Traducción: Laura Sintes Ferrarons y Rubén López Cano
Resumen
El problema sobre el lugar que ocupa la musicología en las sociedades contemporáneas no surge de una rutinaria autorreflexión de la disciplina ni de su deseo de actualizarse. Emerge de la ruptura del consenso que tradicionalmente validaba los métodos y el tipo de conocimiento producido por los académicos de la música. Esta ruptura tiene ya unas cuantas décadas de antigüedad y es claramente irreversible. Como consecuencia, es necesario redefinir a qué apuesta el estudio de la música en particular y las Humanidades en general, así como reformular los medios, finalidades y funciones culturales de este estudio. Algunos de los caminos que la musicología podría seguir para satisfacer estos requerimientos incluirían: la construcción de una necesidad de discursos públicos sobre los propios conceptos de “obras”, “interpretaciones” y “eventos”; la reconceptualización sobre qué es lo que la música comunica y cómo lo comunica; y la afirmación racional de que la musicología es una práctica de interpretación que no admite de manera creíble límites preestablecidos. Estas iniciativas comparten el principio de resistencia crítica a los sistemas rígidos de pensamiento y prácticas a través del ámbito entero de la cultura.
Palabras clave: Nueva musicología, musicología crítica, significación musical, agenda musicológica, exégesis musical.
Abstract
The poblem about which role should musicology play in contemporary societies does not come up either from a consuetudinary autorreflexion of the discipline, nor from its longing to reach update. It arises from a breakdown in the consensus that traditionally validated the methods and the kind of knowledge produced by musical scholarship.This breaking off has longed for a few decades and it is clearly irreversible. Thus, a redefinition of the aims of the studies upon music particularly and Humanities in general is absolutely necessary, as well as a reformulation of the ways and means, the goals and cultural functions of this study. Some of the routes musicolgy could follow to satisfy this demands would include: the setup of a requirement of public speech about the conceptions of “works”, “interpretations” and “events” themselves; the reconceptualization about the ways and the contents of musical communication; the rational acknowledgement that musicology is a practice of interpretation which does not admit preestablished bounds in a plausible way. These initiatives share a principle of critical resistance to rigid systems of thought and practice across the whole field of culture.
Key words: new musicology, critical musicology, musical meaning, musicology agenda, musical exegesis.
Hasta hace poco tiempo, la pregunta sobre el papel que cumple la musicología en las sociedades contemporáneas nunca habría surgido. Este papel se entendía sin necesidad de hablar de ello. La musicología era una de las ciencias humanas, lo que en los Estados Unidos llamamos Humanidades. Como la musicología se ocupaba fundamentalmente del estudio de la música de arte occidental, entonces su tarea era poner en relieve los valores de esta avanzada civilización, del mismo modo que lo venían haciendo los estudios literarios o la historia del arte. La música preservaba y expresaba estos valores y su disciplina, la musicología, se encargaba de la acumulación de conocimientos sobre ellos. Este conocimiento era valioso porque la música también lo era. Formaba parte de una memoria cultural estable sobre la que se podía sustentar la continuidad de sus prácticas e identidad a través del tiempo. Los valores relacionados con ella eran considerados tan transparentes que la musicología no debía molestarse en identificarlos, simplemente en criticarlos o interpretarlos. Era suficiente con estudiar la música, con escribir su historia, con facilitar su ejecución.
Hasta hace poco tiempo el mundo era diferente. Ni un solo aspecto de la imagen que os he descrito parece creíble hoy en día. Todos los conceptos involucrados (valores, civilización, humanidades, identidad, cultura, memoria, conocimiento, la misma música) han sido extraídos de su contexto tradicional y expuestos a reevaluación y reconsideración. Estoy tentado a describir la situación diciendo que al final se ha convertido en norma el modelo de transformación del mundo, que una vez resultó escandaloso, propuesto en 1980 por Gilles Deleuze[2] y Felix Guattari[3] en Mil Mesetas.[4] Según éste, la situación es el fruto del reemplazo de estructuras jerarquizadas y centralizadas por líneas de vuelo azarosas. Utilizando una de sus metáforas favoritas, las estructuras arborescentes han sido remplazadas por el rizoma.[5] El árbol se ha inundado de malas hierbas y enredaderas. Pero incluso esta argumentación ha sido utilizada tan a menudo que ya no parece adecuada y, además, Deleuze y Guattari eran demasiado optimistas.
El problema hoy es que las ramas del árbol están creciendo como si fueran hierbajos. Entre las fuerzas cada vez más aceleradas de fragmentación y su fenómeno opuesto, la globalización. Entre la cultura local o de nichos y su opuesto, una super-cultura interconectada, el mundo parece estar cada vez más en el límite, incluso parece haberlo traspasado ya, en una suerte de contra-Siglo de la luces. El dogma esta volviendo, a veces en el nombre del mismo Siglo de las luces, y otras en nombre de la fe. Las representaciones de lo humano y las vías de acción basadas en ellas dependen cada vez más tanto de una identificación con los algoritmos de la ciencia cognitiva, en campos que van desde la economía hasta la neurociencia y la genética, como de un compromiso ciego dirigido por el carisma, por una voluntad o norma divina. De todas maneras y a diferencia de su equivalente en el mundo del pre-Siglo de las luces, los sistemas dogmáticos de hoy en día no se pueden reducir a dos o tres grandes antagonistas. Éstos son plurales y prolíficos y este es el motivo por el que yo hablo de ellos como ramificaciones que crecen como las malas hierbas. Esta tendencia parece ser menos obvia en una Europa secularizada que en unos Estados Unidos segmentado por lo religioso. Pero es una tendencia que no respeta fronteras nacionales, que obviamente incluye tanto el Islam como el Cristianismo y florece en el espacio virtual del rizoma universal: la internet.
Resistir a este estado de cosas parece demandar una apuesta espiritual e intelectual de proporciones Pascalianas.[6] Pero la apuesta debería ser dirigida al mundo más que a su creador; a excepción, claro está, que consideremos la humanidad como su creador. Los cambios que estoy describiendo amenazan con reducir la erudición humanística a una diversión narcisista, un entretenimiento vacío con pretensiones (o sin ellas) de sueños de gloria. El tiempo dificulta distinguir entre un cuestionamiento responsable y la automistificación, entre una hermenéutica histórica del arte y un escapismo estético. Los antagonistas del pasado, como Brahms y Wagner, se han mezclado para conformar una identidad única y nebulosa. Estos tiempos, estos cambios, conducen a las humanidades hacia un impasse. La tradición del Siglo de las luces liberal tiene más necesidad que nunca de defender su estética y sus aspiraciones especulativas, pero estas aspiraciones han conducido a una crisis de confianza: ¿debemos continuarlas? y, en caso afirmativo, ¿cómo deberíamos hacerlo?
No obstante, se le debe hacer una defensa. El sentido de la futilidad debe ser rechazado. El proyecto del Siglo de las luces, estupendamente incompleto e infamemente defectuoso, debe ser continuado, autocrítica pero ininterrumpidamente. Para ello es necesario un cambio a nivel de nuestras prioridades, una reexaminación de los fundamentos que permitirán una reapropiación de los valores centrales de la razón viable y posibiliten un nuevo encantamiento en la ausencia de creencias dogmáticas. El resultado será un mundo en el que los absolutos sean posibles, y para algunos, incluso divinos. Pero un mundo sin fe ciega o sin sistema rígido. Sería un mundo sin ningún entusiasmo violento, sin Schwärmerei,[7] como Kant lo habría llamado. Una devoción sin sentido y despreocupada (en el sentido más antiguo y estricto de ser entregado a un sacrificio), un “hormigueo” (en el sentido literal de la palabra) de pasiones y sensaciones entorno a una misma idea. Este bullicio es un puño que se destruye con cada golpe; y golpea tan fuerte, sólo para volver a prepararse para el siguiente golpe y el siguiente, etc.
No hace tanto tiempo, en 1992, Jacques Derrida[8] propuso que el futuro de las humanidades, que él implícitamente unía con el futuro de la humanidad, era confiado en manos de lo que él llamaba la universidad sin condición. El término se refiere a una institución ideal representada sólo, en el mejor de los casos, por las universidades reales, aunque en éstas sólo se hallan sus principales medios de aproximación. La universidad sin condición, escribe Derrida,
debería permanecer como un último reducto de resistencia crítica (y más que crítica) a todos los poderes o fuerzas de apropiación dogmática e injusta… [Debería ser el lugar de] los derechos reglamentados para decir cualquier cosa, aunque fuera bajo el liderazgo de la ficción y de la experimentación del conocimiento, y el derecho de decirlo públicamente, de publicarlo. Esta referencia al espacio público será el nexo de unión que alía las nuevas Humanidades con el Siglo de las luces. Distingue la institución de la universidad de otras instituciones fundadas bajo el derecho o deber de “decirlo todo”, por ejemplo, la confesión religiosa o, incluso, la “libre asociación” del psicoanálisis. Pero es también lo que une fundamentalmente la universidad y sobre todo las humanidades, con aquello que llamamos literatura, en el sentido europeo y moderno del término, así como el derecho de decir cualquier cosa en público, o de guardarlo en secreto, sólo de una forma ficticia (Derrida 2002b: 205).[9]
He llevado esta cita hasta el punto donde Derrida, como muchos otros en las humanidades tanto nuevas como antiguas, olvida contar con la música. Él se mueve sobre una idea fija: la noción de que debido a que la música es capaz de una forma de expresión independiente al lenguaje, ésta no tiene nada que decir por ella misma. El rechazo a esta idea es quizás el único desarrollo de mayor importancia de la musicología tal como se practica hoy en día. Pero sin volver a los argumentos sobre este punto que ya nos resultan familiares, detengámonos para observar que, aún desde un punto de vista tradicional, la música cubre perfectamente los criterios de Derrida con respecto a la “literatura en el sentido europeo y moderno del término”: es decir, la música es tal vez nuestra vía más importante para decirlo todo en público y a la vez mantenerla en secreto aunque sea como una forma de ficción. La comprensión musical empieza normalmente con la sensación de que alguna cosa significativa ha sido expresada, pero sin las palabras que habrían descubierto su secreto. La comprensión musical se convierte en comprensión musicológica cuando empezamos a encontrar algunas de estas palabras, pero sin la esperanza ni la intención de descubrir completamente ni la expresión ni el secreto. Así pues, la música debería ser la primera, no la última, fuente de la universidad sin condición. Lo que me gustaría sugerir a partir de este momento, es el lugar que debería ocupar la musicología.
De manera sucinta, este lugar debería servir a tres funciones principales. En primer lugar, la musicología debería desarrollar un concepto de “música” tal, que las obras musicales, las interpretaciones y los eventos, produzcan en la sociedad la necesidad de un discurso eficaz que aborde públicamente todo aquello que clarificaría el lugar de la música en el mundo. En segundo lugar, la musicología debería buscar la manera de mostrar que la música es en ella misma una vía para este tipo de comunicación, que la música también es una manera de ejercer este derecho regulado, que también forma parte del deber del Siglo de las luces de decirlo todo, cualquier cosa, y de decirlo públicamente. En tercer lugar, debido a que las dos primeras razones sólo nos pueden servir a través de actos de interpretación, la musicología buscaría la manera de afirmar por sus propias actuaciones verbales, que el derecho de decirlo todo, cualquier cosa, es el derecho a interpretar, a experimentar con el conocimiento, aún desde la ficción, y que la práctica de este derecho es todavía nuestro último recurso contra los poderes eternos del dogma y la apropiación injusta. La musicología se puede unir con la música en la larga y dura tarea del contraataque al contra-Siglo de las luces.
Propongo ilustrar cada una de estas funciones con un ejemplo musical. El primer ejemplo muestra cómo, en un concierto reciente y muy publicitado, la música requiere de un interés público y que se completa a sí misma en estas consideraciones públicas. Se trata de un evento que se habría beneficiado mucho de una atención musicológica que no ha recibido. Hace un par de años el gobierno de Corea del Norte invitó a la Orquesta Filarmónica de Nueva York a dar un concierto en su capital. El concierto tuvo lugar en febrero [de 2008]. Tocaron Dvorak en Pyongyang.
“Dvorak en Pyongyang”: la frase no suena tan legendaria como Nixon en China, y dudo que el evento pudiera ofrecer a otro John Adams el material para una ópera.[10] A diferencia del viaje del Nixon real a la China real, este concierto fue un pseudo-evento, pese a los esfuerzos de la Orquesta para hacerlo real. Tampoco son claros los motivos que llevaron a Corea del Norte a invitar a esta Orquesta. ¿Era el comienzo de una intención diplomática de romper el hielo o sólo una pretensión de ello? ¿Estaba Corea del Norte siguiendo los pasos de China y de la Unión Soviética de años pasados o trataba sólo de un golpe propagandístico? La secretaria de estado, Condoleeza Rice adoptó una posición escéptica, incluso cínica, ante el proyecto: “No creo que nos debamos dejar llevar [por el optimismo]”, dijo en una conferencia de prensa, “sobre lo que la escucha de Dvorak pueda hacer en Corea del Norte” (Walkin 2008).[11]
Rice es una pianista clásica bastante competente. Por ello se esperaría más entusiasmo, aunque fuera de un miembro de la administración de Bush. Pero parece que tiene una visión u opinión propia. Sería ingenuo pensar que la política difiriera de la música en una ocasión como ésta. Pero no es así. La música podría apartar sus ojos, pero toma obedientemente las indicaciones de la política. La puesta en escena del concierto fue meticulosa en todos los sentidos pese a la insistencia de la Orquesta Filarmónica que prefería que fuera emitido en directo a todo Corea del Norte. Sin embargo, sería un error pensar que la música del programa carecía de potencial político. Sería una equivocación también desestimar la posibilidad de que al acoger esta música, los norcoreanos habrían podido obtener alguna cosa más de lo que aparentemente negociaban.
Obviamente, ellos buscaban prestigio, legitimidad y proyectar una imagen de civilización lustrosa. Todo ello lo obtuvieron pese a que la emisión del concierto mostró tangencialmente algunos destellos poco halagadores de la cultura represiva del país. Pero lo que los norcoreanos también obtuvieron fue una música que celebra la individualidad sin compromiso, la volatilidad emocional, el cambio transformador y el cruce desinhibido de fronteras culturales. La audiencia de Corea del Norte quizás no estaba preparada para oír la música de esta manera. Es probable que el gobierno norcoreano contara de antemano con ello.
Con respecto a la Sinfonía del Nuevo Mundo de Antonin Dvorak, la obra principal del programa, Loren Maazel, el director de la Filarmónica, se limitó a decir a la audiencia que la misma Orquesta la estrenó en 1893 y que contenía una melodía tradicional de los indios estadounidenses. La afirmación sobre esta melodía parece no ser cierta, pero desde la perspectiva norcoreana, o de lo que se supone que debería ser su perspectiva, es todavía mejor que cierta. Los oyentes aprendieron a considerar la música como una expresión de devoción al estado. Por encima de todo, la anotación de Maazel habría constituido una invitación para escuchar poca cosa más que esta “melodía tradicional” y asentir con la cabeza. Para los estadounidenses parece que también la música era, por encima de todo, un medio por el que el estado se podría ver glorificado.
Aparentemente, la Filarmónica habría tomado una ventaja perspicaz de la invitación norcoreana. La Orquesta aprovechó la oportunidad para presentar un retrato atractivo de Estados Unidos. El programa del concierto, que incluía Un americano en París de George Gershwin y la obertura Candide de Leonard Bernstein además del Dvorak, no esconde este objetivo (aunque se incluyeron tres minutos del preludio del acto III de Lohegrin de Wagner a manera de distracción). Toda esta música es fundamentalmente política, pero la audiencia norcoreana podría esperar, o haberse dispuesto a obviar este detalle por la más sencilla de las razones: porque no estaban listos para escuchar esta música o, más exactamente, para sentirla.
La emisión televisada de los momentos anteriores a que comenzara la música muestra un público en evidente actitud de “sala de concierto”. La audiencia consistía en su mayoría de varones vestidos con el mismo traje oscuro y corbata con una estudiada falta de expresión en sus rostros mientras esperan con un silencio sepulcral que la orquesta apareciese. Esto puede ser un efecto de la edición del vídeo, pero yo no lo creo: lo vi y no se movían ni sus labios. En cualquier sala de conciertos occidental, antes de un concierto, se oye el murmullo de gente que conversa de temas que tienen que ver con ellos en tanto individuos y el rumor de aquellos que se preparan para escuchar una música que les concierne de manera personal. La conversación acaba cuando empieza la música. Sin embargo, ambos aspectos no son contrarios; uno es la preparación para el otro y éste no se podría desarrollar sin aquél. El sonido colectivo es en realidad el sonido de individuos que establecen un rico y desestructurado circuito de comunicación, que es la condición que posibilita la escucha de la música. Esta condición faltaba en Pyongyang y lo extraño es que, sin ella, nada podía ser comunicado. Nada, salvo las ideas empobrecidas drásticamente de que, en una perfecta conformidad con el dogma norcoreano, la música es una manera de someterse uno mismo a la autoridad del estado. Con esta idea, Loren Maazel dirigió su comentario sobre la Sinfonía del Nuevo Mundo y más tarde con la acotación, igualmente fatua, sobre Un americano en París. Sobre ésta dijo que algún día alguien escribiría una pieza llamada “Un americano en Pyongyang”. Hablaremos de ello más adelante.
Dvorak en Pyongyang: la Sinfonía del Nuevo Mundo “evoca” el estilo de melodías “negras e indias” tal como Dvorak las concibió. En la obra se encuentran repetidamente conjuntos de melodías a solo, especialmente en la sección de viento, que se exponen contra texturas orquestales más consistentes para proyectar un sentido de movimiento hacia la frontera, hacia lo desconocido.[12] En esta sinfonía, la orquesta se constituye en fuerza ambivalente. Por un lado, aparece como un reflejo colectivo de la individualidad de las melodías. Por otro lado, existe como una fuerza impersonal donde las melodías son menos consistentes que arrolladoras.
Y entonces aparece el famoso Largo. El primer tema, una extensa melodía a solo para corno inglés, proyecta una intensa sensación de “desolación trascendental” que Georg Lukács[13] encontró en las novelas burguesas del siglo XIX. Esta longitud no se ve acotada ni suavizada por el coral en forma de himno que precede el tema y que se retoma al final para enmarcar el movimiento. Al contrario, esta longitud se va complicando. El tema del corno inglés es pentatónico y se mueve en un compás estrecho, cualidades que le otorgan un carácter de canción folk. Pero desaparece en un agobiante segundo tema de las cuerdas de un pathos casi operístico. Como describió Donald Tovey[14] en una paráfrasis que captura tanto el carácter del nuevo tema como las implicaciones culturales: “Este episodio, aunque es altamente emocional, no tiene poder de reacción. Del mismo modo que el terror de los sueños, permanece enraizado a la circunstancia, a veces en ritmos agitados, a veces en suspenso, pero siempre deambulando, siempre afligido, y siempre en desamparo” (Tovey 1981: 287). La longitud del primer tema es una expresión como un pretexto fuera de lugar (en parte negación, en parte sublimación) de un ansia individual que apenas sabe como reconocerse a sí misma.
Sería difícil imaginar alguna cosa que tuviera menos que ver con la cultura Orweliana de Corea del Norte. Además, el excepcionalismo de Corea del Norte (a diferencia del norteamericano, que tiene problemas reconocidos) está basado en una ideología de pureza racial. De este modo, la Sinfonía del Nuevo Mundo debería ser el anatema de su audiencia. Es un dogma básico norcoreano que la única excelencia del país viene de la preservación de su estirpe única e inviolable. El periódico oficial Rodong Shinmun (The Daily Worker) lo confirmó en 2006 en una editorial que denunciaba la tendencia “multiétnica y/o multirracial” que privaba en Corea del Sur: “[buscando] convertir Corea del Sur en una sociedad de inmigrantes, hacer de ella un potaje, americanizarla”.[15] La sinfonía de Dvorak no es sino una celebración de este potaje que representa el destino del Nuevo Mundo en términos que son a veces utópicos y a veces trágicos, pero siempre basado en el intercambio musical de las gentes de Norteamérica: europeos, indios y africanos.
¿Pero alguno de estos aspectos vio la luz? En este momento es imposible decirlo. Sin embargo, la pregunta es más importante que la respuesta porque identifica lo que es un pilar cuando se escucha esta música... o no lo es... dice alguna cosa, o no dice nada... o lo dice todo...
Estos principios no son tan distintos en el Americano en París de Gershwin, en el que se invierte la dirección y transporta el potaje cultural de Estados Unidos a Europa. Esta música está llena de orgullo, optimismo y hedonismo. Proyecta un mundo en el que la frontera física hace tiempo que se ha cerrado para ser reemplazada por la frontera cultural de la modernidad. El guía de Gershwin es el pionero Dvorak, pero desplazado una generación o dos. El inicio de la música abraza la modernidad y el bullicio en una puesta en escena urbana y caótica, llena de movimiento y energía, como se puede ver en el primer tema que combina un paseo por las calles parisinas con las estruendosas bocinas de sus taxis. Gershwin quedó encantado con el sonido de estas bocinas y se llevó cuatro de su visita a París. Pero esto no es todo lo que se llevó. La música termina transformando una sexy melodía de blues, que es más voluptuosa y erótica a medida que aparece sucesivamente, en una canción de triunfo. Esta gran conclusión pretende traspasar la vitalidad americana a un Mundo Viejo que todavía esta exhausto de la primera Guerra Mundial. Más que eso, representa el placer más puro, el placer por sí mismo, como la fundación del orden social.[16]
Aquí volvemos a encontrarnos con sentimientos y detrás de ellos una visión del mundo que es, dijéramos, no muy coreana. De nuevo tropezamos con la insensibilidad de Maazel: su comentario de que algún día alguien escribiría una obra llamada “Un americano en Pyongyang”, malinterpreta por completo la tradición cultural en la que una visita a París significa la confrontación con la esencia de la identidad europea. Gershwin hace honor a esta tradición dándole la vuelta. A diferencia del protagonista de la novela Los Embajadores de Henry James, quien encuentra en París una amplitud cosmopolita de compasión que no existía en los Estados Unidos de su tiempo, el protagonista musical de Gershwin transforma la cultura parisina que le fascina: su París se americaniza, tal y como temía el editorial del Rodong Shinmun.
¿Pero se habrá percibido algo de esto? Sólo podemos asumir que si esto hubiera ocurrido, el estado norcoreano lo hubiera desaprobado. Quizá las autoridades coreanas se vieron atraídas por la imagen de una colectividad controlada representada por el concierto sinfónico: los músicos de la orquesta se mueven todos a la vez y siguen la batuta del director, tal como se podría seguir al Líder Kim Jong II. El director sería el encargado de tener bajo control a la imprudente irreverencia de Gershwin. Después de todo, los taxis deben obedecer a los semáforos. Pero lo que probablemente se les escapó a las autoridades de Corea es la agradable contradicción entre esta imagen de regimiento (una masa disciplinada) y las energías musicales libres que la orquesta puede dejar escapar. Puede y debería hacerlo: se espera que esa energía se libere en la música compuesta para este propósito. Estas energías tomaron el escenario cuando la Orquesta tocaba la Obertura Candide de Bernstein sin director. Y esta vez la Filarmónica llevaba ventaja, aunque Maazel una vez más casi la pierde por otorgar de manera ceremoniosa su batuta al fantasma de Bernstein (a quien llamaron “Maestro”). La interpretación sin director de esta pieza tan particular es usual para la Filarmónica, pero dado el contexto, a la par que con Dvorak en Pyongyang y Gershwin en París, era la democracia en acción.
Mi segundo ejemplo tiene que ver con cómo la música por ella misma es una forma de comunicación humanística y cómo la musicología puede demostrar que, en circunstancias específicas, la música puede comunicar contenidos específicos durante su escucha. El ejemplo relaciona el uso de la música clásica en una película reciente. Pero también tiene que ver con la idea de datación, así que empezaremos por aquí.
Había una vez en que la música clásica se consideraba atemporal. Esta idea se aplicaba en más de un sentido. Significaba que la gran música había resistido la mítica “prueba del tiempo” (una vieja tradición poética pone el límite en unos cien años). Las grandes obras hablaban con una misma voz por diferentes generaciones o épocas. El contenido expresivo y la excelencia formal de la música no estaban limitados por las circunstancias históricas en las que fueron alcanzadas. La única línea divisoria reconocida era entre la vieja y la nueva música. La más nueva se identificaba con el modernismo y la vanguardia y se relacionaba con la complejidad y la disonancia. Pero nadie dudaba que la nueva música aspiraba también al status de clásico atemporal.
Pero los tiempos han cambiado. Aunque algunas reminiscencias de esta concepción todavía deambulan sin rumbo, su fecha de caducidad pasó hace unos años después de una notable trayectoria. La historia comienza en 1802, cuando un profesor de música llamado Johann Nikolaus Forkel[17] publicó la primera biografía de J. S. Bach.[18] El libro era corto, unas ochenta y dos páginas, pero tuvo un impacto desproporcionado en relación con su tamaño. Una de las cosas que hizo Forkel fue considerar a Bach como el primer compositor que merecía el calificativo de “clásico”.[19] Con la importación de este concepto originalmente literario, se lanzó la idea de música clásica que duraría hasta los últimos años del siglo XX. Cuando Igmar Bergman introdujo el sonido de la Sarabanda de la Segunda Suite para Cello Solo en re menor para expresar el lamento y al mismo tiempo para resaltar las experiencias de locura e incesto en su película Como en un espejo (1962), el efecto todavía podía parecer completamente natural. La música, tal como se escucha en la película, no es música de principios del siglo XVIII, ni incluso música de Johann Sebastian Bach. Es simplemente Música trascendiendo sin muchas dificultades el espacio y el tiempo.
Este episodio también funciona bastante bien como una expresión de su propio momento histórico, pero dudo que pudiera funcionar hoy. El tiempo ha ganado terreno a la música clásica que ya no lo puede burlar. La música ha comenzado a sonar diferente. Durante los últimos veinte años, aproximadamente, muchos musicólogos se han dado cuenta de esta tendencia y han elegido aferrarse a ella. Han estado escuchando música clásica con la idea del tiempo muy presente. Al igual que la música popular, que tiene una fácil habilidad para evocar una sensación de tiempo,[20] la música clásica ha empezado a tener un sello temporal. Incluso la música modernista y de las vanguardias ha empezado a sonar anticuada, tal como debería. En un mundo tan plural, híbrido y cambiante como el nuestro, esta nueva sensación de tiempo sólo puede ser algo bueno.
Es difícil hoy en día encontrar un razonamiento coherente para intentar encontrar algún tipo de elevación metafísica en la música clásica o para tratar de revivir, como recientemente han hecho Richard Taruskin[21] y otros, la postura defensiva de que el único razonamiento para escuchar es visceral: “lo que atrae a los oyentes a la música… es aquello que no puede ser parafraseado: lo que hace que nuestra voz tararee, que nuestros pies se muevan llevando el ritmo, que a nuestra mente le suene la música, que nuestro oído agite la mente” (Taruskin 2007). Las dos afirmaciones, que la música clásica es una fuente atemporal de placer y que los clásicos del rock pueden parecer muy lejanos el uno del otro, forman parte sin embargo de la misma reivindicación. Los dos razonamientos hacen la música atemporal porque niegan su continuidad temporal. Una busca en las nubes y la otra en el pulso, pero ninguna de las dos tiene los pies en el suelo. Sin embargo, la mejor esperanza para la música clásica en una época que duda de su relevancia en el presente y de su supervivencia en el futuro, es un fundamento sólido, una posición sólida en el tiempo.
Esto me lleva a otro ejemplo, la inesperada aparición del Concierto para violín de Brahms en la reciente película de Thomas Anderson, Pozos de Ambición. La película es una alegoría que retrata la carrera de Daniel Plainview, un hombre que hace una fortuna con el petróleo durante los primeros años del siglo XX y pierde su alma durante el proceso. El patrón narrativo es una fórmula, pero una fórmula llevada al extremo: Plainview no sólo se ve moralmente corroído; sino que se convierte en un monstruo. La película esta inyectada de imágenes de petróleo, de pozos y estanques extremadamente sucios para remarcar este aspecto. Esta no es una historia sobre los efectos dañinos de la riqueza y la ambición, es una historia sobre el petróleo.
¿Y qué tiene todo esto que ver con Brahms? Un importante punto de inflexión en la película es cuando la gente de la comunidad de California que Plainview ha comprado, se junta para celebrar la perforación del primer pozo de petróleo. Hacen una especie de fiesta al aire libre. La pantalla se llena de imágenes de ellos abarrotando un campo vestidos con sus mejores galas. Mientras esto sucede, la banda sonora original desemboca en el Finale del concierto de Brahms. La música es emocionante porque todo lo que hemos escuchado hasta entonces en la banda sonora, y virtualmente también todo lo que oiremos después, es la música original compuesta en estilo modernista y disonante.
El fragmento del concierto es sustancial; claramente pretende llamar la atención y sorprender, convirtiéndose en una excelente oportunidad para escuchar el sello temporal en la música clásica. Escuchada desde un punto de vista atemporal,[22] la música no tiene ningún sentido en relación con la película. Escuchada desde un punto de vista temporal (en ambos sentidos del término: asignada a una fecha concreta y a su anacronismo en relación con la época de la película) la música ayuda a dar el significado del film y, recíprocamente, hace que éste otorgue a su vez un sentido fresco a la música. La fecha en cuestión es 1879, el año de estreno concierto. Compuesto un año antes, se estrenó un siglo después de que Forkel empezara su investigación sobre Bach y treinta y tres años antes de la escena del pozo de petróleo.
Hay al menos tres aspectos que se esperaría que la audiencia escuchara en el concierto y su uso en el film, independientemente que reconozca la pieza o su autor. Sin embargo, el significado de estos aspectos depende de cierto conocimiento musicológico, más aún cuando se traspasa el nivel básico de expresión. Si la película se debe entender en su relación crítica con su propio tiempo, entonces la música, con casi las mismas funciones en la película que un personaje más, tiene que formar parte de esta comprensión.
El primer aspecto: el humor placentero y de ebullición que esta fuera de lugar con el resto de la banda sonora y con la escena, precisamente porque la música esta llena de confianza y energía y le falta ironía, mientras que la escena está ensombrecida tanto por la ironía como por el pozo de petróleo protagonista. Esta incongruencia se percibe como una diferencia en el estado de ánimo más que como una diferencia temporal. Sin embargo, al ser simultánea con los otros contrastes, el contraste con el estado de ánimo se convierte también en un contraste del momento.
El segundo aspecto: la integración del individuo y la comunidad tal como también se expresa en la relación entre el violín y la orquesta. Este es, por supuesto, el peso tradicional del género del concierto, y es, de nuevo, fuertemente irónico con respecto al argumento de la película. La ironía ahora asume una forma temporal específica y distintiva ya que la falta de integración en el mundo de la película se debe precisamente al deseo de encontrar petróleo, lo cual, inconscientemente pero con indiferencia cruel, envenena la cultura relegándola a una economía del carbón. Aunque la película nunca evoca al mundo actual excepto a través de la música original de la banda sonora (volvemos a ello), la historia de Plainview es en todo momento una fábula sobre el desastre del carbón. La escena cerca del nuevo pozo, con la música de Brahms, es el eje en esta historia porque echa una mirada fugaz, aunque sólo como una decepción, a un ideal que una vez pudo ser entendido como una promesa. La música del concierto se torna inverosímil (como la armonía interpersonal) porque ambos pertenecen a un tiempo donde la energía era una cuestión de caballos y la palabra inglesa que designa el “petróleo”, “oil”, para mucha gente significaba “aceite de ballena”. La armonía social y musical definen el orden comunal que se ha roto, que ha explotado, tal como hará el pozo pronto, porque el mundo ya ha empezado a funcionar a través del “barril”. Llenar el barril es algo que la película relaciona desde el principio con la violencia (inevitable aún cuando es accidental, pero cada vez más deliberada), con un trabajo brutal y con maquinaria inhumana, con estiércol y con la muerte.
El tercer aspecto: el anacronismo de la música con respecto tanto al tiempo del episodio, 1911, como a la música original de la misma película. Compuesta por Jonny Greenwood, la partitura para cuerda es una mezcla ecléctica de técnicas libres que combina acordes en cluster que recuerdan a Ligeti o a Lutoslawski, giros repetitivos que recuerdan a Glass o Reich y episodios con un contrapunto lento y disonante que, yendo hacia atrás, recuerdan a Berg o Bartok. Esto no quiere decir que Greenwood, guitarrista de Radiohead y compositor con reconocidas influencias de Messiaen, esté imitando porque no puede ser original. La función de la música en la película depende del sentido de datación: necesitamos percibir el tránsito de la era del carbón a la del petróleo como una retrospectiva conocida y melancólica. En este contexto, el estilo de finales del siglo XIX de Brahms se convierte en una forma de pérdida equivocada de la esperanza. El efecto del concierto es el de reforzar una división entre los personajes de la película, quienes cometen el error, y los espectadores que perciben la música precisamente como la expresión de ese error. La audiencia escucha la música de una manera cínica. La falsedad de la esperanza expresada por la música es un producto directo del cambio histórico. La esperanza pertenece a una época que se divorcia de la economía del carbón pero que aún no accede al sueño o pretensión del petróleo como una promesa de bienestar (un sueño traicionado desde el principio por los medios necesarios para conseguirlo). La música expresa el dilema con la misma exactitud que las imágenes con las que comparte la pantalla. Si por casualidad conocemos la reputación de Brahms como un compositor que suele reconciliar el pasado con el presente en su música, la ironía se multiplica aún más.
Una vez en marcha, esta ironía extra no tiene final. Aquellos que conocen la música también reconocen que es el Finale del concierto. Éste aparece en la película fuera de lugar, no en un momento de conclusión, sino en un momento de comienzo y de un falso comienzo pues el pozo de petróleo pronto explotará de manera espectacular. Sin embargo, aún aparecerán peores cosas. Los finales contundentes, parece decir la escena, son anacronismos; sería estúpido pensar de otra manera (simplemente basta con escuchar la música). La película extiende su flamante ironía utilizando el alegre Finale del concierto para la música en los créditos finales, que empiezan de manera abrupta después de que la narración llega a un grotesco y violento final.
Como argumento final en relación con la fuerza y el significado de la interpretación, haré referencia a dos ejemplos extraídos de las interpretaciones de conciertos de dos obras clásicas diferentes. Sin embargo, de nuevo tenemos que empezar por un aspecto extramusical. Debemos hacer una consideración sobre la interpretación en sí misma.
Pensemos en las frases musicales cortas que epitomizan muchas piezas famosas, desde Noche de Paz a una Pequeña Serenata Nocturna, de La Cabalgata de las Walkirias a Take the A train, de Vesti la Giubba a Send in the Clowns, sin mencionar el arquetipo obvio para este tipo de compresión sinóptica, el tema principal de la Quinta Sinfonía de Beethoven. La historia de la música esta repleta de frases como éstas. Son endémicas a la memoria y al placer musical. Son el colofón de un mosaico semántico continuamente fusionado con nuevas formas. Si oímos cualquiera de estas frases sin saber de qué obra se trata, no la hemos escuchado realmente. La frase pudo haber sido alguna vez simplemente un puñado de notas, pero durante mucho tiempo ha sido algo más, algo inevitable contenido dentro de una cierta esfera cultural y tan sólido como un bloque de granito. Por otra parte, si no sabemos qué es esta frase, en lo que se han convertido las notas, no podemos escucharla fuera de la red de alusión, citación, asociación, travestismo, prestigio, interpretación y aplicación que se ha formado alrededor de esas notas y su constante reformación. Cada nuevo uso o reconocimiento de esta música, como cualquier reescucha de la pieza entera en la que la música fluye o se desprende, añade un nuevo elemento al reluciente conjunto. Si quitamos una de las capas de significado, encontramos otra debajo. Nadie ha escuchado nunca esta música como un mero sonido, es decir, no puede ser tocada ni escuchada sin ser interpretada.
Y ahora, en tercer lugar, el doble ejemplo.
La primera parte viene de una interpretación de la Cuarta Sinfonía de Mahler en el Festival Spoleto en Charleston, Carolina del Sur, en 2007. El Finale es una canción, una adaptación de un poema folklórico que representa de una manera ambivalente la visión del cielo de un niño. El público que conocía la obra seguramente se preguntó donde estaba la soprano esa tarde, ya que ésta no siguió la costumbre habitual de sentarse en la orquesta durante los tres primeros movimientos. En vez de ello, sin anunciarse, entró en el escenario caminando despacio justo antes del gran cataclismo orquestal en el punto álgido del movimiento lento. Este clímax es la ruptura inesperada que avanza cuando el movimiento parece haber terminado con tranquilidad. Es una resolución frustrada que conduce al desengaño.
La ruptura transfigura un supuesto incidente, una melodía volkstümlich (con carácter folk) que recuerda el primer movimiento transforma la memoria en profecía y la profecía en acto. La cantante, joven, delgada y vestida con un vestido violeta, apareció no como una personificación de este acto, sino como una especie de presencia angelical que más tarde se reducirá en la figura del niño en el cielo. Por tanto, resultó imposible escuchar el Finale con el mismo tipo de ingenuidad que el mismo final expresa. La actuación expuso una vena de ironía en la música que dejó a la audiencia preguntándose si esta ironía marcaba el límite de las ambiciones trascendentales de la sinfonía o, por el contrario, formaba el núcleo de estas ambiciones. Pero esta pregunta se puede responder a sí misma sólo cuando el acto de la interpretación se deja oír.
La segunda parte del ejemplo es una interpretación de 2005 del Concierto para violín de Alban Berg por la Orquesta Sinfónica de América. Esta interpretación cálida y lírica culminó con un gesto coreográfico, que nadie supo si era espontáneo o planificado. El concierto es una extensa elegía que, cerca del final, encuentra un momento de consuelo en alegación a un coral de Bach. La obra está basada en la misma tonalidad del coral. Justo antes de este pasaje, el solista, Erika Kiesewetter, se giró de perfil a la audiencia, por lo que su cara quedó escondida al público, en parte por su propio pelo. Fue como si ella estuviera actuando fuera del grupo volviendo su cabeza hacia la pared como si se hubiera rendido a la vida, tomando el rol de la mujer joven en duelo. Cuando emergió el coral, se volvió hacia la audiencia de nuevo, como mostrando su aceptación o resignación.
Para un espectador atento, los gestos de la solista no eran externos a la música, sino que formaban parte de su interpretación tal como las notas que estaba tocando. Sus acciones dieron vida a un significado que cobra sentido sólo en referencia a la obra y no es necesario preguntar si este es un significado que encontró o que construyó. La cuestión, más bien, es que en estas circunstancias la distinción se evapora. Pero de nuevo, no puede volverse totalmente evidente hasta que una interpretación musicológica dé cuenta de ello.
En estos ejercicios de interpretación, el significado no viene ni con la música, ni con su ejecución, ni en la representación verbal de las mismas, sino en el evento que los aúna. Y porque la música es independiente de palabras específicas e imágenes y capaz de combinar una gran multiplicidad de palabras e imágenes, acontecimientos de este tipo forman el paradigma de la empresa humanística incondicional de expresarlo todo. Tales acontecimientos no sólo proporcionan momentos ejemplares de resistencia a lo injusto y a la apropiación desagradecida, sino también amplía las posibilidades de la participación justa y agradecida. La universidad sin condición sí tiene una condición: necesita una banda sonora. Para tenerla necesita no sólo la música, no sólo la ejecución, sino también la capacidad de ser escuchada: de llegar a ser articulada siendo escuchada. El papel de la musicología en las sociedades contemporáneas es hacer que esto suceda... y que suceda una y otra vez.