrió que muchos de nuestros más entrañables conceptos ¯”verdad”, “estructura”, “hechos musicales”, y “la música en sí misma” no eran más que ficciones problemáticas. En su lugar se infiltró el hasta entonces austero dominio del discurso musicológico con un vocabulario nuevo y exótico; ahora se habla de “contingencia”, “pluralidad”, “localidad”, “diferencia”, “heterogeneidad”, “diseminación”, “iteración”, “semiosis” (Hooper 2008:5).
Este autor pone el dedo en la llaga cuando se pregunta por qué se considera que es sólo ahora que la musicología puede lidiar efectivamente con la música (algo para lo que aparentemente no estaba capacitada la vieja musicología), reemplazando sus propias metodologías desarrolladas a lo largo de generaciones (entre ellas el análisis musical, como ya acotamos arriba), por marcos teóricos y conceptuales elaborados fuera de la disciplina por gente que ni siquiera son músicos ni musicólogos. Esto no significa que la musicología no pueda ni deba interactuar con otras disciplinas de manera legítima y genuina, ni mucho menos. Pero se queja del desdén mostrado por la musicología posmoderna por sus viejos métodos, que han demostrado efectividad a lo largo de la historia de la disciplina. En tal sentido, Hooper ve un peligro en la definición de la musicología posmoderna a partir de la negación de la tradición moderna. A su juicio, esta nueva posición ideológica traería consigo una serie de dominaciones, exclusiones y opresiones que simplemente reemplazarían los viejos hábitos y creencias (las antiguas dominaciones, exclusiones y opresiones) del modernismo por otros distintos, que no necesariamente mejores.
Adentrándose en los aspectos propiamente discursivos del problema, Hooper acusa al discurso musicológico actual de abusar de una compleja jerga académica, extremadamente superficial si se la analiza a fondo, que en muchos casos lo que hace es esconder una falta de rigor intelectual y musical. En esto coincide con Jameson (1991:29), que ve en “el nacimiento de un nuevo tipo de insipidez o falta de profundidad, un nuevo tipo de superficialidad en el sentido más literal, quizás el supremo rasgo formal de todos los posmodernismos.” Esto ya lo había vislumbrado Jacques Chailley por allá por 1958, denunciando esta tendencia -incipiente entonces- que ha proliferado en los días que corren:
…la musicología ha de ponerse en guardia ante una moda invasora, pues si pretende merecer el nombre de ‘ciencia’ tiene que prohibirse los complacientes latiguillos verbales que a veces se imponen y que, aunque en pequeñas dosis resultan incluso divertidos, acaban pronto por resultar exasperantes. Uno de los objetivos de la ciencia es aclarar las cosas complejas, no oscurecer las cosas simples (Chailley, 1991:26).
Tanto Hooper como Chailley alientan pues el que el discurso de la musicología se haga accesible a la mayor cantidad posible de personas, de modo de no convertirla en un ghetto inextricable. En este sentido coinciden con la invectiva que hace el Análisis Crítico del Discurso (ACD) al discurso académico en general, al considerar se utiliza en muchos casos para naturalizar relaciones de dominación (del médico al paciente, del juez al reo, del funcionario gubernamental al ciudadano de a pie, del profesor al estudiante, etc.) basándose precisamente en la poca accesibilidad que pueden tener las personas a él:
El estilo esotérico es incompatible con los objetivos fundamentales de la investigación crítica, lo que significa que el análisis debe poder ser compartido por otros, en especial por los grupos dominados. El oscurantismo promueve la imitación ciega en vez de la reflexión (Van Dijk, 2003:145).
Para Hooper, el estudio discursivo de la musicología plantea complejos problemas de orden ontológico y epistemológico. El asunto clave estriba en la diatriba de si existe o no algo que pudiera denominarse como “la música en sí misma", es decir, una obra de arte autónoma de la sociedad que la produce (lo que permite la posibilidad de una estética), o si, como dicen los cultores de la posmodernidad, la música es esencialmente un constructo social (lo que quedaría demostrado de manera fehaciente en la existencia de culturas en las que ni siquiera existe el vocablo "música" como parte del léxico de su lengua). El asunto es eminentemente discursivo en la opinión de Hooper (2008:89), por cuanto se trata de saber si la “‘música en sí misma’ puede referirse a un objeto que preexiste a su apropiación discursiva.” Hooper intenta así alejarse de las posturas extremas de negación o afirmación de la existencia de una “música en sí misma”, afincándose en el proceso de mediación, que se realiza precisamente a través del discurso, y es por eso que su estudio concentra todo su interés. En tal sentido identifica al menos tres niveles, esferas o modalidades de mediación: 1) en los procesos, sistemas o instituciones envueltas en la producción, reproducción y consumo de la música; 2) en el objeto musical como lugar de la mediación (teniendo en cuenta que las propiedades de la ‘música en sí misma’ está fuertemente condicionada por el contexto de producción y recepción, y que puede tener ella misma un impacto sobre el contexto); y 3) en el sujeto musical (el receptor que percibe las emisiones musicales, y la música está envuelta en una red de prácticas discursivas, de modo que la noción de música en sí misma es altamente problemática). Esto se aleja significativamente de la teoría de la “tripartición” (niveles poiético, estésico e inmanente) y del “hecho musical total” que planteaban Molino y Nattiez en su estudio discursivo de la música, principalmente porque incluye la interacción social como un factor trascendente en la configuración de los eventos musicales, algo no contemplado por estos autores.
Es precisamente aquí donde la institucionalización del discurso musicológico adquiere un papel primordial. Como dice Fairclough (2003:201) “creo que debemos seguir reconsiderando las siguientes cuestiones: cómo investigamos, cómo y dónde publicamos y cómo escribimos.” A Hooper le preocupa profundamente el que el discurso institucionalizado de la musicología (y por ende, la actividad remunerada en esta disciplina, un detalle que no puede obliterarse), pretenda basarse únicamente en la expresión de las reacciones personales acerca de la música (un enfoque que podríamos emparentar con las metodologías cualitativas), en el “no me gusta”, en los argumentos “ad hominem” o en el tribalismo. Cualquier juicio debería hacerse con base en una batería de criterios, ya que de lo contrario no existiría garantía alguna de que la musicología pueda legitimarse como un discurso académico, distinto a otros discursos. ¿Qué diferencia existiría si no entre la mera opinión personal expresada en una conversación de amigos y el discurso institucionalizado de la musicología? Según Hooper, criterios como el de la refutabilidad resultan claves para la consolidación del estatus epistemológico de la disciplina: aserciones como “Bach me gusta” no pueden ser refutadas como verdad, pero “Bach es el compositor más grande” si que lo puede ser.
Cualquier tipo de estudio que tome la música como su objeto y que represente más que una colección trivial de afirmaciones al estilo de ‘esto es lo que la música significa para mi’ ¯y uno presume (y debe presumir) que el estudio de la música como un discurso institucionalizado es más que eso- debe operar en concordancia con una serie de criterios condicionales que trasciendan lo estrictamente individual y lo meramente subjetivo (Hooper 2008: 57).
Los estudios del discurso han ido desarrollándose de manera independiente de otras ramas del conocimiento emparentadas entre sí (como la lingüística del texto o la gramática funcional), alcanzando un nivel muy sofisticado y diferenciado como disciplina en las últimas dos décadas. Cuando se titula una obra reciente “El discurso de la musicología”, lo menos que uno podría esperar es conseguir en dicho trabajo referencias a la cada vez más abundante bibliografía especializada que existe sobre el tema del discurso como tal. Resulta por ende sorprendente no encontrar por ningún lado en el texto de Hooper a autores claves dentro de los estudios discursivos como Teun Van Dijk, Ruth Wodak, María Laura Pardo, Adriana Bolívar, Norman Fairclough, ni siquiera de aquellos que de algún modo han abordado tópicos relacionados con la música (el caso de los discursos multimodales) como Theo Van Leeuwen y Gunther Kress. En su descargo podemos decir que a lo largo de su trabajo, Hooper da muestras de una aguda percepción y penetración orientadas en la dirección correcta en lo que respecta a a los problemas más acuciantes que plantean los estudios del discurso, y su relación con la musicología:
Teniendo en cuenta las intuiciones de que el discurso se estructura por dominancia, de que todo discurso es un objeto históricamente producido e interpretado, esto es, que se halla situado en el tiempo y en el espacio, y de que las estructuras de dominancia están legitimadas por las ideologías de grupos poderosos, el complejo enfoque que defienden los proponentes de la LC [Lingüística Crítica] y el ACD [Análisis Crítico del Discurso] permite analizar las presiones provenientes de arriba y las posibilidades de resistencia a las desiguales relaciones de poder que aparecen en forma de convenciones sociales. Según este punto de vista, las estructuras dominantes estabilizan las convenciones y las convierten en algo natural, es decir, los efectos del poder y de la ideología en la producción de sentido quedan oscurecidos y adquieren formas estables y naturales: se los considera como algo “dado”. La resistencia es así considerada como una ruptura de las convenciones y de las prácticas discursivas estables, como un acto de “creatividad” (Wodak 2003:19-20).
Al reprochar el uso del concepto de “musicología crítica” como algo vacío y carente de sentido (tal como Kerman podría haberlo utilizado) Hooper reivindica la noción positivista que le es inherente al término “crítica”. En este sentido coincide con el ACD en que la crítica consiste en “tomar cierta distancia respecto de los datos, enmarcar éstos en lo social, adoptar explícitamente una postura política y centrarse en la autocrítica, como corresponde a un estudioso que investiga.” (Wodak 2003:29). Para Hooper, el gran problema de las doctrinas postmodernistas es precisamente lo que Jameson llamaría “la abolición de la distancia crítica”, porque en el fondo, ambos comparten
…la oscura sospecha de que no solamente las formas contraculturales, puntuales y locales, de guerra de guerrillas o resistencia cultural, sino incluso las intervenciones abiertamente políticas ¯sea el caso de The Clash-, se encuentran secretamente desarmadas y reabsorbidas por un sistema del cual ellas mismas pueden considerarse como partes, puesto que son incapaces de mantener frente a él la más mínima distancia (Jameson 1991:108).
En tal sentido, podríamos decir que Hooper sabe que el propio sistema ha engullido sin parpadear a la musicología posmoderna y toda su parafernalia discursiva, obedeciendo a lo que Jameson denomina “la lógica cultural del capitalismo avanzado”. Lejos de convertirse en un nuevo paradigma académico que supera a la modernidad, la musicología posmoderna lo que ha hecho es incorporarse y reafirmar el status quo, e convertirse en la actualidad en la ciencia normal. Es precisamente por eso que extrañamos en el trabajo de Hooper una profundización en el ACD, toda vez que la posición crítica que profesa podría ser de suma utilidad para salir airoso de la encrucijada en la que se encuentra la musicología en la actualidad: “A diferencia de otros muchos saberes, el ACD no niega sino que explícitamente define y defiende su propia posición sociopolítica. Es decir, el ACD expresa un sesgo, y está orgulloso de ello” (Teun Van Dijk 2003:144).
Un comentario final. The Discourse of Musicology es un texto escrito en inglés (de donde se deduce que todas las citas que hemos reproducido en esta reseña son traducciones nuestras). Por ende, trata sobre problemas que se han venido presentando fundamentalmente en la musicología anglófona. No estamos tan seguros de que éstos sean generalizables a la práctica de la disciplina en todo el mundo, y que en todos los casos sea ésa la discusión que se está dando, como se sobreentiende al leer la literatura existente en inglés. En particular, creemos que todo el debate sobre la musicología posmoderna no ha sido un tópico de interés para la musicología en español, lo que se evidencia en que casi ninguno de sus textos fundamentales (los de Kerman, McLary o Kramer, por nombrar sólo algunos) están traducidos. Tampoco ha habido en la musicología en español mayor seguimiento a estos asuntos. Pero lo que no deja de resultar curioso es que ni Hooper, ni Kerman, ni McLary ni Kramer -preocupados como están por estas cosas- hayan reparado en que existen musicologías fuera de su canon (disciplinario), que no está en inglés (ni en alemán, ni en francés), sino en español o en portugués, cuyas preocupaciones parecen ser otras muy diferentes, y en las cuales ellos no reparan ni por casualidad. En tal sentido, no deja de llamar poderosamente la atención que después de toda la reláfica que nos da Hooper acerca del canon y el discurso, termine su libro analizando (¡otra vez!) la Quinta Sinfonía de Mahler.